Circulaban historias legendarias de su valentía, como un episodio en el que se enfrentó sola a ocho ladrones armados con cuchillos y lanzas.
“¿Ese dulce chico es una mujer?”, le preguntó el shah de Persia al coronel Dieulafoy, quien estaba en sus tierras para hacer excavaciones arqueológicas. “Ciertamente, su majestad”, le respondió el francés, “es madame Dieulafoy, mi querida esposa”.
Hablaban de Jane Dieulafoy, célebre en el folclore popular de finales del siglo XIX como “la dama que se viste de hombre”, quien formaba, junto con su marido Marcel, una pareja insólita y escandalosa.
Pero más allá de eso, esa dama llamaba la atención por otras razones, particularmente por sus talentos, y se ganó la admiración de muchos como autora, exploradora y arqueóloga, al punto que el diario The New York Times la describió como “la mujer más notable de Francia y quizás de toda Europa” en su obituario en mayo de 1916.
Su vida fue una aventura, que comenzó con una guerra y terminó con otra.
Jeanne Henriette Magre nació en Toulouse en 1851 y fue educada en un convento cercano a París hasta que, en mayo de 1870, se casó con el ingeniero civil Marcel-Auguste Dieulafoy.
Para la mayoría de las mujeres de su época y clase, la descripción anterior, seguida por un poco más de información sobre el número de hijos que tuvo y quizás uno que otro detalle más, habría resumido sus vidas.
En el caso de quien desde ese momento se convirtió en Jane Dieulafoy, eso fue sólo el inicio.
Jane y Marcel compartían un gran apetito por el saber y la exploración, y desde el principio acordaron que el suyo era un matrimonio de pares.
La primera prueba a esos votos llegó tres meses más tarde, cuando estalló la guerra franco-prusiana.
Marcel se alistó como capitán de ingenieros y Jane no se conformó con quedarse en casa esperándolo. Estaba decidida a acompañarlo pero no tenía ninguna intención de asumir el único papel permitido a las mujeres en la guerra: aquel de las cantinières, que le llevaban comida y agua a los soldados.
Fue entonces cuando adoptó por primera vez la imagen que llegaría a caracterizarla: se cortó el pelo y se vistió con ropa de hombre, lo cual era ilegal en París, pues desde 1800 las mujeres tenían prohibido ponerse pantalones (una ley que fue oficialmente revocada en 2013).
Partió con su marido posando como su asistente y, como había aprendido a disparar, se las arregló para ganarse respeto como francotirador, sin que se descubriera que faltaba una “a” al final de esa palabra.
Tras la derrota de Francia en enero de 1871, los Dieulafoy regresaron a sus vidas “normales”: Marcel retomó a su empleo como ingeniero y Jane dejó crecer su cabello y se puso sus vestidos largos.
Así transcurrieron varios años, salpicados por viajes a Egipto y Marruecos, en los que saciaban su interés por el arte, la arquitectura y la cultura de Medio Oriente, hasta que en 1879 decidieron realizar su sueño de viajar a Persia.
Marcel pidió una licencia en su trabajo y Jane se puso a estudiar farsi y fotografía.
A principios de 1881 partieron en un viaje en el que recorrerían 6.000 kilómetros, gran parte a caballo, con destino a Susa, una excavación arqueológica en Persia que resultó ser el sitio de una capital regional de 6.000 años de antigüedad.
Jane, quien para entonces tenía 30 años, iba como el colaborador de Marcel, pues, escribió, “una colaboradora habría sido una molestia”.
Usando nombres falsos y vestida una vez más como hombre, no sólo para no tener que cumplir con las restricciones impuestas a las mujeres de la región sino porque sencillamente era más cómodo, Jane recorrió con su esposo lugares que en ese entonces eran poco conocidos.
En enero de 1882 llegaron a Susa pero las fuertes lluvias no daban tregua para la exploración.
Durante meses habían luchado contra enfermedades, insectos y ladrones, y tanto ellos como sus fondos estaban agotados, así que decidieron irse, con la firme intención de regresar.
El viaje había sido épico.
Habían ido de Marsella a Atenas, Estambul, Poti, Erevan, Jolfā, Tabrīz, Qazvīn, Teherán, Isfahan, Persépolis, Shiraz, Sarvestān, Fīrūzābād y Susa a través de Būšehr y Mesopotamia.
Y Jane había registrado el periplo en diarios repletos de valiosas ilustraciones, fotografías y ricas descripciones de lugares poco conocidos producto de su fascinación por… todo: desde la historia y arqueología, hasta las artes, arquitectura y artesanía; desde la etnología y el folclore, hasta la geografía, la economía y la política.
Y por la gente, desde muleros a altos funcionarios y el shah.
A su regreso sus diarios fueron publicados por la revista de viajes francesa Le Tour du Monde, y el público cayó rendido a sus pies.
Su vocación como escritora se hizo evidente tras revelarse como una talentosa narradora, graciosa y perspicaz. Sus libros sobre la expedición fueron éxitos de ventas.
Con el tiempo, fue admirada también como socióloga y periodista, así como autora de ficción, y hasta libretista de una ópera creada por el destacado músico francés Camille Saint-Saëns, basada en su novela “Parisátide” sobre la antigua reina persa.
La Academia Francesa celebró varias de sus obras pero Dieulafoy no recibió premios literarios, pues no eran permitidos para mujeres, hasta que, en 1904, 22 escritoras, ella incluida, fundaron el Prix Femina.
Lo que sí recibió fue la Legión de Honor, uno de los más altos galardones de la nación francesa, después de que ella y Marcel cumplieron con su propósito de regresar a Susa, en 1884.
Esta vez, los Dieulafoy viajaron con respaldo oficial, del Museo del Louvre y el gobierno francés.
Llegaron a Susa más de tres décadas después de que el arqueólogo británico William Kennett Loftus la identificara como el sitio bíblico de Shushan e hiciera un plano de las ruinas, que incluía la tumba del profeta Daniel, y excavaciones en las que encontró la apadana (sala de audiencias) de un palacio construido por el rey persa Darío I (522-486 a.C.).
Bajo la promesa de no perturbar la Tumba de Daniel, y con la aprobación de Naser al-Din, sha de Persia, los Dieulafoy empezaron las excavaciones que los llevarían a desenterrar “el glorioso pasado de los grandes reyes con mis propias manos“, como escribió Jane.
Además de fragmentos de las columnas de 21 metros que sostenían la apadana y restos de las cabezas de toro que las coronaban, debajo de la arena que se había asentado desde los tiempos de Darío I, cuando el Imperio Persa alcanzó su apogeo, expandiéndose desde el Nilo y el Egeo en el oeste hasta el Pakistán moderno, fueron apareciendo dos joyas excepcionales.
Se trataba de hermosos frisos de ladrillos vidriados que decoraban el palacio, cuyos trozos Jane marcó con un método que desarrolló para poder reconstruirlos en el Louvre.
Al armar los rompecabezas, uno de ellos, mostraba leones rugientes. El otro, guerreros relucientes cargados de flechas, arcos y lanzas.
Los hallazgos en Susa no fueron el único legado del viaje.
Los métodos innovadores desarrollados por Jane para administrar el trabajo de los excavadores y de catalogar y almacenar lo hallado fueron utilizados más tarde por otros arqueólogos, entre ellos el famoso egiptólogo Howard Carter, quien descubrió la tumba de Tutankamón.
Fue a su regreso que el presidente de la República francesa le otorgó a Jane Dieulafoy la Legión de Honor y el título de “Caballero”.
Y fue entonces que ella, decidida a no renunciar a la libertad que le brindaba vestirse de hombre y la seguridad que sentía cuando no la identificaban como mujer, presentó una petición al gobierno francés y se le concedió permiso oficial para usar pantalones.
Los Dieulafoy nunca volvieron a Persia, pero eso no quiere decir que dejaran de viajar y descubrir lugares que luego le presentaban a sus lectores.
Su foco interés se trasladó a la Península Ibérica, y Jane plasmó sus impresiones en las obras “Aragón y Valencia” y Castilla y Andalucía”, así como otros escritos para revistas y diarios.
Cuando aparecieron los primeros signos de la Primera Guerra Mundial, lo que Jane escribió fue una carta abierta, dirigida al ministro de Guerra de Francia, solicitando el “gran honor” de que la llamaran a ser la primera de las mujeres en alistarse para defender su patria.
La carta fue publicada en la primera plana de Le Figaro, seguida por un comentario burlón de los editores que señalaba que el “viril coraje” de madame Dieulafoy era conocido pero que “los pusilánimes hombres” franceses podían enfrentar el peligro sin su ayuda.
Comprendiendo que la idea era demasiado avanzada para la época, lanzó un proyecto para el empleo de mujeres en el ejército en roles administrativos para liberar a hombres que podían ir al frente.
Pero ni el gobierno ni los militares estuvieron de acuerdo.
Con el estallido de la guerra, Marcel Dieulafoy, a pesar de su avanzada edad, se presentó como voluntario y, dado que ejército lo necesitaba para construir los edificios de los hospitales y otros edificios de apoyo, fue destinado a Marruecos.
Y, a pesar de su avanzada edad, Jane lo acompañó, contraviniendo un decreto gubernamental que decía que las mujeres debían quedarse en casa.
En Rabat, Jane dedicó sus días a excavar y restaurar la Mezquita Hassan, así como a ayudar en el cuidado de soldados heridos. En medio de las insalubres condiciones de los hospitales, Jane contrajo disentería amebiana.
Murió por esa causa a los 65 años en 1916. Marcel murió víctima de la misma dolencia 4 años más tarde.