Tener pies fue siempre la ilusión de Jaime Carvajalino, un joven de 28 años nacido en El Zulia, un rezagado municipio arrocero de 30.000 habitantes del centro oriente de Colombia.
Tener pies fue siempre la ilusión de Jaime Carvajalino, un joven de 28 años nacido en El Zulia, un rezagado municipio arrocero de 30.000 habitantes del centro oriente de Colombia.
Allí, según el Departamento Nacional de Estadística, el 41% de la población sufre pobreza multidimensional, el internet de alta velocidad llega al 0,7% del territorio, solo el 5% de la gente tiene un empleo formal, y el 40% es rural. Jaime hace parte de esas cifras.
Vive a 20 minutos en carro de la cabecera municipal, sobre la carretera, en una humilde casa de cuatro paredes y 15 metros cuadrados que él mismo construyó para establecerse con Yurley, su compañera desde que tenía 15 años y, sus dos hijos: Stiven y Lucía, de 5 y 2 años, respectivamente. No conoce lo que es el trabajo formal; mucho menos uno bien remunerado.
Se baña, lava sus enseres y bebe de una fuente de agua no potable. Y ha estado toda su vida sometido a la pobreza y la discriminación.
La forma en que Jaime perdió los pies parece sacada de un cuento de terror: cuando tenía apenas tres meses, un cerdo casi lo devoró.
Ese día su madre había salido al pueblo a cobrar una madera, y, horas después, su padre partió hacia una vereda cercana a comprar un becerro. Dejó a Jaime al cuidado de tres hermanos —de 11, 9 y 7 años—, y les recomendó que estuvieran pendientes de una ahuyama y un maíz que recién habían sembrado.
De repente, cuentan los hermanos de Jaime, cuando estaban distraídos con el cultivo, oyeron el llanto del bebé y el de un cerdo.
Corrieron al cuarto y se encontraron con una escena dantesca: el animal tenía al niño en la boca. Le mordía los pies insistentemente y, poco a poco, lo arrastraba hacia la marranera.
Cuando se percató de la presencia de los niños, el cerdo comenzó a perseguirlos con el bebé en la boca.
El mayor le daba golpes con un palo para que lo soltara. En uno de esos intentos, logró herir al animal y éste soltó a Jaime para lamerse la herida.
El chico de 11 años agarró al bebé y se lo pasó al otro hermano que ya estaba trepado en un árbol para ponerlo a salvo. Eran las 3 o 4 de la tarde.
Después lo llevó al riachuelo más cercano y le lavó los pies.
Los restregó con arena, dice él, “para limpiarlos”, regresó al cuarto donde comenzó el ataque, lo arropó en una sábana y lo dejó en la cama.
Hacia las 8 de la noche, los padres volvieron, y la madre fue la primera en enterarse de lo sucedido.
“Los niños me dijeron que el cerdo lo había mordido poquitico, pero cuando lo cargué ardía en fiebre y no paraba de llorar; lo desarropé, prendí una mechera para ver (porque no teníamos luz), y comencé a llorar”, cuenta.
Por fuera, los pies estaban completos aunque hinchados y amoratados, pero por dentro todo se sentía destruido.
En cuanto los vio, el padre de Jaime perdió los cabales y comenzó a gritar desesperado.
Caminaron cerca de hora y media por una trocha empantanada para llegar a la carretera más cercana, y en vista de que ningún carro paraba a auxiliarlos, se atravesaron en la vía para llamar la atención de los conductores.
Llegaron al puesto de salud del municipio hacia la medianoche y, de ahí, por la gravedad de las heridas, los doctores remitieron a Jaime rápidamente al hospital de Cúcuta, la ciudad más cercana.
Entró a cirugía hacia las 2am, y, cuando salió, no tenía pies.
De ahí en adelante su vida ha sido una mezcla entre resiliencia y frustración.
Cuando tenía nueve meses, el hospital de Cúcuta le regaló las primeras prótesis. Valían el equivalente a US$70 de la época (1995) y las usó muy poco.
“No le gustaban, prefería andar sobre los muñones ayudado de un par de estacas de madera que uno de sus hermanos le dio para sostenerse. Así aprendió a caminar“, cuenta su madre.
Crecer sin pies fue “una tortura”.
En la escuela tenía compañeros que lo llamaban “el mocho” —un apelativo usado en Latinoamérica para llamar peyorativamente a un amputado— y se burlaban a diario de la apariencia de sus muñones.
Por eso, solo estudió hasta tercer grado.
“Un día me cansé de un compañero y me agarré con él a golpes; cuando mi papá se enteró, me dijo que él no me mandaba a la escuela a pelear y me dejó en la casa pastoreando un ganado a la orilla del río. Fue la última vez que estudié“, cuenta Jaime.
Igual que con la escuela, Jaime tampoco se adaptó fácilmente a las prótesis.
Los médicos le amputaron las piernas a dos alturas diferentes.
En la derecha conserva el tobillo, que con el tiempo se tornó una especie de pie: luce abultado a los lados y plano por debajo (similar al casco de un caballo), y le da la estabilidad necesaria para apoyarse.
La izquierda no llega ni al tobillo y la pantorrilla, al no haber desarrollado músculo, es tan delgada como el hueso.
En vista de que ninguna prótesis se ajustaba bien a sus muñones, Jaime fabricó a los 12 años unas prótesis artesanales con envases plásticos.
La primera que hizo fue solo para la pierna izquierda: tomó un vaso que su madre le había regalado a su padre, lo rellenó con calcetines y encajó el muñón.
Luego fue perfeccionando la técnica hasta llegar a “los potes” (como él los bautizó): dos envases del veneno que se utiliza en los campos de arroz, cortados a dos alturas diferentes, y soportados en el tacón de las botas de caucho que sus hermanos iban dejando.
Como sus muñones, cada pote tiene su anatomía.
El derecho va cortado a ras con el tobillo y lleva una abertura de unos siete centímetros de diámetro, de tal forma que el abultamiento salga por ahí, mientras que el izquierdo se asemeja más a un tubo.
Le llega más o menos a mitad de caña, y, para usarlo, Jaime lo rellena con trapos, medias, y toallas femeninas en el fondo para acolchar la superficie sobre la que apoya el muñón.
Luego, recubre su delgada pantorrilla con una bolsa plástica grande -la que mensualmente recibe por parte del Estado con mercado para alimentar a su hija de 2 años-, y lo introduce en el tubo, de tal forma que encaje y no se salga al caminar.
Con el tiempo esta alternativa le empezó a pasar factura.
Por los trabajos pesados que hace —cargar bultos, sembrar cultivos, construir canales de riego, deshierbar, entre otros— los muñones sufren mucho dentro de los potes.
Especialmente el derecho, cuya planta suele abrirse tras una jornada larga, y Jaime, como todo un cirujano, se sutura a sí mismo con hilo y aguja de costura; sin analgésicos ni, mucho menos, anestesia.
El izquierdo suele adormecérsele luego de varias horas de trabajo y, cuando permanece sumergido en el río, su piel acaba quemada por el roce de la bolsa plástica.
¿El remedio? Un relajante muscular de sensación fría que un hermano consiguió en un pueblo cercano y que “le distrae el dolor”.
Para paliar un poco esa situación, fabricó otro tipo de prótesis; unas “más guerreras”.
Son botas de caucho reutilizadas, a las que les introduce el socket de una antigua prótesis (la funda espumosa que aloja y conecta el muñón con el resto de la pieza) y un pedazo de tubo para poder encajar cada muñón con la ayuda de varias medias, toallas femeninas y bolsas plásticas.
A pesar del dolor, Jaime corre, camina, juega fútbol y monta bicicleta con los potes. Ha sabido adaptar su vida a ellos y pareciera no necesitar prótesis.
Las veces en las que el dolor en los muñones ha sido insoportable, ha buscado empleos que no impliquen esfuerzo físico, pero la respuesta siempre ha sido la misma: “Me dicen que es peligroso que me caiga trabajando y que no quieren demandas”.
En 2018 le surgió una motivación mucho más fuerte para dejar los potes.
Stiven entraba a estudiar y Jaime no quería llevarlo a la escuela con ellos puestos y someterlo al “matoneo” que él mismo sufrió de niño y que acabó dejándolo casi analfabeto y condenado a la pobreza.
Su historia llegó a oídos de la Fundación CIREC, encargada de rehabilitar personas amputadas en Bogotá, y en septiembre de ese año viajó a la capital para cumplir su sueño: llevar a Stiven a la escuela sin los potes.
El 21 de septiembre llegó a Bogotá tras 12 horas en bus. Traía puesta una pantaloneta de jean, y así permaneció toda su estadía a pesar del frío que puede llegar a hacer (unos 8 grados centígrados), pues con los potes es imposible usar un pantalón completo: se enredaban y es difícil manejarlos.
En la tarde tuvo la cita médica. Lo evaluaron durante una hora y esa misma noche regresó a Cúcuta.
Quedaron de llamarlo a finales de noviembre para continuar el proceso, y acabó regresando al CIREC en diciembre para probarse los moldes, ilusionado por recibir el 2019 en casa y con pies.
Jaime nunca se imaginó ir a la capital del país, y mucho menos para conseguir los pies que nunca tuvo.
El Zulia queda a 570 kilómetros de distancia. Es un municipio de sexta categoría (los menos poblados y con menos ingresos de Colombia), que, por su cercanía geográfica con El Catatumbo, una de las regiones más violentas del país, ha tenido presencia de la guerrilla del ELN.
En su pueblo, la gente sobrevive a 35 grados de temperatura cultivando arroz, criando peces, o teniendo ganado. Hay paros armados con cierta regularidad, y los edificios, el tráfico y el ruido ensordecedor de una metrópolis es algo que los pobladores solo conocen a través de las noticias.
En Bogotá, Jaime vio por primera vez una película en cine, fue de compras, conoció la ciclovía (el programa que restringe el flujo vehicular los domingos en algunas vías principales para que los amantes de la bicicleta transiten), y durante los más de 30 días que estuvo, no hizo otra cosa que imaginarse su vida allí.
Con un trabajo normal, que le implicara menos sufrimiento, y donde, sobre todo, pudiera superarse.
Luego de tres citas y habiendo pasado año nuevo lejos de su familia en el albergue donde se hospedó durante el tratamiento, los pies nuevos estaban listos.
Unas prótesis valoradas en US$4.000, tipo SYME bilateral, con sockets en fibra de carbono y resina acrílica, prácticamente indestructibles, le cambiarían la vida para siempre.
Celebró una vez se puso el socket de la pierna izquierda y comprobó que ya podría usar pantalón completo (la bota entraba).
En cuanto se midió la otra y logró levantarse de la silla, soltó un sorprendido: “Uy, qué altura”.
Las prótesis, además de darle la comodidad y la movilidad de las que tanto había adolecido, le regalaron cinco centímetros de estatura.
Erguido y listo para caminar, dio los primeros pasos sin flaquear, pese a que hacía ocho años no se paraba en unas prótesis.
Al principio Jaime caminaba robotizado, no sabía qué hacer con los brazos y, especialmente, con los hombros.
Pero al cabo de 40 minutos de entrenamiento con el fisioterapeuta, lo logró: lucía como alguien que siempre ha tenido pies.
Unas zapatillas deportivas negras con cámara de aire, que él mismo escogió en una tienda días antes, fueron los primeros zapatos de su nueva vida. Esos que acompañarían los jeans entubados que ahora se moría por vestir.
Su nueva vida estaba comenzando y ahora solo le faltaba algo: un trabajo acorde a ella.
Los últimos dos años para Jaime no han sido como esperaba.
Pasó de ser “el mocho” del pueblo, a ser Jaime, a secas, y pudo llevar a Stiven a la escuela sin que los compañeritos se burlaran de él.
Pero la búsqueda de trabajo ha sido infructuosa.
Sigue haciendo labores pesadas —cargando bultos, salando cueros de res, cargando madera por el río: oficios con los que puede llegar a ganar máximo US$6 al día—, y las prótesis se deterioraron.
Hace seis meses tuvo que enviarlas por segunda vez a Bogotá para repararlas y, por falta de dinero, no ha podido hacerlo. Desde entonces anda en potes.
Hace dos semanas hablamos por teléfono. Lleva casi un mes fuera de casa, trabajando en una finca, cargando troncos de madera por el río.
En las noches, el dolor en los muñones no lo deja dormir. Los sumerge en agua caliente para desinflamarlos, pero una vez ésta entra en contacto con la piel, le arde tanto que siente que se despelleja.
Todavía hay esperanza: en abril comienza la construcción de un puente sobre la vía que lleva a su casa. Un trabajo al que podría aplicar si tuviera las prótesis reparadas y que mejoraría abismalmente su calidad de vida.