A unos metros de donde está ubicada la caseta que servirá como acceso a la nueva megacárcel de El Salvador, hay un camino al que nadie llegaría por equivocación. Es largo y corre en línea paralela a uno de los altos muros que rodea esta imponente infraestructura.
No tiene asfalto ni estructuras de concreto reforzado. No hay cámaras ni luces que rompan la noche. Pero sí hay prisioneros que llevan ahí mucho más tiempo que la nueva gran cárcel: los habitantes de esta zona remota.
No hay un acuerdo certero sobre el nombre del lugar. Sin una mejor opción, en los alrededores conocen el sitio como la Vía del Tren, dado que durante el siglo pasado fue parte de un camino ferroviario. El municipio es Tecoluca, a unos 75 kilómetros de la capital, San Salvador.
Hasta hace muy poco, estos casi desérticos llanos pertenecían a algún rincón del olvido hasta que comenzó la construcción del megapenal -bautizado como Centro de Confinamiento para Terroristas-, la cárcel para 40.000 presos que el gobierno del presidente Nayib Bukele levantó a solo unos 200 metros de la Vía del Tren.
De cómo fue construida en un tiempo récord de siete meses se sabe muy poco. Los detalles permanecen en régimen de reserva por el gobierno. Es decir, que no serán públicos por al menos dos años. Las autoridades tampoco informaron sobre los costes de construcción ni de su futuro mantenimiento.
Sin embargo, en la Vía del Tren y otros asentamientos poblacionales cercanos, vieron crecer al monstruo de 43 hectáreas desde sus entrañas. Conocen sus huesos, sus oscuros pasillos, sus exhalaciones y lo que expulsa.
Han sido testigos, desde la invisibilidad obligada, de la edificación de uno de los orgullos del “bukelismo”.
En la megacárcel se recluirán a parte de los más de 62.000 supuestos miembros de pandillas arrestados durante el régimen de excepción decretado en marzo del año pasado.
Esta medida ha logrado unos mínimos históricos en la tasa de homicidios en medio de denuncias de arrestos arbitrarios, desapariciones forzadas, torturas e incluso muertes en prisión.
Acercarse a este gigante carcelario resulta, cuanto menos, intimidante. Un muro de más de 2 km con 11 metros de altura y coronado por alambradas electrificadas rodea las instalaciones, haciendo que apenas pueda llegar a verse parte del tejado de los pabellones y alguna de las torres de vigilancia.
En una visita organizada hace unos días, el gobierno mostró a medios de comunicación la dureza de las condiciones de su interior. Cada celda de concreto, de unos 100 m2, albergará al menos a cien personas que dormirán en camarotes de lámina de hierro sin colchonetas.
En la propia celda están los inodoros y piletas para bañarse, con el objetivo de someterlos a un máximo aislamiento y que no salgan de ella más que para acudir a alguna audiencia judicial por videoconferencia o a la sala de castigo.
“No se han construido patios, áreas de recreación para los reos ni espacios conyugales”, subrayó el ministro de Obras Públicas de El Salvador, Romeo Rodríguez.
Estas condiciones han provocado duras críticas de organizaciones de derechos humanos.
Amnistía Internacional mostró su “profunda preocupación” porque “esta nueva prisión podría suponer la continuidad y escalamiento de estos abusos” vistos bajo el enfoque actual de seguridad pública. Human Rights Watch denunció que el centro incumple estándares internacionales de tratamiento para los detenidos.
Entre los vecinos de la Vía del Tren reinan las dudas y la incertidumbre sobre el nuevo centro. Muchos creen que se podría ampliar o crear una nueva estructura en los alrededores.
Ofelia* lo escuchó de boca de su esposo, un hombre que, como muchos en esas comunidades, trabajó como albañil en la construcción del megapenal y que, durante varios meses, le relató a ella y a sus hijos cómo la cárcel iba creciendo desde sus entrañas.
Lo describe como un lugar oscuro, en donde todo tipo de sensaciones “raras” invaden al cuerpo. “Da miedo”, dice a BBC Mundo, y recuerda que un aire frío invade toda la estructura, que la ansiedad se apodera de la mente cuando solo es posible ver muros alrededor.
Por algunos meses, la construcción supuso una fuente de ingresos para las familias locales que participaron en el proyecto. El esposo de Ofelia llegó a ganar hasta US$150 semanales como albañil. Para una zona en donde el principal sostén es la agricultura eventual, esto significó una activación económica importante.
Sin embargo, el espejismo -como en cualquier zona desértica como esta- fue fugaz. Muy pocos siguen trabajando en algo relacionado a la cárcel y algunos de los que se beneficiaron de la construcción ahora temen perder sus hogares por si en el futuro fuera necesario su desalojo de la zona para ampliar el penal.
Eso, sin mencionar lo que supone el tener a 40.000 personas recluidas tan cerca y conocer lo que les espera ahí adentro. “Aunque uno no deba nada, da temor por ellos”, dice Ofelia. “La gente que esté ahí adentro, ya no tendrá esperanzas de salir”, reflexiona su esposo, quien concluyó su trabajo en la prisión hace un mes.
“Es tremendo lo que se siente ahí adentro”, relata, y confirma que hay largos trechos en que, de ninguna manera, es posible ver la luz del sol.
Ofelia también admite haber entrado en más de una ocasión a la estructura durante sus primeras etapas de construcción.
“El piso es igual de grueso que ese tronco que está ahí”, dice mientras señala un pedazo de madera de unos 40 centímetros de alto. El esposo de Ofelia cuenta que puede ser incluso más, previsiblemente para evitar cualquier intento de fuga subterráneo.
Muchos lugareños están convencidos de que ya hay personas recluidas dentro de la megacárcel, pese a que el gobierno no informó oficialmente de ningún traslado de presos.
“Desde el día en que vino el presidente, en la noche y en la madrugada no paran de volar helicópteros al penal”, relata Lucía, una de las vecinas de la zona. Aquí están convencidos de que en esos vuelos se ha comenzado a transportar a los primeros reclusos.
Algunos vecinos también destacan el hecho de que se haya interrumpido la señal de internet en la zona. El bloqueo de las comunicaciones telefónicas es una medida que se ha tomado también en otras prisiones de El Salvador para evitar que los reclusos tengan algún tipo de contacto con el exterior, y viceversa.
En Tecoluca, el bloqueo se extiende al menos 1,5 km desde los muros perimetrales de la megacárcel. A unos 200 m es imposible realizar una llamada o conectarse a internet.
Hasta la semana en que fue anunciada la finalización de la construcción, los residentes de la colonia El Milagro -la más extensa de la zona, donde viven 111 familias- permanecían ajenos a cualquier consecuencia, más allá de la incertidumbre por la cercanía de la prisión y el incremento de la seguridad en esta área. Sin embargo, el bloqueo los ha dejado parcialmente incomunicados.
Esto ha afectado fundamentalmente a los niños y adolescentes de la escuela local, beneficiados por el programa de gobierno que entrega una tableta o computadora portátil a los estudiantes del sistema público para que realicen sus tareas, y que ahora no pueden conectarse a internet.
“Lo que nos dicen es que el gobierno ha pedido un bloqueo para la zona”, señala Carlos, uno de los líderes de la comunidad. “A la Policía también le hemos comentado y nos dicen que las cosas son así porque vivimos cerca de la cárcel”, afirma.
“Aquí no es fácil vivir”, dice Celina, una residente de la Vía del Tren que prepara su almuerzo en un pequeño fogón en el suelo: dos pescadetas fritas. “Aquí solo estamos los que tenemos necesidad”, lamenta.
En la Vía jamás hubo agua potable o energía eléctrica. Comprar cinco barriles de agua cuesta US$10, o lo que es igual, varios días de trabajo. Rara vez se utiliza para algo más que el consumo o la comida y aún así dura poco: a las familias pequeñas, siete días. A las familias grandes, tres o cuatro.
Aseguran que la alcaldía local hace mucho que dejó de enviar al lugar pipas con agua gratis. La razón fue que el árido terreno rompía los neumáticos de los camiones. Ahora, el agua la venden los dueños de un pozo.
Para abastecer la megacárcel se perforaron tres pozos, relata Ignacio, un hombre que trabajó en la cuadrilla de lugareños que dio mantenimiento a la maquinaria de perforación.
“En estas cuestiones del gobierno, uno no puede hacer nada. Es solo aguantar. Uno no se puede oponer”, dice sin dejar de trabajar en su plantación de maíz bajo un sol ardiente.
El hombre asegura que la perforación de los pozos tomó varios meses y fue testigo de cómo los desechos -barro mezclado con combustible y aceite hidráulico- se descargaron en el afluente del río, un pequeño riachuelo que atraviesa el cantón San Francisco Angulo, a menos de 1 km de la Vía del Tren.
Ese río es la única fuente de agua sin costo para las comunidades de la zona. Ignacio recuerda que las aguas contaminadas fluyeron río abajo por varias semanas. “Lloviera o no lloviera, ese río iba crecido de lodo que olía a diésel”, coincide Lucía, quien vive no muy lejos de donde trabaja Ignacio.
“Ahí había cangrejas y camarones el invierno pasado. Ahora yo ya no tengo valor ni de meter los pies ahí”, relata muy consciente de que esos desechos solo fueron el preludio de todo lo que el penal podría expulsar al río cuando lleguen los miles de presos.
En el cantón Angulo y el caserío Cantarrana, a 1,5 km de la Vía del Tren, viven unas 150 familias. Aunque, por ahora, no dependen exclusivamente del agua del río Angulo y cada comunidad tiene un pozo para su consumo, Lucía cree que eso puede cambiar drásticamente en poco tiempo.
“Las venas de agua que nos abastecen vienen de allá (del penal) y ya con tanto pozo que abrieron, estas venas se van a secar”, advierte.
Teme que el futuro esté cerca de parecerse a la realidad de La Vía del Tren. “No le tenemos miedo al penal, sino a la sed. De eso nadie se puede defender”, concluye.
En la Vía del Tren, el pequeño riachuelo jamás ha sido una opción para la sed. Está demasiado lejos para llevar el agua a espaldas. El calor hace más larga cualquier distancia.
Eso lo sabe bien Catalina, una joven madre de 22 años que vive en el extremo más remoto de la comunidad. Desde que llegó al lugar, pocas veces se ha aventurado a salir caminando y, cuando lo ha hecho, es en motocicleta.
Para llegar a la carretera más cercana, la caminata bajo el ardiente sol es de casi una hora. Además, si decide salir, debe hacerlo con su hijo de 2 años en brazos.
El suelo en la Vía del Tren es una mezcla de tierra árida y polvo oscuro que rápidamente genera nubes al menor movimiento y se adhiere a lo primero que encuentra al paso. Los pies descalzos de Catalina y su hijo son muestra de ello.
Al lugar llega muy poca gente, las casas vecinas están vacías y por la vereda solo transitan los soldados y policías que ahora patrullan los alrededores de la nueva cárcel, preguntando si hay nuevos residentes. Temen que familiares de reos comiencen a asentarse en los alrededores.
Josué, el hijo de Catalina, juega con un robot por el suelo. La tierra cubre buena parte de su rostro. Constantemente pide agua. Su madre tiene una botella exclusiva para él, que en poco tiempo baja de nivel, dando un sorbo a la vez.
Con el anuncio de la construcción de la megacárcel, ella creyó que todo estaba cerca de cambiar y que habría alguna clase de desarrollo local.
Pensó que la instalación de un campo cercano de paneles solares significaría acceso a energía eléctrica. Que la perforación de los pozos acercaría el agua. Que habría asfalto sobrante de la nueva carretera que lleva a la prisión para construir una calle en la Vía del Tren.
En definitiva, que algo pasaría. Pero nada ha pasado.
Lo único que llega desde la megacárcel hasta la Vía del Tren es la luz de los reflectores que rompen la espesa oscuridad desde los muros de la prisión. “Toda la noche se refleja en las láminas”, describe Catalina.
“Ya no veo muchas esperanzas”, admite, y confiesa que también teme que acaben por desalojar a la fuerza a los residentes de la Vía. “Hay un rumor de que van a construir otra cárcel para mujeres aquí cerca y que nos vamos a tener que ir”.
La potente luz del nuevo penal, calificado como el más grande de América, provoca insomnio a los vecinos de esta zona.
* A excepción de Carlos, el líder comunitario, el resto de entrevistados en este reportaje pidieron modificar su nombre (y no publicar sus rostros) por motivos de seguridad o posibles represalias.