Los pasajeros entraron en pánico y, temiendo lo peor, fueron a buscar "cinturones salvavidas".
Los editores del periódico Gazeta de Notícias (1875-1942), de Río de Janeiro, no exageraban cuando decían, en la edición del 16 de septiembre de 1918, que el Demerara hizo un “mal viaje”. Cuando zarpó de Liverpool el 15 de agosto de 1918, rumbo a Buenos Aires, el comandante del barco inglés, JGK Cheret, no tenía idea de los contratiempos que enfrentaría en el camino.
Al día siguiente, el 16 de agosto, sufrió el primer susto: alrededor de las 8 de la mañana, el Demerara fue atacado por dos submarinos alemanes, en plena Primera Guerra Mundial.
Uno de ellos incluso disparó un torpedo que, según los periódicos de la época, pasó “a un metro de la proa”.
Los pasajeros entraron en pánico y, temiendo lo peor, fueron a buscar “cinturones salvavidas”, que era lo que se usaba en la época como salvavidas.
Con 562 pasajeros y 170 tripulantes a bordo, el Demerara probablemente se habría hundido allí mismo de no haber sido por la intervención salvadora de un portaaviones inglés y seis torpederos estadounidenses, que derribaron uno de los submarinos y obligaron al otro a retirarse.
El periodista y escritor Wagner G. Barreira explica que esta no fue la primera vez que el barco inglés libró una auténtica batalla naval con submarinos alemanes.
“El Demerara fue el primer buque de la marina mercante británica en hundir un submarino. El capitán fue condecorado, ganó un premio. Pero el barco se convirtió en un objetivo para la armada alemana”, cuenta el periodista.
El abuelo de Wagner, el gallego Bernardo Gutiérrez Barreira, llegó a Brasil en uno de los muchos viajes del Demerara y, casi un siglo después, inspiró a su nieto a crear el protagonista de su primera novela histórica, Demerara (Editora Instante, 2020).
Después del susto inicial, el Demerara continuó su viaje. Era propiedad del Royal Mail, el servicio postal del Reino Unido, y el trasatlántico operaba la ruta Liverpool-Buenos Aires y transportaba, además de pasajeros, mercancías (azúcar, por ejemplo) y correo.
En el viaje de regreso a Europa, llevaba carne y café, entre otras provisiones.
“El movimiento de los barcos, al menos según los registros de la Autoridad Portuaria de Vigo, España, disminuyó mucho durante la guerra. Primero, porque era peligroso cruzar el Atlántico, debido a los submarinos alemanes. Luego, porque los principales países de Europa estaban en guerra y los jóvenes -la masa de inmigrantes- habían sido convocados a las trincheras”, cuenta el periodista.
Después de pasar por Lisboa, el barco cruzó el Atlántico hacia Brasil.
La travesía duró 25 días. El 9 de septiembre, el Demerara atracó en Recife. Fue la primera de cuatro escalas en el litoral brasileño: Recife, Salvador, Río y Santos.
“El Demerara era el barco que traía y llevaba las cartas del frente. En cada puerto donde atracaba, la multitud esperaba ansiosa las noticias de los soldados combatiendo en la Primera Guerra Mundial”, explica la doctora Dilene Raimundo do Nascimento, doctora en Historia Social de la Universidad Federal Fluminense (UFF) e investigadora de historia de las enfermedades de la Fundación Fiocruz.
Con el puerto de Recife en construcción, los pasajeros y sus equipajes, entre otras cargas, debían desembarcar en cestas gigantes levantadas por grúas.
“No hay noticias de cuándo subió a bordo el virus (de la gripe española): si en la parada anterior, en Lisboa, o si el barco ya había salido infectado en Inglaterra”, explica la historiadora Heloísa Murgel Starling, profesora de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) y coautora de A Bailarina da Morte: a Gripe Espanhola no Brasil (Companhia das Letras, 2020), en colaboración con la antropóloga Lilia Moritz Schwarcz.
“De cualquier forma, una vez en suelo brasileño, se propagó fácil y rápidamente, desde Recife a Río de Janeiro, desde la costa al interior, a través de los ferrocarriles”, explica.
De Recife, el Demerara se fue a Salvador, adonde llegó el 11 de septiembre. En el camino, el capitán decidió limpiar la embarcación con creolina. No sirvió de mucho.
En la capital de Bahía se repitió el descuido: pasajeros y tripulantes descendieron a tierra firme sin ser inspeccionados por las autoridades sanitarias.
Dos semanas después, el periódico A Tarde, fundado en 1912, contaba unos “setecientos enfermos” repartidos por todas partes: desde los cuarteles hasta los hospitales y desde las escuelas hasta las iglesias.
“Tanto en Recife como en Salvador, los gobernadores negaron la existencia de la gripe española. Si el barco estaba infectado, tendrían que cerrar los puertos. Para no comprometer la economía local, prefirieron dejar ir al Demerara, como si no pasara nada”, registra Heloísa.
El siguiente destino fue Río de Janeiro. En la bahía de Guanabara, frente a la Isla de las Cobras, ya ondeaba en lo alto de uno de los mástiles una bandera amarilla, signo de que había enfermedad a bordo.
El inspector sanitario del puerto, José María de Figueiredo Ramos, examinó a algunos pasajeros -dos de ellos en estado grave- y constató que el barco estaba infectado.
Aun así, se le permitió atracar al Demerara. Era el 15 de septiembre de 1918. Sólo en la capital de la república desembarcaron 367 pasajeros.
Algunos se quejaron de un ligero resfriado. Otros se quejaron de dolores corporales. Incluso otros con síntomas más graves, como hemorragias por la nariz, boca y oídos, entre otros orificios, tuvieron que ser hospitalizados.
Después de desembarcar, el Demerara continuó su viaje. “Aunque grave, la enfermedad no es contagiosa”, garantizó el inspector. Incorrecto: era, de hecho, altamente contagiosa.
Para entonces, la gripe española ya se había ganado los apodos más insólitos: “flema rusa”, “mal de las trincheras”, “fiebre de los tres días”…
En Río le dieron otro apodo más: “limpia viejos”, porque se creía que el nuevo virus atacaba solo a la población anciana.
“Muchos la describieron como una gripe común”, informa el infectólogo Stefan Cunha Ujvari, autor del libro História das Epidemias (Editora Contexto, 2020). “Nunca imaginaron la mortalidad de todos los grupos etarios”.
Muchas familias dejaban a sus muertos en la acera para que los recogieran las funerarias.
Faltaban camas para atender a tantos pacientes y sepultureros para enterrar tantos cadáveres.
“De un día para otro, todos empezaron a morir. A los primeros se les lloró, se les veló y se les puso flores. Pero cuando la ciudad sintió que era como una plaga, ya nadie lloraba, ni velaba, ni ponía flores. El velorio era un lujo insoportable para los otros difuntos. Fue en 1918. La muerte estaba en el aire y repito: difusa, volátil, atmosférica; todos la respiraban…”, escribió el periodista Nelson Rodrigues (1912-1980) en la edición del 8 de marzo de 1967 del periódico Correio da Manhã.
Después el Demerara se fue a Montevideo, donde atracó el 23 de septiembre.
A bordo, la “bailarina” -como también se le llamaba- siguió cobrando víctimas. En aguas porteñas, el saldo ya era de seis muertos y 22 infectados.
Los periódicos brasileños intentaron alertar a las autoridades de Uruguay. Pero el director de Asistencia Pública de ese país, Horácio González del Solar, no lo escuchó.
“¡Qué exageración!”, señaló.
Cuando llegó a Buenos Aires, el Demerara finalmente fue sometido a una rigurosa inspección.
“Las autoridades argentinas hicieron lo que los brasileños no tuvieron el valor de hacer: asegurar el barco y desinfectarlo”, dice Heloísa Starling.
Al menos cinco personas murieron durante el trayecto: cuatro pasajeros, los portugueses Antonio Teixeira, Germana Moreira Valente, Gracinda Ferreira y Maria dos Anjos, y un tripulante, el español Juan Cajal.
De estos, solo uno fue diagnosticado con influenza.
“El número de enfermos abordo varía mucho según las fuentes. Pero, si imaginas que la tercera clase solía llenarse y el barco es un ambiente confinado, genera aglomeración, puedes adivinar que el virus se propagó”, observa Barreira.
“La primera ola de gripe no fue tan letal como la segunda. Te derribaba, pero no mataba. La segunda fue la que se extendió por todo el mundo, y fue esta la que se embarcó en el Demerara”.
Uno de los primeros periódicos en reportar lo que todos sospechaban fue O Combate, de São Paulo.
En la edición del 27 de septiembre de 1918, se imprimió en la portada: “La ‘española’ ya llegó a Brasil”.
En ese momento, el Demerara ya era conocido con el macabro apodo de “barco de la muerte”.
Se estima que solo en Brasil, la gripe española mató a 35.000 personas. En todo el mundo, la enfermedad habría diezmado, según las estimaciones más conservadoras, a 30 millones de personas, casi cuatro veces la cifra de muertos de la Primera Guerra (1914-1918).
El 10 de octubre de 1918, el entonces director general de Salud Pública, Carlos Seidl (1867-1929), quien era el ministro de Salud de la época, convocó a una rueda de prensa.
Ante médicos y periodistas, minimizó la epidemia, cuestionó las cifras y calificó a los periódicos de “irresponsables” y “sensacionalistas”.
Una semana después, el presidente de la República, Venceslau Brás, (1868-1966) lo llamó al Palacio de Catete -entonces sede del Ejecutivo de Brasil- y lo despidió.
En su lugar asumió el médico Theóphilo de Almeida Torres (1863-1928), quien convocó al sanitario Carlos Chagas (1879-1934) para encabezar un grupo de trabajo contra la gripe española.
Con la esperanza de combatir la enfermedad se probaron los tratamientos más variados: desde pociones autóctonas a base de hierbas hasta un jarabe de aguardiente, limón y miel que, dicen, no mitigó el problema, pero, a cambio, dio lugar a la caipirinha.
El Demerara hizo su último viaje a fines de la década de 1930.
El barco inglés que, según los historiadores, trajo la gripe española a Brasil en 1918 no fue la única embarcación que recibió el nombre del azúcar originario de Guyana.
En 1872, uno se fue a pique en su primer viaje. Otro se hundió con menos de un mes de uso.
“Encontré otro Demerara, un velero, con tan mala la mala suerte que se veía en apuros en cada viaje y terminó naufragando”, relata Barreira.