"Gracias a Dios que vinieron", gritó un anciano cuando mis colegas y yo entramos a Kabul el 14 de noviembre de 2001, abriéndonos paso entre una alegre multitud.
Las fuerzas antitalibanas de la Alianza del Norte, que contaban con el apoyo de Estados Unidos y otros países occidentales, se habían detenido en las afueras de la ciudad, y los talibanes simplemente habían huido.
Cinco años del régimen religioso más extremo de los últimos tiempos habían terminado.
Bajo los talibanes, Afganistán se había convertido en un agujero negro en el que podían prosperar todo tipo de extremismos.
Solo dos meses antes, los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington habían sido planeados y guiados por Osama Bin Laden y su movimiento Al Qaeda. Nunca se me ocurrió entonces que los talibanes pudieran reaparecer.
Ahora, por supuesto, todo el mundo busca razones.
Y no son difíciles de encontrar.
Los gobiernos de los dos presidentes afganos posteriores a los talibanes, Hamid Karzai y Ashraf Ghani, fueron elegidos democráticamente. Pero nunca fueron fuertes, y la corrupción fue el sistema que mejor funcionó.
Sin embargo, el presidente Ghani seguiría en su palacio y el ejército se pasearía en sus costosos vehículos occidentales, si Donald Trump no hubiera decidido que necesitaba un éxito en política exterior antes de las elecciones de 2020.
Pensó que poniendo fin a una guerra de larga duración, la más larga de la historia de EE.UU., lo conseguiría.
Varios políticos y periodistas afganos que conozco estaban horrorizados por la conclusión de las conversaciones de EE.UU. con los líderes políticos talibanes en Doha en febrero de 2020, y doblemente horrorizados cuando el presidente Joe Biden dejó claro que no iba a reanudarlas.
Me advirtieron que por muy moderados y pacíficos que prometieran ser los líderes en Doha, los combatientes talibanes sobre el terreno no sentirían ninguna obligación de respetar la letra pequeña.
Y así fue.
Inmediatamente después de que las tropas estadounidenses, británicas y otras occidentales comenzaron a retirarse, los combatientes talibanes de todo Afganistán hicieron su jugada por el poder.
Los informes sobre la ejecución de prisioneros provocaron un ambiente de pánico ciego en una ciudad tras otra, hasta que la propia Kabul sucumbió y funcionarios y soldados se dirigieron al aeropuerto para salir.
Tal vez los talibanes se atengan a los términos de su tranquilizadora declaración, en la que prometen no vengarse de nadie y hacen un llamamiento a la policía, al ejército y a la administración pública para que permanezcan en sus puestos.
Es muy posible que piensen que es más seguro no provocar que Occidente vuelva a intervenir.
Pero, ¿qué clase de país será esta vez el Afganistán controlado por los talibanes?
La única guía que tenemos es el período de cinco años desde 1996, cuando (de nuevo, en cuestión de unos pocos días) los talibanes expulsaron al gobierno moderado de los muyahidines controlado por el temible Ahmad Shah Massoud.
Pasé bastante tiempo en Afganistán durante el gobierno talibán, y me pareció profundamente aterrador.
La sharía, en sus formas más feroces, se aplicaba en todas partes, con ejecuciones públicas, lapidaciones y latigazos.
Bandas de justicieros se apostaban en las esquinas, atacando a los hombres que enseñaban los tobillos o llevaban cualquier tipo de ropa occidental.
Las mujeres sólo se aventuraban a salir si tenían un permiso por escrito de los hombres y, por supuesto, tenían que llevar la omnipresente burka.
El ministro de Salud talibán, el mulá Balouch, se quejó de que la Cruz Roja Internacional rechazó su petición de proporcionar cirujanos para cortar las manos y los pies de los ladrones convictos, por lo que tuvo que hacer el trabajo personalmente; aunque parecía disfrutar bastante con ello.
Trabajar para la televisión era una pesadilla, porque tomar la imagen de cualquier ser vivo estaba expresamente prohibido por motivos religiosos. Las librerías eran saqueadas regularmente en busca de ilustraciones, y cualquier librero culpable era azotado.
La mayoría de la gente huía de la ciudad si podía, y la mayoría de las tiendas estaban cerradas.
Los talibanes no podían pagar las importaciones de petróleo, así que las luces más brillantes de la noche eran las velas que la gente ponía en sus ventanas, y el ruido más fuerte era el ladrido de las jaurías de perros merodeadores, abandonados por sus dueños.
A pesar de todos los fracasos de los sucesivos gobiernos afganos y de sus patrocinadores occidentales, Kabul y otras ciudades han estallado de vida comercial desde que los talibanes fueron expulsados.
El nivel de vida se ha disparado. Los autos abarrotan calles que antes estaban vacías. Las escuelas han florecido, especialmente para las niñas; bajo los talibanes la educación de las niñas estaba expresamente prohibida. La música, prohibida bajo los talibanes, suena por todas partes.
Hay edificios nuevos en muchos lugares. La última vez que estuve allí, ni siquiera pude encontrar el lugar en las afueras de la ciudad donde mis colegas de la BBC y yo comenzamos nuestro paseo por la ciudad en 2001; toda la zona había sido reconstruida.
La mayoría de los afganos considerarán la toma de poder de los talibanes como una catástrofe para ellos y para su país.
La cuestión principal ahora es si los talibanes seguirán sus instintos y devolverán a Afganistán al pasado de forma tan radical como lo hicieron antes del día de la liberación hace 20 años, o si han aprendido la lección.