Autoridades ecuatorianas revelan el modo de operar de las bandas de piratas, mientras enfrentan un alarmante incremento de violencia que deja unos 17 muertos al día.
El pescador Andrés Villao planeaba tomarse el día libre el pasado 31 de diciembre para celebrar en familia su 40 cumpleaños.
Por eso, me cuenta su hermano Evaristo, el día anterior ambos salieron de buen humor a pescar cangrejos, el oficio que heredaron de sus padres y que legarán a la siguiente generación en su aldea natal de San Lorenzo, en el Golfo de Guayaquil, en Ecuador.
Pero ese fatídico 30 de diciembre les cortó el paso un grupo de piratas armados con pistolas y rifles. Les ordenaron que lo dejaran todo y se lanzaran al agua.
Evaristo obedeció, pero Andrés no quiso bajarse de la canoa.
Lo mataron de varios disparos antes de llevarse las capturas del día, sus pertenencias y el motor de la embarcación. Por unas horas, el pescador no llegó a celebrar los 40 con su esposa y sus cuatro hijos.
“Aún no pueden velar a pescador asesinado en el Golfo de Guayaquil”.
Este titular del 3 de enero en el diario local Extra es el único testimonio en la red del suceso, uno más en la imparable oleada de violencia criminal que sufre Ecuador y que se ha extendido desde los barrios marginales de las ciudades a las áreas más recónditas de los manglares.
Partimos a primera hora de la mañana del muelle de Caraguay, en el sur de Guayaquil, y navegamos en canoa por las aguas que bajan teñidas de lodo desde el río Guayas para desembocar en el Pacífico.
El paisaje, a izquierda y derecha, no varía: kilómetros y kilómetros de bosques acuáticos que se extienden y ramifican más allá de donde llega la vista. Son los pulmones de la costa ecuatoriana: los manglares.
Sobre las aguas marrones transitan las largas canoas motorizadas típicas de la región con los frutos del mar de la zona, desde cangrejos y tilapias hasta los codiciados camarones, el mayor activo pesquero de Ecuador.
Vemos una barca a la deriva, sin remos ni motor, que parece abandonada.
“Así dejaron la canoa de Evaristo y Andrés“, comenta el pescador local que pilota nuestra lancha, y que es primo de los hermanos asaltados en diciembre.
Le pido que me lleve a San Lorenzo, la pequeña comuna entre manglares donde conviven más de treinta familias de cangrejeros, entre ellas los Villao.
Desembarcamos en aguas movedizas de lodo, camino sobre una estructura de tablones suspendidos para acceder a la aldea y allí encuentro a Evaristo, que espera a que baje la marea para salir en busca de cangrejos.
“Los piratas me mataron a mi hermano”, me dice cabizbajo.
“Estábamos pescando y llegaron seis en una barca. Nos dijeron, ‘no se muevan y tírense al agua’. Pero mi hermano no se quiso dejar robar y ahí en la popa de la canoa le pegaron un tiro, lo tiraron al agua y quedó fondeado“, relata.
Las autoridades tardaron dos días en recoger el cuerpo de Andrés y llevarlo a la morgue, según informaba el diario Extra.
Los cangrejeros de San Lorenzo aseguran estar cada vez más acostumbrados a este tipo de sucesos.
“Aquí ha habido varios asaltos últimamente, está lleno de piratas. Se llevan nuestras canoas”, protesta Evaristo.
Y su primo, Carlos Villao, añade: “Si los piratas te siguen no puedes escapar porque tienen motores más grandes. Te tiran bala y tienes que plantar“.
El típico asalto es así: entre 5 y 10 hombres encapuchados y con armas de fuego se acercan en una lancha rápida, amenazan a la tripulación y les roban todo, desde la pesca del día hasta sus teléfonos móviles y el motor de la embarcación.
Pero, ¿quiénes son estos piratas, de dónde surgieron y qué se hace para combatirlos?
Ecuador es el país de América Latina donde más ha aumentado la violencia en lo que llevamos de década, según datos oficiales, con cifras alarmantes que casi se duplican cada año.
La tendencia continúa imparable en 2023 con 1.400 homicidios en los primeros tres meses, más de 17 por día en promedio y un 66% más que el mismo período del año anterior, según información de la policía ecuatoriana.
Una de cada tres muertes violentas se produce en Guayaquil y sus alrededores, incluidos ríos, costas y manglares.
El perfil del pirata ecuatoriano, describen las autoridades, es el mismo que el del delincuente promedio: joven de entre 16 y 25 años de un barrio marginal, en muchos casos afiliado a grupos mafiosos locales.
Pregunto sobre el origen de este fenómeno al contralmirante Pablo Caicedo, director nacional de Espacios Acuáticos (Dirnea), el brazo de la Armada a cargo de la seguridad en los mares y ríos de Ecuador.
Me explica que en los últimos 5 años, mientras el país se consolidaba como puente del tráfico internacional de cocaína, muchos jóvenes de barrios pobres optaron por el “dinero fácil” de la droga y la violencia, afiliándose a las mafias existentes o creando nuevas bandas.
“Empezaron a extorsionar a comerciantes, a servidores públicos y trabajadores, hasta vendedores ambulantes, y luego pasaron a asaltar a los pescadores y cangrejeros en el golfo de Guayaquil”.
“Llevaron el crimen en tierra también al agua“, resume.
Pero los piratas no solo hacen la vida imposible a los pescadores artesanales.
También están poniendo en jaque a la industria del camarón, la segunda mayor del país después de la petrolera, con unos US$6.600 millones anuales en exportaciones y que abarca más de un 5% del PIB nacional.
Dejamos atrás los manglares y nos desplazamos una hora por carretera para llegar al sector Churute, unos 45 kilómetros al sureste de Guayaquil, donde me encuentro con el camaronero Víctor Vergara.
“Me llamó la policía de madrugada, yo estaba fuera. Se habían metido en mi granja. Dejaron al guardia malherido y se llevaron todo“, lamenta.
Este pequeño empresario (produce unos US$200.000 brutos anuales en 14 hectáreas) asegura que todos los camaroneros de la zona están atemorizados.
“Te envían mensajes por medio de otras personas diciéndote que, si demandas o avisas a la policía, te van a matar“, afirma.
Aun así, algunos denuncian. En los primeros 100 días de 2023 se reportaron más de 30 ataques al sector camaronero con 29 heridos, el doble que en el mismo período del año pasado, según la Cámara Nacional de Acuacultura (CNA).
“Ya la gente tiene temor de trabajar en camaroneras, porque el índice delictivo es tal que los asaltan hasta por robarles un celular”, me asegura José Antonio Camposano, presidente de la CNA, que representa a los productores de camarón, sobre la ola de delincuencia que les afecta.
La inseguridad afecta especialmente a los pequeños productores: “como les roban su capital de trabajo, les impiden recuperarse al ciclo siguiente y entran en un círculo de endeudamiento”.
En las compañías más grandes, agentes armados custodian las piscinas y los barcos de transporte, pero ni siquiera eso las salva de sufrir asaltos y robos.
El sector estimó pérdidas de unos US$200 millones por la delincuencia solo el año pasado, a las que se sumaría al menos un 25% más que no se reportan, según cálculos de los acuicultores.
La espiral de violencia que vive Ecuador ha contaminado la convivencia en los ríos, costas y manglares del sureste del país.
“Aquí nadie se fía de nadie”, me dicen varias personas en Churute, una zona selvática donde las piscinas de camarones se intercalan con fértiles bosques y manglares que dan sustento a miles de familias de pescadores tradicionales.
Estos y los camaroneros de la zona mantienen un tenso enfrentamiento que en ocasiones desemboca en violencia.
Cristian Castro, presidente de la asociación de pescadores Puerto Envidia, acusa a los camaroneros de acosar e intimidar, incluso con armas de fuego, a los recolectores de cangrejos y moluscos.
Personalmente, teme por su vida tras haber denunciado a un empresario camaronero que, asegura, se adueñó por la fuerza del camino que llevaba a su vivienda familiar.
“Se aparece con sus guardias o asalariados y comienza a disparar”, denuncia.
“Los camaroneros disparan al azar sin pensar que pueden herir o matar a alguien“, agrega Hugo Morán, presidente de otra asociación llamada 26 de febrero.
Morán explica que les atacan por denunciar actividades ilegales de las empresas -desde vertidos hasta expansiones ilegales o tala de manglar- o simplemente por pescar en las inmediaciones de las granjas.
Los camaroneros, por su parte, desconfían de los pescadores, a quienes acusan de cooperar con los delincuentes armados que asaltan sus propiedades.
“En el día son cangrejeros y en la noche son piratas“, señala el empresario Víctor Vergara, algo que los recolectores niegan.
Autoridades locales me aseguran que, si bien la mayoría de pescadores artesanales son trabajadores honrados, algunos operan en secreto con grupos delictivos o les brindan información para perpetrar los robos sin que su propio gremio los denuncie por miedo o complicidad.
Mientras, los empresarios atribuyen la hostilidad de algunos de ellos contra los pescadores al tenso ambiente que reina en la zona.
“Ante el temor de que pueda ser delincuencia, cualquier extraño por default es, primero, enemigo“, declara el presidente de la CNA.
Y en el agua, advierte, “cada vez que se cruzan dos embarcaciones hay tensión, porque no hay quien garantice quién es quién”.
Prueba de la desconfianza aquí imperante es que las empresas camaroneras se niegan a contratar mano de obra local y reclutan a sus trabajadores en regiones de la sierra ecuatoriana, a centenares de kilómetros de distancia.
Tanto pescadores como camaroneros se sienten desprotegidos frente a los criminales.
“Nunca hemos vivido en indefensión como en la actualidad. El Estado no actúa. No hay acciones eficientes que hagan frente al nivel de violencia con el que somos atacados”, protesta el presidente de la CNA.
“Siempre nos dicen que tienen escasez de personal. Tenemos 8 guardaparques para 57.000 hectáreas (570 km2) de área protegida”, denuncia, por su parte, el cangrejero Cristian Castro.
Las escasas fuerzas de seguridad en la zona se ven sobrepasadas por los piratas, que a menudo asaltan en nutridos grupos con fusiles de asalto y otras armas de gran calibre.
Le planteo estas quejas al contralmirante de la Armada ecuatoriana a cargo de la seguridad en los espacios acuáticos de Ecuador.
Pablo Caicedo niega que haya poca presencia de sus fuerzas y asegura que cada día unas 80 embarcaciones de distintas unidades patrullan los 13.700 km2 que abarca el Golfo de Guayaquil, una extensión equivalente a 1,5 veces la isla de Puerto Rico.
Aún así, reconoce que el vertiginoso aumento de la delincuencia ha desbordado las capacidades de la Armada, cuyos medios se dividen entre proteger a los productores de la industria pesquera y combatir el narcotráfico operado por las cada vez más poderosas redes criminales de Ecuador.
“Lo estamos compensando con una mejor organización y el envío de la Infantería de Marina, y vamos a implantar un sistema de cámaras, radares y comunicaciones en el Golfo de Guayaquil para una reacción más rápida de nuestros guardacostas”, afirma.
También insiste en la dificultad que supone para el ejército combatir a unos delincuentes casi invisibles.
“La amenaza, el enemigo, está confundido con la gente, que es a quienes victimizan”, alega.
Mientras, en San Lorenzo, Evaristo Villao me enseña una destartalada caseta que, entre tablones y desechos de pesca, se erige cara al río al pie de la playa de fango.
Asegura que, en la pasada década, las autoridades asignaron allí a un soldado que patrullaba junto con los cangrejeros de la aldea para protegerlos de los piratas.
“Lo tuvimos por 10 años, pero lo sacaron de aquí y se lo llevaron a Puná, que está a más de media hora de distancia”, lamenta.
Evaristo ve con buenos ojos el reciente anuncio de su presidente Guillermo Lasso, que el 1 de abril autorizó la tenencia y porte de armas de uso civil para defensa personal con el objetivo de combatir el crimen en Ecuador.
“Qué más podemos hacer, coger cada cual su arma para andar armado. Qué más queda”, declara.
Solo ve un problema: a falta de más detalles sobre el plan de Lasso, da por hecho que obtener un permiso de armas y una pistola conllevará un proceso largo y costoso, probablemente fuera del alcance de su bolsillo.
Los US$700 mensuales que el cangrejero gana en un buen mes se van en suministros para él, su esposa, sus 5 hijos y, desde enero, también sus 4 sobrinos huérfanos.
Aun así, me confiesa, hará lo que sea necesario para defender su medio de vida y no acabar como su hermano, acribillado por los piratas y fondeado en las aguas marrones del Golfo de Guayaquil.
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