El calor es extenuante. A mi alrededor solo hay tierra, arena y un par de aves carroñeras que dan vueltas en el aire en busca de animales muertos. El silencio es desolador.
Son las 11 de la mañana de un lunes de diciembre. Estoy en el inmenso desierto de Atacama, en el norte de Chile, a la altura de la ciudad de Iquique, ubicada a 1.800 kilómetros de la capital, Santiago.
A unos pocos metros, puedo divisar una enorme montaña. Nos acercamos poco a poco por un camino improvisado y sin huellas.
La imagen se hace cada vez más nítida. Zapatillas, camisetas, abrigos, vestidos, gorros, trajes de baño e, incluso, guantes de nieve forman este sorprendente macizo.
Son prendas abandonadas inexplicablemente en pleno desierto; ropa usada que fue desechada por Estados Unidos, Europa o Asia y que es enviada a este país sudamericano para su reventa.
Pero de las 59.000 toneladas que se importan cada año, gran parte de ellas —se calcula que alrededor de 40.000— no se vende y termina en basurales clandestinos.
La mayoría de ellos ubicados a las afueras de Alto Hospicio, una comuna con altos niveles de pobreza y vulnerabilidad.
En noviembre, imágenes de estos vertederos dieron la vuelta al mundo. En BBC quisimos ir hasta allá para averiguar en profundidad qué está pasando.
Aquí te lo contamos.
Camiones cargados con fardos de ropa usada entran y salen de la Zona Franca de Iquique, más conocida como “Zofri”.
Este paraíso de las compras alberga un inmenso parque industrial donde operan más de 1.000 empresas que transan sus productos exentos de impuestos.
Su lugar estratégico en el norte de Chile —y a pocos kilómetros del puerto de Iquique— lo convierte en un importante centro comercial para otros países latinoamericanos, como Argentina, Brasil, Perú y Bolivia.
Aquí hay instaladas al menos 50 importadoras que diariamente reciben decenas de toneladas de prendas de segunda mano que luego distribuyen a lo largo de Chile para su venta.
El negocio es inmenso y completamente legal. De acuerdo con el Observatorio de Complejidad Económica (OEC), una plataforma que lleva el registro de diversas actividades económicas en el mundo, Chile es el mayor importador de ropa usada de Sudamérica, siendo el receptor de más del 90% de dicha mercancía en la región.
Los propietarios de las importadoras tienen distintas nacionalidades; algunos vienen de países tan lejanos como Pakistán.
Con un español algo precario, varios de ellos declinan darnos entrevistas pues se rehúsan a hablar de los desechos textiles. “Nadie quiere hacerse responsable”, nos dice uno de los importadores al excusarse.
Pero tras varios intentos fallidos, la fundadora de PakChile, Paola Laiseca, se anima a explicarle a BBC Mundo cómo funciona el negocio.
“Nosotros traemos ropa de Estados Unidos pero también llega de Europa”, dice sentada en la oficina de su inmenso galpón, donde se acumulan varios fardos de prendas de segunda mano.
La mayoría de esta ropa ha sido previamente donada a organizaciones benéficas en países desarrollados. Mucha de ella se revende en tiendas de caridad o se entregan a personas necesitadas.
Pero la que no se vende o dona en esos países (a veces porque está dañada) termina siendo enviada a otros países como Chile, India o Ghana.
Laiseca explica que al puerto de Iquique llegan prendas de distinta calidad.
“La ropa usada viene en bolsas y nosotros acá hacemos una selección, en la cual se saca un fardo de primera (categoría), de segunda y también fardo de tercera”.
“En la primera se entiende que va la mejor prenda, sin detalles, sin manchas, impecable. En la segunda, puede ir una prenda sucia, descosida (…). La de tercera sí es un producto más deteriorado”, explica.
Aunque la empresaria asegura que esas prendas de tercera categoría también se venden (y que ella no se deshace de más del 1% de lo que importa), las autoridades locales consultadas por BBC Mundo señalaron que gran parte termina en basurales clandestinos.
“Se sabe que al menos un 60% (de lo que se importa) es residuo o descartable y eso es lo que viene a dar a los cerros”, señala Edgard Ortega, encargado de medioambiente de la municipalidad de Alto Hospicio.
En Chile está prohibido arrojar los desechos textiles en los vertederos legales pues genera inestabilidad en los suelos. Así, no hay dónde dejar lo que no se comercializa.
Laiseca reconoce que hay personas a las cuales se les paga para que se deshagan de la ropa que no venden.
“Aquí hay gente que se dedica, uno le paga, y viene, recoge su fardito, se lo lleva, y hay mucha gente que eso lo recicla, lo vende en la feria, y me imagino que lo botarán”, afirma.
De acuerdo con Patricio Ferreira, alcalde de la comuna de Alto Hospicio, los importadores de la zona franca “contratan fleteros, o un camión recolector, y les pagan para que vayan a botar a cualquier parte”.
Carmen García, una mujer proveniente de la pequeña ciudad de Colchane, le compra ropa a los importadores de la Zona Franca para luego revenderla en la inmensa feria La Quebradilla, en Alto Hospicio. Marcas como H&M, Pepe Jeans, Wrangler o Nike están entre sus ofertas.
Los precios son increíblemente bajos: por menos de un dólar se pueden adquirir todo tipo de camisetas o pantalones.
“Todo lo que ves aquí viene de la Zofri”, dice, mostrando su tienda con una veintena de canastos llenos de ropa.
García explica que compra por bolsas, sin tener la seguridad de lo que hay adentro.
“Si tienes suerte, te sale todo lindo. Pero hay momentos en los que inviertes y se va todo a la basura”, afirma.
Al consultarle dónde arroja esa ropa, la vendedora afirma que se la regala a personas de escasos recursos, sin dar más detalles.
La industria de la moda es una de las más contaminantes del mundo, después del petróleo.
De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas (ONU), es responsable del 8% de los gases de efecto invernadero y del 20% de desperdicio total de agua a nivel global.
Y es que solo para producir unos jeans se necesitan 7.500 litros de agua.
Además, actualmente gran parte de la ropa está hecha de poliéster, un tipo de resina plástica que se obtiene del petróleo, y que tiene grandes ventajas frente al algodón: es muy económico, pesa poco, se seca rápido y no se arruga.
El problema es que demora más de 200 años en desintegrarse, mientras que el algodón aproximadamente 30 meses.
Y aquí, en el desierto de Atacama, la mayoría de las prendas están hechas, justamente, de poliéster. Camisetas deportivas, trajes de baño o shorts lucen como nuevos aunque probablemente llevan meses —o años— en estas montañas.
Pero, con el paso del tiempo, estas prendas se empezarán a desgastar liberando microplásticos que se dispersan en la atmósfera, afectando gravemente la fauna de la zona y el mar.
Otra de las cosas que preocupa a las autoridades locales son los incendios que anualmente se producen en estos basurales clandestinos.
“Como no tiene una disposición legal, la única solución es quemarla (la ropa). Y la polución del humo es un gran problema”, explica Edgard Ortega. “Esta ropa nos genera un incendio anual de grandes proporciones, que duran entre 2 y 10 días”, agrega.
De acuerdo con el departamento de medioambiente de la región de Tarapacá, el humo puede generar enfermedades cardiorrespiratorias entre los habitantes que viven alrededor, la mayoría de ellos inmigrantes ilegales que se instalan en casas improvisadas y en mal estado.
“Hay poblaciones que viven dentro de este basural, ellos están inhalando directamente estos gases que se producen, se pueden generar enfermedades cardiorrespiratorias”, dice Gerson Ramos, encargado de residuos de la secretaria regional del medioambiente.
Estando en los basurales, es común encontrarse con inmigrantes que escarban entre la ropa para conseguir algo para vestirse o ganar unas monedas con su reventa.
“Como no pueden laborar formalmente buscan ropa en estos macrobasurales y las venden a mínimo costo. Y eso nos genera un problema porque la basura se dispersa aún más”, cuenta Ortega.
“La gente pobre paga los platos rotos por este modelo de negocio del que nadie se quiere hacer cargo”, agrega.
El problema de la ropa en el desierto de Atacama no es nuevo.
Hace al menos 15 años que los desechos textiles se vienen acumulando en este icónico lugar aunque ahora su proporción es mucho mayor, afectando un total de 300 hectáreas, según la secretaría del medioambiente de la región de Tarapacá.
La solución, sin embargo, no es sencilla.
Por el momento, hay dos planes en marcha: un programa de erradicación de los basurales clandestinos y la incorporación de la ropa usada en la Ley de Responsabilidad Extendida del Productor (REP), que establece una obligación a las compañías que importan a hacerse cargo de sus residuos.
Sin embargo, aún faltan pasos importantes para que ambos planes se hagan realidad: en el caso del primero, todavía debe ser aprobado por el gobernador regional, y en el caso del segundo, aún debe elaborarse un decreto que establecerá esa obligación.
“No es fácil conciliar tantos intereses para poder hacer una solución tajante, como prohibir el ingreso de la ropa usada, eso no es factible”, dice Moyra Rojas, secretaria regional del medioambiente de la región de Tarapacá.
Además, la falta de fiscalización y control en el área hace que sea muy fácil arrojar la ropa en vertederos ilegales.
“Alto Hospicio es una comuna vulnerable, que tiene un presupuesto muy bajo. No podemos contratar a más fiscalizadores, no nos dan los recursos”, explica Ortega.
Ante la falta real de soluciones —y el aumento indiscriminado de la llamada “moda rápida”—, la ropa se sigue acumulando en este inhóspito desierto todos los días.
Desgastados muñecos y juegos infantiles escondidos entre las montañas del desierto evidencian el paso del tiempo y, de alguna forma, el abandono de una zona alejada de los países desarrollados desde donde viene mucha de la ropa que está tirada aquí.
“Nadie quiere vivir en un basurero”, dice Ferreira.
“Y lamentablemente hemos transformado nuestra ciudad en el basurero del mundo”, concluye.