Xavier Alford es un documentalista británico acostumbrado a contar historias ajenas. Ahora giró la cámara hacia sí mismo para explorar la enfermedad rara que padece y que está paralizando lentamente sus brazos y piernas.
Este es su testimonio.
Cuando me diagnosticaron una rara enfermedad neurológica, una de la que nunca había oído hablar, el terreno bajo mis pies se volvió inestable.
El médico especialista me dio las buenas noticias primero: la enfermedad rara vez es fatal. Pero luego llegaron las malas: nadie sabe exactamente qué la causa y no hay cura.
No podía decirme cómo la enfermedad me afectaría en última instancia. Solo me informó que yo seguiría empeorando y, poco a poco, perdería el uso de mis manos, brazos y piernas.
En ese instante, el mundo que conocía cambió.
Tengo neuropatía motora multifocal(NMM), una enfermedad que pertenece a una familia de afecciones conocidas como neuropatías periféricas autoinmunes.
Esta patología hace que el sistema inmunológico ataque la capa aislante que rodea los nervios, la mielina, hasta que los nervios dejan de transmitir las señales del cerebro a los músculos.
El resultado es lo que se conoce como parálisis flácida, en la que las extremidades y la cara pueden tornarse flácidas y débiles y se pierden los reflejos.
El síndrome de Guillain-Barré es la más conocida de las neuropatías periféricas autoinmunes. Aunque es poco común, esta enfermedad puede hacer que las personas queden “atrapadas” en sus cuerpos en cuestión de días.
Su cerebro permanece activo, pero su cuerpo no puede moverse. No tienen forma de comunicarse a pesar de que están completamente presentes: mente despierta, pero sin cuerpo, sin salida.
Afortunadamente, la mayoría de las personas salen lentamente de este estado de bloqueo y recuperan el uso de su cuerpo. Algunos se recuperan por completo, otros deberán usar una silla de ruedas o depender de una traqueotomía para respirar.
En cierto modo, su recuperación es exactamente lo contrario de lo que me está pasando. En lugar de una parálisis rápida y catastrófica, yo experimento un declive lento a medida que mis brazos y piernas se paralizan.
El primer síntoma que sentí fue un ligero entumecimiento y hormigueo en los dedos de mis pies, luego en los de mis manos.
Mis piernas fueron las primeras extremidades afectadas. Ahora ambas piernas están débiles y me está costando caminar.
Soy diestro pero apenas puedo usar la mano derecha. La mayor parte de mi fuerza y habilidad motora fina se han ido.
No puedo sujetar la cámara con firmeza, no puedo escribir de forma legible y si me esfuerzo, aunque sea un poco, me canso tanto que necesito parar para recuperarme.
Y es preocupante que la debilidad ahora también afecta a mi mano izquierda.
Me diagnosticaron hace 12 años, cuando tenía 30. Además de afectar mi futuro, sabía que la enfermedad cambiaría el futuro de mi esposa, Anna y también el de nuestros hijos.
Así que hice lo que hacen muchas personas en mi posición (especialmente hombres): me negué a hablar de ello.
Me convertí en un experto en eludir preguntas con respuestas estándar: “No sé”; “Estoy bien”; “No te preocupes”. Evité la mayoría de los interrogantes hasta que, finalmente, todos dejaron de preguntar.
Durante una década mantuve mis miedos en secreto: ¿cuál sería mi futuro?; ¿necesitaría cuidados?; ¿cuáles son las implicaciones para mi familia?
Pero, por supuesto, la enfermedad no desapareció. Creció hasta que hace dos años ya no pude ignorarla: no podía sostener mi cámara. ¿Significaba esto el final de mi carrera?
Durante los últimos 15 años he realizado documentales para la BBC.
Siempre les dije a los entrevistados, a menudo cuando atravesaban grandes dificultades personales, que hablar ante la cámara sería una catarsis, que les ayudaría a dar sentido a lo que estaban viviendo.
Entonces Anna sugirió que hiciera una película sobre mi enfermedad, tal vez eso me obligaría a enfrentarla y hablar abiertamente sobre ella.
El día que decidí hacer “Locked In: Breaking the Silence“(Atrapado: rompiendo el silencio), fue el momento en que me di cuenta de que necesitaba ayuda y apoyo.
Comencé por buscar personas afectadas por el síndrome de Guillain-Barré, con la esperanza de que pudieran ayudarme a comprender mi enfermedad.
Fue entonces cuando sentí el verdadero impacto de la enfermedad. Mientras esas personas quedaron paralizadas rápidamente antes de comenzar a recuperarse lentamente, yo empeoraría de forma continua.
Una de las personas que conocí fue Scott, que tenía poco más de 40 años. Había estado disfrutando de su última noche de viaje por Europa cuando sintió un hormigueo en tres dedos.
En 32 horas estaba en cuidados intensivos y conectado a un respirador, incapaz de mover su cuerpo o respirar por sí mismo.
Pero tenía plenas facultades mentales.
Pasó dos años en un hogar de ancianos mientras se recuperaba. Ahora vive en su propio apartamento y puede moverse en una silla de ruedas.
En Reino Unido, los hospitales solo ven uno o dos casos de Guillain-Barré al año.
Quería conocer a alguien que estuviera padeciendo un ataque agudo de la enfermedad, y después de casi 12 meses finalmente recibí una llamada para conocer a Rob.
Tenía más de 70 años y había sido una persona muy activa. Él también había experimentado un hormigueo en los dedos. Una semana después estaba paralizado y solo podía comunicarse parpadeando.
Para Rob, esto significaba que su vida pendía de un hilo, su capacidad para tomar decisiones dependía de un abrir y cerrar de ojos. Esto me hizo comprender la importancia de la comunicación.
Hay una diferencia clave entre la enfermedad de Scott y Rob y la mía: aunque no hay cura para la mía, existe un tratamiento que detiene temporalmente su progreso.
La inmunoglobulina intravenosa o IVIG por sus siglas en inglés es elaborada a partir de la sangre de miles de donantes y contiene millones de anticuerpos saludables que introduzco en mi cuerpo para restablecer temporalmente mi sistema inmunológico.
El tratamiento, que detiene el ataque contra mis nervios, viene en una botellitas y cada tres semanas me tomo siete.
El medicamento funciona durante un par de semanas, luego las células rebeldes de mi sistema inmunológico comienzan a dominar: mis brazos y piernas se debilitan, se me empiezan a caer las cosas, apenas puedo sostener mi cámara y me canso tanto que siento que puedo dormir durante dias.
Algún día el tratamiento puede dejar de funcionar, pero por ahora es mi salvavidas.
Hacer esta película me obligó a afrontar mi enfermedad. También me hizo abrirme hacia mi familia en una forma significativa.
Sabía que mi hijo Louis, de 11 años, y mi hija Ami, de 14, tenían preguntas, pero nunca antes había estado dispuesto a responderlas.
Descubrí que hacer un documental sobre mí mismo es realmente catártico, y que deberíamos hablar con nuestros seres queridos cuando la vida nos pone frente a momentos tan difíciles.
Cuando Louis me preguntó si él también tendría mi enfermedad, entendí en ese momento por qué era tan importante dejar que mis hijos me hicieran preguntas.
Pude responder a Louis que no corre mayor riesgo que cualquier otra persona.
Ahora que sus preguntas finalmente fueron formuladas, todos nos sentimos más cómodos.
Aunque todavía hay grandes incertidumbres sobre mi enfermedad, al menos podemos discutirlas y hablar juntos sobre el futuro.
Y ahora mi enfermedad tiene una identidad, puedo sentirla, puedo aceptarla, puedo enojarme, pero ante todo, puedo vivir con ella.