James, quien aparece en este grabado de George Bickham the Younger de 1744, llegó por fin a Irlanda reconocido como lo que siempre había sido... aunque no por todos.
En el verano de 1728, un barco mercante de Dublín cruzó el océano cargado de mercancías y de pobres emigrantes irlandeses con destino al Nuevo Mundo.
Entre ellos se encontraba un chico flaco de 13 años, cuyo padre había sido barón, y era heredero de cinco títulos nobiliarios y numerosas propiedades.
Pero fue secuestrado y vendido como esclavo.
Su trágica historia parece la trama de una novela y refleja los claroscuros de la época en la que vivió.
El siglo XVIII trajo el ascenso del Imperio británico y el nacimiento de la era de la Ilustración con sus ideas progresistas sobre la libertad y la igualdad.
Pero como portal entre mundos, también fue un siglo de contradicciones, manchado por la escandalosa explotación de la gente vulnerable, en el que robar un caballo era mucho más grave que secuestrar a un niño.
En abril de 1715, nació un hijo de un aristócrata irlandés, el barón Altham. El pequeño James fue como maná del cielo para sus cariñosos padres.
Tener un varón era lo más importante para las familias nobiliarias en el siglo XVIII.
Bajo el derecho de primogenitura, una de las piedras angulares de la sociedad británica, el hijo mayor heredaba todo -tierra, fortuna y títulos-. De tener solo hijas, todo desaparecía.
El futuro del pequeño James prometía privilegio: sería el conde de Anglesea, heredaría otros cuatro títulos así como varios vastos territorios en Irlanda, Inglaterra y Gales, y recibiría £10.000 al año, o US$2,5 millones en dinero de hoy.
En resumen, algún día iba a ser uno de los hombres más ricos de las Islas Británicas y tendría escaños en la Cámara de los Lores de Inglaterra y de Irlanda.
Su infancia, al igual que la de muchos niños privilegiados en el siglo XVIII, era idílica.
Y es que, si tenías la suerte de tener padres ricos, la era georgiana era un buen momento para ser niño.
El aumento de la prosperidad y el ascenso de las clases medias engendraron una visión afectiva y sentimental de los niños.
Fue en esa época cuando germinó nuestra noción moderna de la infancia.
James nació en el seno de la aristocracia anglo-irlandesa, a la que le encantaba vivir la vida al máximo.
Su padre era mujeriego, bribón y libertino, dado a los juegos de azar y el alcoholismo.
Sin embargo, un domingo de 1717, fue su madre quien pareció tener la culpa de que su mundo se empezara a desmoronar, al “entretener” a un visitante mientras Lord Altham estaba fuera.
Tras encontrarla en cama con Thomas Palliser, el barón la expulsó de la casa y le prohibió volver a ver a su hijo.
Se sospecha que el noble lo orquestó todo para deshacerse de su esposa y parecer inocente.
Al final, la verdadera víctima fue James.
El barón Altham desarraigó al pequeño de la casa familiar y en 1722 llegaron a Dublín, la segunda ciudad más grande del Imperio británico, donde los aristócratas se divertían a lo grande.
Altham gastaba mucho más de lo que le permitían sus ingresos y estaba dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa, menos trabajar, para financiar su estilo de vida libertino.
Vendió los derechos a la tierra de su familia, que aún no era suya, pues no la heredaría hasta que su primo, el conde de Anglesea, muriera.
Luego sedujo a una mujer adinerada llamada Sally Gregory, quien odiaba a James, y lo convenció de sacarlo de su casa y de su mente.
James había perdido a su madre a los 2 años, y a los 8 años fue abandonado por su padre.
De un día para el otro, el joven aristócrata que lo tenía todo terminó durmiendo en callejones oscuros, sintiendo en carne propia el estrecho límite entre el cielo y el infierno en el siglo XVIII.
Y las angustiosas experiencias de James en las peligrosas calles de Dublín replicaron las de decenas de miles de niños sin hogar cuyos sufrimientos secretos y cortas vidas se perdieron de la memoria.
Deambulando por las calles, demacrados y vestidos con harapos, eran vistos como vagabundos, parias ociosos y peligrosos.
Al endurecerse las actitudes hacia esta vulnerable clase marginal, las autoridades decidieron usar toda la fuerza de la ley.
Emitieron crueles leyes contra la vagancia que se utilizaban para acorralar a las personas consideradas socialmente inconvenientes.
Grandes cantidades de niños indigentes eran secuestrados y obligados a trabajar en los asilos para pobres.
Los asilos para pobres prometían darle una educación mínima a los menores y algo de trabajo. Pero en muchos casos no eran más que cárceles donde los niños eran explotados y sometidos a los abusos más atroces.
Aunque no todos los niños abandonados sufrían esos horrores.
En el siglo XVIII aumentó la filantropía y la difusión de instituciones como las escuelas de caridad y los hospitales de expósitos.
En Dublín, el King’s Hospital fue fundado como escuela gratuita por el rey Carlos II en 1669 para niños que habían perdido a sus padres. Aprendían lectura, escritura y aritmética, y luego pasaban a ser aprendices de comerciantes.
Pero la gran mayoría de los niños pobres caían fuera de la red de seguridad provista por los filántropos.
James Annesley fue uno de ellos.
Sin nadie a quien recurrir, tuvo que aprender a sobrevivir valiéndose de su ingenio. Se convirtió en un rostro conocido en las duras calles de Dublín, un pequeño y desaliñado pilluelo que decía ser el hijo de un lord.
Un día, James, ya de 12 años, estaba en un mercado, y John Purcell, un carnicero que había oído hablar de él, lo reconoció, se apiadó y lo tomó bajo su tutela.
A cambio de comida y techo, James trabajaba duro. Pero gracias a Purcell ingresó en el mundo de los artesanos, que eran el corazón de la ciudad.
Era una comunidad de comerciantes muy unida en la que la gente se cuidaba mutuamente y James se sentía a salvo.
Por primera vez en 3 años el joven aristócrata volvió a tener un poco de estabilidad.
Pero justo cuando el futuro parecía brillante, el destino intervino.
El 16 de noviembre de 1727, James fue a la catedral Christ Church de Dublín al funeral de su padre. El barón había muerto repentinamente y en circunstancias misteriosas, a la edad de 38 años.
Cuando estaban sacando el cuerpo de la catedral, James no pudo contenerse y, con lágrimas en los ojos, gritó: “¡Mi padre, mi padre!”.
Uno de los presentes, sorprendido, le preguntó qué quería decir. James espetó, “Soy el hijo del Barón Altham”, y luego huyó.
Pero hubo alguien a quien le interesó mucho la presencia del muchacho; de hecho haría todo lo posible para destruirlo.
Era el tío de James, Richard Annesley, y tenía una muy buena razón para querer deshacerse de James.
Ahora que el Barón Altham estaba muerto, James debía heredar. Pero si le pasaba algo malo, él sería quien obtendría todo.
Tras tratar de quitárselo a Purcell, exigiéndole que le entregara a ese “hijo de puta ladrón”, y fracasar, el intrigante Richard Annesley urdió un plan simple pero brillante para deshacerse de su sobrino, legal y permanentemente, cortesía del Imperio Británico.
Lo acusó de robar una cuchara de plata y consiguió dos agentes para arrestarlo. Juntos, lo arrastraron hasta el puerto de Dublín.
James fue confinado en un barco con destino a las colonias en América, donde sería vendido al mejor postor.
En el Nuevo Mundo había una gran demanda de mano de obra, y el Viejo Mundo era feliz satisfaciéndola.
Miles de jóvenes como James fueron transportados para terminar como esclavos de las plantaciones en tierras remotas.
El miedo popular a esos “bribones” que abarrotaban las calles de muchas ciudades fue una de las motivaciones para la trata de personas.
Otra fue el simple hecho de que deshacerse de esos “inservibles” era un negocio altamente rentable.
La demanda de mano de obra en las colonias significaba que algunas personas estaban dispuestas a rebajarse a algo infame: el secuestro.
Los niños eran presa fácil. No podían defenderse y podían controlarlos sin demasiada dificultad.
No hay forma de saber cuántos niños fueron atrapados para nunca más ser vistos por sus padres.
Y la ley británica, hasta principios del siglo XIX, era muy ambigua respecto a los secuestros: si te robabas un caballo, te podían condenar a la muerte en la horca, pero secuestrar a un niño era considerado un delito menor.
Richard Annesley no habría recibido más que un regaño y una multa por lo que había hecho, de haber sido juzgado.
James llegó a un puerto bullicioso de Filadelfia, uno de los lugares de entrada al amargo mundo de la servidumbre blanca.
Casi la mitad de los aproximadamente 300.000 emigrantes de las Islas Británicas que llegaron a las colonias en América entre 1700 y 1775 fueron convictos o trabajadores no abonados.
Para los pobres y desposeídos, este tipo de servidumbre podía ofrecer un escape. El trato era que les pagaban el pasaje para cruzar el Atlántico si aceptaban trabajar por un número determinado de años sin salario.
A diferencia de la esclavitud, una vez cumplido su tiempo, en teoría eran libres de comenzar una nueva vida.
Pero la realidad era a menudo mucho más sombría.
A principios del siglo XVIII, el escritor Daniel Defoe, en “Moll Flanders”, habla de los trabajadores no abonados y dice que sería más apropiado llamarlos esclavos.
“En términos de las condiciones materiales de la vida -labores diarias, vestimenta, dieta, vivienda-, para esclavos y sirvientes blancos, especialmente sirvientes no calificados, eran igual de horrendas“.
James fue comprado por un granjero.
Su vida diaria consistía en talar madera en los bosques de Delaware, sin descanso, casi nada para comer y soportando constantes palizas, en un aterrador desierto infestado de serpientes, bestias salvajes y mosquitos.
Mientras trabajaba día tras día, no había forma de que supiera que vivía en tiempos extraordinarios.
Las ideas revolucionarias de la Ilustración que estaban germinando eventualmente transformarían el mundo.
Con el triunfo del pensamiento racional, la afirmación de los Derechos del Hombre y la embriagadora mezcla de libertad e igualdad surgió una nueva generación de pensadores que desafió la esencia misma del Viejo Mundo.
Inspirados por hombres como el filósofo Jean-Jacques Rousseau, las colonias americanas se sacudirían el dominio británico y en 1776 declararían la independencia de Estados Unidos de América.
Pero para James, todo eso ocurriría demasiado tarde.
En 1741, tras 13 años de abuso y explotación, y en su tercer intento, finalmente logró huir de su brutal existencia.
Tenía 25 años y había sido esclavo durante más de la mitad de su vida.
Se fue a Jamaica, donde se alistó como marino en un buque de guerra de la Marina Real. Asombrosamente, en ese barco fue reconocido por un viejo amigo de Dublín.
Su historia era tan extraña que pronto llegó a Londres, donde los diarios publicaban artículos sobre el descubrimiento de James.
Reconocido por el Almirante de la Flota, por fin iba camino a Irlanda a reclamar lo que le correspondía.
Pero antes, tendría que vencer a su némesis, su tío Richard, que ahora era el rico y poderoso conde de Anglesea.
En Irlanda, James fue bienvenido como el hijo pródigo. Se había convertido en uno de los personajes más famosos del país y había ganado muchos admiradores.
Los periódicos llamaron a su batalla la Gran Causa.
Y el 16 de septiembre de 1743, James asistió a uno de los principales eventos sociales de Irlanda, las carreras de Curragh en Kildare, acompañado por uno de sus nuevos amigos adinerados, Daniel MacKercher.
Richard Annesley también estaba en las carreras, y tenía una cosa en mente: asesinarlo.
Las cosas tomaron un giro muy dramático. Cuando James estaba llegando al hipódromo, un carruaje tirado por seis caballos trató de atropellarlo y se salvó por un pelo.
James y su grupo reconocieron al cochero. Era uno de los hombres de su tío, quien, asombrosamente, dio la vuelta e intentó atropellarlo otra vez, con todos los asistentes a la carrera como testigos.
MacKercher, indignado, fue a donde estaba Annesley con sus secuaces. Discutieron hasta que MacKercher recibió un latigazo en la cabeza.
James salió a caballo, perseguido por 40 o 50 hombres armados, mientras Annesley gritaba: “¡Vuélenle los sesos!“.
Cuando decidió enfrentar a los hombres, su caballo se cayó y aterrizó sobre él.
Ahí lo dejaron por muerto.
Pero James sobrevivió y estaba aún más decidido a recuperar su herencia.
Para ello, Jame llevó la lucha contra Richard Annesley a los tribunales de Dublín.
El juicio fue considerado como el más importante de esa era.
Lo que estaba en juego era una de las piedras angulares de la sociedad: la idea de que el título, la riqueza, el poder y la propiedad pasaban por la sangre a los herederos legales.
Los miembros de la Cámara de los Lores estaban conscientes de que jugar con las leyes de herencia “dadas por Dios“ podía socavar su propio mundo.
El extraordinario juicio se centró en si James era el heredero legítimo de una de las propiedades de Annesley en Irlanda.
Lo que estaba en cuestión era si Lady Altham era su madre natural. Y los testigos -entre ellos la sirvienta que la atendió y fue a buscar a la partera cuando estaba dando a luz- demostraron que era irrefutable.
El juicio duró 12 días, el más largo en la historia legal británica hasta entonces.
James salió victorioso. Hubo celebraciones en las calles de Dublín y en su ciudad natal, New Ross. George II lo invitó a una audiencia en Londres.
Pero la victoria en Dublín no era suficiente. La próxima batalla era en Londres, donde tendría que demostrar que era el heredero legítimo, no solo de una propiedad en Irlanda, sino también de cinco títulos nobiliarios británicos o no obtendría nada.
Esto iba a ser mucho más difícil.
El Tribunal de Chancery era notoriamente lento, y Annesley tenía en su poder toda la riqueza de la familia.
Además, no le molestaba pervertir el curso de la justicia y, por desgracia, la justicia estaba más que feliz de ser pervertida.
Annesley tenía en su bolsillo a algunos de los principales abogados del reino, quienes sabían cómo usar y abusar del sistema legal para alcanzar sus fines.
Con tecnicismos legales arcanos prolongaron el caso, contando con que los escasos fondos de James no durarían mucho.
El caso de James se convirtió en la gran causa célebre de la época y los principales miembros de la alta sociedad georgiana establecieron un fondo para financiar los costos.
Después de 15 años, el tribunal completó su examen de los testigos y finalmente anunció que escucharía el caso en enero de 1760.
Pero James no pudo cumplir la cita que prometía su victoria.
El 5 de enero, sufrió un ataque de asma y murió.
Tenía 44 años.
Había vivido muchas vidas en una.
Había sentido toda la fuerza de las contradicciones del siglo XVIII, cuando los niños eran lujosamente mimados o brutalmente explotados.
Unos meses más tarde, su tío Richard murió.
Irónicamente, su hijo y heredero fue juzgado como ilegítimo, de manera que el codiciado condado de Anglesey fue declarado extinto.
* Este artículo es una adaptación del documental de la BBC “Kidnapped: A Georgian Adventure“