Las autoridades en Sao Paulo estiman que este año unas 34 mil personas están durmiendo a la intemperie en las calles, aunque los cálculos de la Universidad Federal de Minas Gerais colocan la cifra en casi 50 mil.
El minhocão es uno de los puntos de referencia más reconocidos en la ciudad de Sao Paulo, Brasil. Se trata de una avenida elevada que atraviesa el centro de la enorme metrópolis, culebreando entre una apretada aglomeración de edificios de apartamentos para conectar el sector oriental con el occidental.
El nombre oficial de la avenida es el Elevado Presidente João Goulart. Pero los residentes prefieren llamarla por su apodo, el minhocão, aludiendo a un gigantesco gusano que se arrastra por las selvas de Sudamérica.
Al mismo tiempo que domina la ciudad con su impresionante tamaño, el minhocão también es el lugar de refugio de un creciente número de personas.
Debajo de las calles elevadas, se ven cada vez más carpas armadas por familias sin techo, expulsadas de sus hogares por el alza de arriendos y teniendo que dormir a la intemperie.
Muchos otros tienen que abrigarse con las mantas que les entrega la municipalidad.
Y cada día se vuelve más difícil con la llegada del invierno.
Las autoridades en Sao Paulo estiman que este año unas 34.000 personas están durmiendo a la intemperie en las calles, aunque los cálculos de la Universidad Federal de Minas Gerais colocan la cifra en casi 50.000.
La población sin techo se ha disparado en más de 31% desde la pandemia, y el número de familias en las calles se ha elevado 111% en el mismo período, según la municipalidad.
Frente a esta creciente cantidad de personas que necesitan ayuda, las estrategias tradicionales como los comedores de beneficencia y los refugios se están quedando cortas.
Así que este año, las autoridades de la ciudad idearon una nueva solución temporal: las “microcasas”.
La primera aldea de microcasas se construyó cerca de la ribera del río Tiete, en el vecindario de Canindé.
En este lugar -sede de una de las favelas originales de Sao Paulo- están albergadas unas 20 familias, cada una viviendo en pequeñas cajas, parecidas a los contenedores de barcos de carga, que miden 18 metros cuadrados.
Una plaza en el medio con un parque infantil le da a la zona un ambiente comunal. Los niños juegan mientas sus padres los miran sentados en bancos.
El objetivo es construir un total de 1.000 casitas de estas en diferentes lugares de la ciudad para finales de año, que albergarían unas 4.000 personas.
“Es una manera de cuidar del pueblo basada en el reconocido concepto internacional Housing First [Vivienda Primero], ofreciendo vivienda como el primer paso para ayudarles a volver a levantar cabeza”, explica Carlos Bezerra Junior, secretario de bienestar del Ayuntamiento de la Ciudad de Sao Paulo, que está encargado del proyecto.
Daniela Martins, de 30 años, me da un tour de su microcasa.
En el espacio hay una cama doble que comparte con su esposo, Rafael, de 32 años, y su hija Sofía, de 4. Contra la pared opuesta, hay una cuna para Henri, su bebé de 3 meses.
La cocina en la esquina tiene una pequeña estufa, un lavaplatos y una nevera. Al lado hay un pequeño baño.
La familia quedó golpeada fuertemente por la pandemia de covid-19. Rafael perdió su empleo como asistente de ventas y el trabajo que Daniela hacía de limpieza se acabó.
Vivieron en un refugio durante ocho meses antes de que se les presentara esta oportunidad.
“Este es un lugar desde donde intentamos volver a vivir en sociedad, de ser humanos otra vez, ¿sabes?”, comenta Rafael.
“Simplemente queremos una vida normal; tantos empleadores creen que las personas que viven en un refugio son malas”.
El estigma que acarrea perder el hogar hace mucho más difícil la recuperación, opinan los expertos de las organizaciones de ayuda.
“Tradicionalmente, los que viven en las calles son mayoritariamente hombres con algún tipo de problemas mentales y dificultades familiares”, señala Raquel Rolnik, profesora de la Facultad de Arquitectura y Planeación Urbana de la Universidad de Sao Paulo.
“Ahora estamos hablando de familias enteras viviendo en la calle. Así que, claramente, el asunto de la vivienda, la idea que la administración de la ciudad está movilizando para abordar el tema, es una buena noticia”.
Sin embargo, advierte que las microcasas no son la solución perfecta.
“Hay mucha crítica sobre el formato, la concentración de pequeñitas casas agrupadas juntas en un mismo lugar, formando guetos”, indica.
Ella critica la falta de planeación urbana y cree que se podría hacer mejor uso de las estructuras existentes, muchas abandonadas, que se pueden volver habitables también.
Brasil es un país tristemente famoso por la desigualdad social y las inmensas favelas. Pero aun estos espacios menos deseables, de grandes áreas con casas improvisadas construidas por ocupantes invasores, se han vuelto demasiado caros para muchos.
“Por supuesto son gratis para los primeros que llegan, pero no para los segundos, ni los terceros ni los décimos”, dice Raquel Rolnik.
“También están basados en actividades comerciales, una actividad que provee lo que no suple el mercado formal. Y esto sucede en el contexto de una total ausencia de una política de vivienda”.
La mayor favela de Sao Paulo es Paraisópolis (Ciudad Paraíso), un nombre que la residente Eliane Carmo da Silva, que vive en un estrecho cuarto con moho en las paredes, encuentra irónico.
Su casa queda en un pequeño callejón que desemboca en la carretera principal, en una planta baja con por lo menos dos pisos más construidos informalmente encima.
Elaine y su esposo pagan el equivalente a US$73 al mes por un espacio donde apenas caben una cama doble, una cocineta y una nevera.
Es más de lo que pueden pagar en la actualidad. Su nieta, Rennylly Victoria, sufre de una afección cardíaca y lo poco que ganan se va en el medicamento que la mantiene con vida.
Aunque el dueño es considerado, se les está volviendo cada vez más difícil arreglárselas, así reciban comida y asistencia de organizaciones benéficas locales.
“Este mes tuvimos que usar un poco del dinero de arriendo para comprar sus medicamentos”, expresó Eliane, añadiendo: “Nunca la dejaré morir”.
Y tampoco dejará morir sus ambiciones. “En este momento, pagar el arriendo significa que no llegamos a fin de mes. Sin donaciones, las cosas serían increíblemente difíciles”, dice.
“Mi sueño es tener mi propia casa, por supuesto, trabajar para ganar dinero y seguir perseverando”.