Aunque las mascarillas más antiguas se utilizaron para disfrazarse, ponerse una mascarilla protectora se remonta al menos al siglo VI a.C.
Una vez estuvieron limitadas a ladrones de bancos, excéntricas estrellas del pop y turistas japoneses conscientes de la salud. Pero ahora el uso de mascarillas faciales en público es tan común que se le ha apodado “la nueva normalidad”.
Puede que sea normal, pero no es nuevo.
Desde la peste negra hasta el esmog sofocante, la contaminación del tráfico y la amenaza de ataques con gas, los londinenses han usado tapabocas durante los últimos 500 años.
Aunque las mascarillas más antiguas se utilizaron para disfrazarse, ponerse una mascarilla protectora se remonta al menos al siglo VI a.C.
En las puertas de las tumbas persas se encontraron imágenes de personas con telas sobre la boca.
Según Marco Polo, los sirvientes de la China del siglo XIII se cubrían la cara con bufandas tejidas. La idea era que el emperador no quería que su aliento afectara el olor y sabor de su comida.
La Revolución Industrial del siglo XVIII ayudó a crear el famoso esmog de Londres, que se intensificó a medida que más y más fábricas arrojaban humo y los hogares mantenían encendidos sus fuegos de carbón.
Muchos inviernos vieron gruesos mantos de esmog amarillo grisáceo cubriendo la capital.
El peor episodio fue en 1952, cuando entre el 5 y el 9 de diciembre al menos 4.000 personas murieron inmediatamente después, y se estima que otras 8.000 murieron en las siguientes semanas y meses.
Otras 1.000 personas murieron a causa del esmog en diciembre de 1957, y otro episodio en 1962 provocó 750 muertes.
El esmog era tan denso que los trenes no podían circular, e incluso hubo informes de ganado que murió asfixiado mientras permanecían en los campos.
En la década de 1930, las mascarillas “anti-esmog” se volvieron tan de rigor en la cara como los sombreros de fieltro en la cabeza.
Las Leyes de Aire Limpio de 1956 y 1968 prohibieron la emisión de humo oscuro de una chimenea, establecieron límites para las emisiones de grava y polvo de los hornos y proporcionaron un marco para el control de la altura y la posición de las chimeneas.
La contaminación del aire, aunque ya no forma una niebla densa y peligrosa, sigue siendo un problema.
Fue la Peste Negra, la plaga que azotó Europa por primera vez en el siglo XIV, matando al menos a 25 millones de personas entre 1347 y 1351, lo que presagió el advenimiento de la mascarilla médica.
Algunos creían que la enfermedad se propagaba a través del aire envenenado o “miasma”, creando un desequilibrio en los fluidos corporales de una persona.
Intentaban evitar que el aire fétido les llegara cubriéndose la cara o llevando ramilletes de olor dulce.
El símbolo de la plaga, esa siniestra imagen de individuo con máscara de pájaro que parecía la Sombra de la Muerte surgió en los últimos estertores del brote final, a mediados del siglo XVII.
Los perfumes y las especias todavía se usaban: el “pico” se originó como un lugar para colocar hierbas y aromáticos con el fin de contrarrestar el llamado miasma.
La ropa protectora que usaban los médicos que trataban a los pacientes durante la Gran Plaga de 1665, incluía una pesada túnica de cuero, espesos protectores de vidrio para los ojos, guantes y sombreros.
Cuando llegó el Londres victoriano, las damas bien educadas, expertas en cubrirse la piel y siempre dispuestas a abrazar cualquier cosa que pudiera ser un adorno intrincado que venía en negro, comenzaron a colocar velos en sus sombreros.
Aunque se usaba durante el duelo, el papel del velo no era exclusivamente fúnebre.
También ayudaba a proteger el rostro de una mujer del sol, la lluvia y los contaminantes, así como la suciedad y el polvo en el aire.
Según el organismo de Transporte de Londres y el King´s College de Londres, la principal causa de contaminación hoy en día es el tráfico.
Las emisiones de escapes, que incluyen óxidos de nitrógeno y pequeñas partículas de caucho y metal, se bombean al aire.
Los delgados velos, como los usaban las conductoras a principios del siglo XX, ya no protegen de estos contaminantes.
Ver a ciclistas con mascarillas anticontaminantes era común mucho antes de que el coronavirus nos llevara a todos a cubrirnos la cara.
La amenaza de una segunda guerra mundial, 20 años después de que en la Gran Guerra se había visto el uso de gas cloro y gas mostaza, provocó que el gobierno emitiera máscaras de gas tanto para la gente común como para los militares.
Para 1938 se habían distribuido 35 millones de respiradores para todos los civiles y eran una vista familiar en la vida diaria, incluidos los adornos de las bailarinas en el Cabaret de Murray en Beak Street, Londres; y policías ciclistas que los usaban como parte de su equipo de protección personal.
Incluso los animales tenían sus propias mascarillas: se midió a los camellos en el zoológico de Chessington para hacerles estos accesorios a la medida, mientras que a los caballos se les colocó un tipo de cubierta facial que parecía una bolsa en la nariz.
Un brote de influenza al final de la Primera Guerra Mundial se convirtió en una pandemia mundial devastadora.
Fue apodada la gripe española, porque España fue el primer país en informar sobre el brote, y en ella murieron alrededor de 50 millones de personas.
Se cree que la propagación del virus fue intensificada por los soldados que regresaban de las trincheras en el norte de Francia.
Las tropas apiñadas en vagones de tren y camiones se aseguraron de que la infección, altamente contagiosa, pasara de un hombre a otro.
Luego se extendió desde las estaciones de tren hasta el centro de las ciudades, y de allí a los suburbios y al campo.
Las empresas, incluida la London General Omnibus Co, intentaron frenar la propagación de la infección rociando una solución antigripal sobre trenes y autobuses y haciendo que sus empleados usaran tapabocas.
La revista Nursing Times en 1918 incluyó consejos para contener la enfermedad, con una descripción de cómo las hermanas del hospital St Marylebone Infirmary en North Kensington erigieron particiones desinfectadas entre cada cama y “cada enfermera, médico, ayudante de sala” que entraba en el ala epidémica tenía que usar una máscara y un traje de cuerpo completo.
Se instó a la gente común a “usar una máscara y salvar su vida“; muchos se hicieron la suya con gasa o añadían gotas de desinfectante a artilugios que se ponían debajo de la nariz.
Otro tipo de mascarilla ha surgido en los últimos tiempos, una que satisface la necesidad de proteger la cara de la mirada fulminante de los fanáticos ávidos (y presumiblemente, los enemigos).
Estas son perfectas para las celebridades que quieren llamar la atención sobre sí mismos mientras conservan la negación plausible de “no quiero ser reconocido, por eso estoy usando una mascarilla notable”.
Aún no se sabe que opinan de las personas normales y no famosas que cubren sus caras normales y no famosas, ahora que ocultar la cara no logra atraer ni la más breve de las miradas curiosas.