Los familiares de diez de las víctimas de la masacre de El Mozote en El Salvador pudieron cerrar por fin una de las partes más dolorosas de la terrible tragedia que les tocó sufrir.
El pasado miércoles, les fueron entregados los restos de sus parientes que habían sido exhumados hace más de tres años para ser sometidos a pruebas de ADN como parte del proceso penal contra un grupo de militares señalados por su vinculación con el caso, considerado la mayor masacre del siglo XX en toda América Latina,
Perpetrada en 1981 por el Ejército salvadoreño en pleno enfrentamiento interno contra las guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), soldados torturaron y asesinaron con extrema crueldad a cerca de un millar de personas en solo tres días, la mayoría de ellos campesinos. Cerca de la mitad eran niños.
Para Fidel Pérez, quien con solo 6 años sobrevivió a aquella matanza en la que murieron su madre y hermana recién nacida, recuperar sus restos y poder darles sepultura supone al menos un respiro en su periplo por conseguir justicia que se alarga ya por más de 40 años.
Los avances están siendo lentos y critican que el apoyo de los distintos gobiernos ha sido nulo. A día de hoy, sigue sin haber ni una sola persona condenada por lo ocurrido.
Pese a ello, lejos de rendirse, Pérez asegura que continuará luchando hasta conseguir que los responsables sean castigados y se sepa la verdad sobre uno de los capítulos más oscuros y terribles de la historia del país centroamericano.
Esta es su historia.
Nosotros éramos una familia muy pobre, muy humilde pero muy unida. Vivíamos en (la localidad de) caserío de Flor del Muerto. Mis papás vivían de las artesanías y de la agricultura, y así nos mantenían a dos hermanos y a mí.
Al principio de la guerra no entendíamos qué sucedía, pero después comprendimos que los militares aseguraban que, del río para acá, éramos todos guerrilleros.
Creían que todo niño que nacía o joven que iba creciendo era un futuro guerrillero. Entonces, en vista de eso, iban matando a todos por donde vivíamos.
Ya en 1980 nos mataron a un abuelo y tuvimos que salir de nuestras casas. Pero entre el 6 y 7 de diciembre, entró a nuestra zona el operativo militar llamado “Tierra Arrasada” porque acababan con todo: tierras, animales, personas…
Empezamos a ir de un lado a otro, escondiéndonos en cuevas, sin agua, sin comer, sin nada que calzar… Caminábamos en las noches porque el operativo estaba dispuesto en todos los cerros y nos podían descubrir.
El día 9, mi mamá que estaba embarazada tuvo a su niña en el monte, porque no había dónde. Un día después, no podíamos caminar porque ella apenas se podía mover. Pero el 11 nos tocó huir como pudimos porque el operativo se acercaba.
En ese viaje éramos un grupo grande, como de 50 o 60 personas. Los adultos mayores conocían bien la zona y nos iban guiando.
Llegamos a una casa, pero de madrugada llegaron también los soldados y fue una “disparazón”. Eso tronaba, daba temor. Cuando dejaron de disparar durante un momento, escapamos. La ventaja era que la luna estaba clara y podíamos ver por dónde íbamos.
Ahí muchas familias se separaron porque cada uno corrió para donde pudo. Nosotros perdimos a la abuela, que fue para otro lado. Mis hermanos y mis papás corrimos y cruzamos el río mientras ellos seguían disparando.
Unos 100 metros más arriba nos quedamos, porque ya venía el día y los soldados estaban en un cerro frente a nosotros. Ahí hicimos un grupo de unas 20 personas y nos refugiamos en una cueva del Cerro Ortiz.
En la mañana, una mujer decidió bajar al río para lavar la ropa, y ahí se encontró a los soldados. Corrió para arriba y llorando nos dijo: “hoy sí nos van a matar”.
Un catequista que estaba con nosotros nos pidió que nos acercáramos para empezar a orar. Solo logró sacar la Biblia cuando un soldado apareció, sacó la granada que andaba en el pecho, y la tiró hacia nosotros.
Ahí fue un sueño para nosotros, nos quedamos como dormidos de golpe, es lo que recuerdo. Como a las 6:00 de la tarde, mi papá nos hablaba y nos decía que nos levantáramos. Pero estábamos rodeados de toda la gente que había muerto.
Me levanté, tenía sangre en la cara. Quedé herido de mi ojo, cabeza y brazo. Mi papá no escuchaba apenas y uno de mis hermanos tenía zumbidos en los oídos. Y entonces vi que mi mamá y la niña también habían muerto. Yo no tenía ni 7 años.
Yo no sabía qué hacer. Mi papá nos dijo que teníamos que irnos antes de que volvieran y nos mataran. Nos dijo que nos despidiéramos de nuestra mamá y nuestra hermana. Eso fue muy triste.
Me resulta tremendo recordar cómo estaban, cómo habían quedado las dos. Por muchos años que pasen, no se puede olvidar.
Ahora tengo 47 años y, pese a todo el tiempo que ha pasado, su imagen es el peor recuerdo que tengo de todo lo que viví. Especialmente el de la niña, con solo unos días de haber nacido.
Aunque me muera, nunca me voy a quitar esa imagen de mi mente y de mi corazón, vaya donde vaya. Eso es lo que más me impactó.
Junto a mis dos hermanos, mi papá y yo, sobrevivieron otras dos personas del grupo. Salimos y escapamos.
A los ocho días, aún bajo fuego y con el operativo en la zona, mi papá y otros hombres regresaron a la cueva. Así como estaban los cuerpos tras tantos días, como pudieron y aguantaron, le echaron tierra para cubrirlos.
Allí quedaron todos los restos desde aquel 11 de diciembre de 1981 que fueron muertos.
Unos meses después, nosotros salimos para Honduras. No fue hasta 1989 que regresamos a El Salvador.
Mis hermanos están fuera del país y el resto ya murió. Soy la única persona que puede dar fe en El Salvador de lo que pasó en aquella cueva.
Años más tarde, en 1994, los restos mortales fueron extraídos de la cueva y los trajimos al cementerio, como se merecen.
Los restos fueron exhumados en noviembre de 2019. Nos dijeron que nos los entregarían en seis meses o un año, pero no fue así. Cada año esperábamos enterrarlos en las conmemoraciones anuales de lo que ocurrió, pero tuvimos que esperar demasiado.
Por fin, tras tres días esperando en Medicina Legal, el miércoles pasado nos entregaron los restos de nuestros familiares, nuestras osamentas. Entre ellas, estaban las de mi mamá.
Regresamos a nuestra comunidad de Yancolo y teníamos que velarlos una noche, porque no se podía venir y hacer directamente la sepultura. Son seres humanos como nosotros y merecían una noche de velación. Así lo decidimos los familiares y fueron enterrados el jueves.
Se hizo la conmemoración en presencia de diez ataúdes. También había una cajita que hicimos de simbología por mi hermanita, porque de ella no apareció ningún resto.
Yo estaba esperando este momento con dos sentimientos muy diferentes. Por un lado, el anhelo de que me entregaran los restos, pero a la vez, me preguntaba ¿qué voy a hacer después de que me los den?
Lo que sí tengo claro es que cuando llegué a la casa con los restos, sentí que estaban ahí, que llevaban años conviviendo conmigo.
Pero ahora mismo no me siento bien. Al volver a enterrarlos de nuevo, es como que volvieron a morir de algún modo. Siempre viven conmigo y siempre lo harán.
Ahora que nos los entregaron y enterramos los restos, lo que sigue es que vamos a continuar buscando que haya justicia, que se sepa la verdad y que nunca más se repita una crueldad así. La búsqueda de la justicia es nuestra bandera.
Fueron personas, niños… imagine a mi hermanita de tres días de haber nacido. No se vale, no es justo. Éramos gente civil, no debíamos nada. Solo estábamos en mitad de los dos bandos y así murió gente injustamente.
Claro que a veces uno tiene fases en los que está menos esperanzado de que todo acabe bien. Que duda de si se va a poder o no. Pero todos los familiares creemos que, mientras estemos vivos, queremos que se haga justicia. Nunca nos vamos a rendir mientras estemos con vida.
Lamentablemente, los testigos de la masacre más ancianos van muriendo. También los militares. Sentimos que los gobiernos están extendiendo a propósito el proceso para que vayan falleciendo las personas implicadas.
Pero nosotros vamos a seguir luchando, de eso estoy seguro.
Del gobierno actual y los anteriores hemos sentido falta de voluntad por esclarecer las cosas. Vemos como que no les importa, como que lo que pasó ya es cosa del pasado. Ni gobiernos de izquierda ni de derecha nos ayudaron a solucionar esto.
El gobierno de ahora en turno parece que quisiera borrar esa memoria de la historia, de esos sucesos que pasaron por el conflicto en los años de guerra.
A un mes de que empezara en el cargo, (el presidente, Nayib Bukele) nos reunimos con él y se comprometió a entregar los archivos militares sobre la masacre. Si era necesario, de la A a la Z. Estaba comprometido con ayudarnos.
Pero cuando el juez se los pide, esa entrega no se produce. Y sin ellos, no podemos saber la verdad para hacer justicia. Entonces creemos que juegan con los familiares de las víctimas. No vemos voluntad.
Tampoco este presidente ha acudido a ninguna conmemoración de la masacre, no nos ha acompañado. Lo sentimos aislado y sin darnos apoyo.
Tras más de 40 años, sigue sin haber ni un solo condenado. Y lo más tremendo es que quitaron al juez que llevaba trabajando en ello desde 2016, fue retirado y la jueza nueva está casi como volviendo a empezar todo, revictimizando a los familiares a quienes llama para que vuelvan a repetir todas sus historias otra vez. Es frustrante.
Claro que todo aquello marcó mi vida para siempre. Además de tener que vivir uno con aquello que pasó, también se hace muy duro cuando uno regresa a aquel lugar donde nací y empecé a crecer. Ahora solo ves puro monte, pedazos de teja, madera quemada…
Entonces me viene a la mente que ahí viví, y que ahí podría haber crecido feliz con toda la familia… pero cuando regresé, ya éramos la mitad de la familia y sin nadie que le apoye a uno.
A quienes nos dicen que sería mejor olvidarnos de aquello, que es mejor no reabrir las heridas… yo les respondo que se nota que no sufrieron lo que nosotros, que viven con su familia al completo y que no saben lo que es aguantar hambre o sed.
Esas personas parece que quieren que esta historia se termine y decir que aquí no ha pasado nada… pero nosotros no lo vamos a permitir.
Ojalá que haya justicia y que alguien cumpla por lo que hicieron. El Salvador sería un ejemplo para el mundo, porque lo que ocurrió aquí fueron crímenes de lesa humanidad que no deberían ser perdonados.
Ahora vemos en estos tiempos lo que ocurre en otros países donde hay guerras, y es terrible. Viendo lo que uno pasó en su niñez, no le deseamos a ningún país ni ser humano que pase por lo mismo, porque no es fácil vivir con eso.
Eso queda en la mente de uno, y me moriré con eso. A nadie le deseo una guerra.
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