¿Por qué nos entra sueño al volante?
Cuando nos sentamos al volante de un vehículo no es raro que nos sucedan cosas como entrar en una suerte de piloto automático, tener la mente en completa divagación o ser víctimas de la somnolencia.
Para entender cómo se producen estos fenómenos es importante comprender antes cómo llegamos a aprender a conducir. O lo que es lo mismo, cómo una habilidad que al principio necesita que pongamos “toda la carne en el asador” y nos concentremos, acaba automatizándose.
Aprendizaje por repetición
Aprendemos y recordamos muchas cosas. El aprendizaje es el proceso por el cual adquirimos nueva información, habilidades y conocimientos. La memoria, por su parte, constituye el mecanismo por el que éstos son codificados, almacenados y, por ende, recuperados a posteriori (es decir, la persistencia del aprendizaje en un estado que permite manifestarlo más tarde).
Diariamente nos encontramos con una cantidad ingente de aprendizajes de diferente tipología. No es lo mismo aprender a realizar ecuaciones diferenciales o la lista de Reyes Godos que aprender a montar en bici. Con frecuencia, llevamos a cabo tareas que pueden enseñarse y aprenderse con el modelado o la repetición, pero que resulta difícil explicar y etiquetar de forma explícita. Dentro de éstas, estaría la conducción.
¿Cómo aprende nuestro cerebro a conducir?
Conducir implica poner en marcha una secuencia compleja de movimientos previamente aprendidos y adecuarlos a un entorno cambiante en el que recibimos información de distinta índole. Para ello, en primer lugar, es necesario establecer conexiones directas entre los circuitos neurales que participan en la percepción (diversas regiones de la corteza sensorial de asociación), en el movimiento (diferentes regiones premotoras, motoras y de asociación implicadas en el control motor) y en funciones superiores como la atención y el control cognitivo (corteza prefrontal y corteza parietal posterior). Esos cruces de conexiones entre distintas áreas del cerebro se establecen mediante (circuitos transcorticales).
Echemos la vista atrás por un momento y volvamos a cuando aprendíamos a conducir (los que aprendimos). Nos parecía imposible cambiar la marcha al mismo tiempo que estábamos pendiente del peatón que se disponía a cruzar por un paso de cebra e intentábamos entablar una conversación con nuestro copiloto. Asimismo, nos teníamos que repetir mentalmente la secuencia de acciones a realizar: “Veamos, piso el embrague, muevo la palanca de cambio de marchas a la izquierda y luego hacia delante, levanto lentamente el pie…”.
Conducir nos resultaba realmente extenuante debido a que gran parte de nuestros recursos cerebrales los dedicábamos a recordar las reglas y aplicarlas a nuestra conducta. Por esa razón, nos costaba enormemente responder a otros estímulos del entorno e intentábamos hacer caso omiso de cuanto nos pudiera distraer. No se nos pasaba por la imaginación escuchar música o las noticias de la radio. Era algo que estaba fuera de nuestro alcance.
Tomando el control
Poco a poco, con la práctica, conseguimos conducir de una manera más fluida, sin pensar deliberadamente en cada paso. La neurociencia nos dice que cuando conducir se vuelve automático se debe a que hemos transferido esta conducta aprendida a unas estructuras llamadas núcleos basales.
Al principio, estas estructuras cerebrales son observadoras pasivas de la situación, y simplemente reciben información sensorial acerca de los estímulos presentes y de las respuestas que estamos dando (áreas motoras de la corteza frontal). Disponen de toda la información que necesitan para controlar los progresos de alguien que está aprendiendo a conducir.
A medida que la conducta se repite una y otra vez, empiezan a aprender qué es lo que tienen que hacer. Al final, acaban por encargarse de casi todos los detalles del proceso. Eso deja libres a los circuitos transcorticales para hacer otras cosas, como escuchar la radio o participar en una entretenida conversación sobre política o fútbol con el resto de pasajeros.
Piloto automático y mente que divaga
Esta transferencia de la corteza cerebral a los núcleos basales deja el acto de conducir en manos de una especie de piloto automático. Es decir, empezamos a conducir de manera más mecánica y fluida, sin pensar deliberadamente en cada paso. Y eso, claro está, descarga cognitivamente a distintas regiones cerebrales.
No obstante, a veces esta “automatización” nos juega malas pasadas. ¿Quién no se ha equivocado alguna vez en su trayecto y, en lugar de ir en dirección de la consulta del dentista (en donde hoy, de forma puntual, tenemos una cita), ha tomado la ruta del trabajo de forma automática? En el fondo no es raro que nos quedemos ensimismados y divagando en pensamientos muy variados cuando nos sentamos al volante, centrados en asuntos que no tienen nada que ver con lo que ocurre frente al vehículo del coche.
Esto tiene la ventaja de que nos permitir aprovechar el tiempo del trayecto en pensar en cómo vamos a bregar con los problemas del trabajo o cómo vamos a decirle a nuestra pareja que la relación conyugal no funciona. El problema surge cuando aparece un estímulo imprevisto durante la conducción (se nos cruza un coche en una salida, o surge un peatón de una esquina y se mete dentro de la calzada) que requiere que abandonemos el piloto automático y tomemos las riendas de forma activa. Si nos ensimismamos en nuestros pensamientos y la reacción no es lo bastante rápida, podríamos tener un accidente.
Una mecedora sobre ruedas
Tal como hemos visto, a medida que automatizamos la conducción, los núcleos basales toman las riendas del proceso. Esto nos evita utilizar muchos recursos cognitivos para conducir, pero tiene el riesgo de que la monotonía al realizar una conducta automática durante demasiado tiempo acabe generando una sensación de somnolencia.
Existen evidencias de que las vibraciones estables a bajas frecuencias que se producen mientras conducimos un vehículo reducen la capacidad del cerebro de mantenerse alerta, induciendo un estado similar a la somnolencia incluso entre personas que han descansado correctamente.
Una prueba reciente llevada a cabo con voluntarios sanos en un simulador virtual que reproducía la experiencia de conducir en una autopista ha mostrado el efecto de la vibración sobre la somnolencia, el estado de alerta y el rendimiento cognitivo.
Concretamente los autores de una investigación mostraron que, si durante una experiencia de conducción monótona añadimos una vibración de baja frecuencia (4-7Hz), sobreviene una sensación de somnolencia transcurridos solo 15 minutos. Y aumenta paulatinamente. Asimismo, el estado de alerta y el rendimiento cognitivo se ven marcadamente mermados.
Esto nos suele suceder cuando ya tenemos bien adquirida la conducta de conducir. Cuando estamos aprendiendo, el estado de alerta es mucho mayor que cuando la conducta se encuentra automatizada. De forma que es más improbable que sobrevenga la somnolencia cuando somos “mecidos” por el coche. Por contrapartida, el agotamiento de los conductores noveles puede ser mayor por la gran cantidad de recursos cognitivos y fisiológicos puestos en marcha, lo que reduce el tiempo total que pueden estar conduciendo sin parar.
Diego Redolar Ripoll, Profesor de Neurociencia y Vicedecano de Investigación de la Facultad de Ciencias de la Salud., UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.