En 1918, en medio de una terrible epidemia y brotes de rápido crecimiento en todo el país, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos distribuyó folletos recomendando que todos los ciudadanos usaran tapabocas.
Todos hemos visto los titulares alarmantes: los casos de coronavirus están aumentando en 40 estados de Estados Unidos, con nuevos fallecimientos y tasas de hospitalización aumentando a un ritmo alarmante.
Los funcionarios de salud advirtieron que EE.UU. debe actuar rápidamente para detener la propagación o se correrá el riesgo de perder el control sobre la pandemia.
Para controlarlo existe un claro consenso de que se deben usar mascarillas en público y practicar el distanciamiento social.
Si bien la mayoría de los estadounidenses apoyan el uso de tapabocas, el cumplimiento generalizado y constante ha resultado difícil de mantener en las comunidades de todo el país.
Manifestantes se reunieron frente a los ayuntamientos de la ciudad de Scottsdale, Arizona; Austin, Texas; y otras ciudades para protestar contra los mandatos locales respecto a las mascarillas.
Varios alguaciles del estado de Washington y de Carolina del Norte han anunciado que no harán cumplir las normativas de uso.
He investigado extensamente la historia de la pandemia de 1918.
En ese momento, sin vacunas o terapias farmacológicas efectivas, las comunidades de todo el país instituyeron una serie de medidas de salud pública para frenar la propagación de una epidemia de influenza mortal: cerraron escuelas y negocios, prohibieron reuniones públicas y aislaron y pusieron en cuarentena a los infectados.
Muchas comunidades recomendaron o exigieron que los ciudadanos usaran mascarillas en público, y eso, no los onerosos encierros, fue lo que provocó la mayor ira.
A mediados de octubre de 1918, en medio de una terrible epidemia en el noreste y brotes de rápido crecimiento en todo el país, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos distribuyó folletos recomendando que todos los ciudadanos usaran tapabocas.
La Cruz Roja sacó anuncios en los periódicos alentando su uso y ofreció instrucciones sobre cómo fabricar mascarillas en casa con gasa e hilo de algodón.
Algunos departamentos de salud estatales lanzaron sus propias iniciativas, sobre todo California, Utah y Washington.
En todo el país, los carteles presentaban el uso de mascarillas como un deber cívico: la responsabilidad social se había incrustado en el tejido social mediante una campaña de propaganda federal masiva en tiempos de guerra lanzada a principios de 1917, cuando Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial.
El alcalde de San Francisco, James Rolph, anunció entonces que “la conciencia, el patriotismo y la autoprotección exigen un cumplimiento inmediato y rígido” del uso de tapabocas.
En las cercanías de Oakland, el alcalde John Davie declaró que “es sensato y patriótico, sin importar cuáles sean nuestras creencias personales, proteger a nuestros conciudadanos uniéndonos a esta práctica”.
Los funcionarios de salud entendieron que cambiar radicalmente el comportamiento del público era una tarea difícil, especialmente porque a muchos les resultaba incómodo usar mascarillas.
Los llamamientos al patriotismo solo podían llegar hasta cierto punto.
Como señaló un funcionario de Sacramento (California), las personas “deben ser obligadas a hacer las cosas que son mejores para sus intereses”.
La Cruz Roja declaró sin rodeos que “el hombre, la mujer o el niño que no use mascarilla es ahora un negligente peligroso“.
Numerosas comunidades, particularmente en todo el Occidente del país, impusieron ordenanzas obligatorias. Algunos condenaron a los delincuentes a penas de cárcel breves y las multas oscilaron entre US$5 y US$200.
La aprobación de estas ordenanzas fue con frecuencia un asunto polémico. Por ejemplo, el director de salud de Sacramento tuvo que intentar varias veces antes de lograr convencer a los funcionarios de la ciudad de que promulgaran la normativa.
En Los Ángeles, no fue aprobada. Un proyecto de resolución en Portland, Oregón, provocó un acalorado debate en el consejo de la ciudad y un funcionario declaró la propuesta como “autocrática e inconstitucional”, y agregó: “Bajo ninguna circunstancia me pondrán un bozal como a un perro hidrófobo“. La medida no prosperó.
La junta de salud de Utah consideró emitir una orden obligatoria de mascarillas en todo el estado, pero decidió no hacerlo, argumentando que los ciudadanos sentirían una falsa seguridad y relajarían sus cuidados.
A medida que la epidemia resurgía, Oakland debatió una segunda orden de uso de tapabocas después de que el alcalde contara enojado que lo habían arrestado en Sacramento por no llevar una puesta.
Un médico prominente que asistió al debate comentó que “si un hombre de las cavernas apareciera… pensaría que los ciudadanos enmascarados son todos lunáticos“.
En los lugares donde las órdenes de usar mascarillas se implementaron con éxito, el incumplimiento y el desafío se convirtieron rápidamente en un problema.
Muchas tiendas que no estaban dispuestas a rechazar clientela, no prohibían el ingreso a los desenmascarados.
Los trabajadores se quejaron de que los tapabocas eran demasiado incómodos para usarlos todo el día.
Una vendedora de Denver se negó porque dijo que “se le dormía la nariz” cada vez que se ponía una. Otra dijo que creía que “una autoridad superior al Departamento de Salud de Denver se ocupaba de su bienestar”.
Como lo expresó un periódico local, la orden de usar máscaras “fue casi totalmente ignorada por la gente; de hecho, la orden es motivo de burla”.
La regla fue enmendada para aplicarse solo a los conductores de tranvías, quienes luego amenazaron con hacer huelga. Se evitó una huelga cuando la ciudad flexibilizó la norma una vez más.
Denver soportó el resto de la epidemia sin ninguna medida que protegiera la salud pública.
En Seattle, por su parte, los conductores de tranvías se negaron a rechazar a los pasajeros sin tapabocas.
El incumplimiento estaba tan extendido en Oakland que los funcionarios delegaron a 300 voluntarios civiles del Servicio de Guerra para conseguir los nombres y direcciones de los infractores para que pudieran ser acusados.
Cuando entró en vigencia una orden de mascarillas en Sacramento, el jefe de policía ordenó a los oficiales: “Salgan a las calles y siempre que vean a un hombre sin tapabocas, tráiganlo o manden a buscar el carro”. En 20 minutos, las estaciones de policía se inundaron de delincuentes.
En San Francisco hubo tantos arrestos que el jefe de policía le advirtió a los funcionarios de la ciudad que se estaba quedando sin celdas en la cárcel. Los jueces y oficiales se vieron obligados a trabajar hasta altas horas de la noche y los fines de semana para despejar la acumulación de casos.
Muchos de los que fueron sorprendidos sin mascarillas eran personas que pensaron que podían ir a hacer un mandado o al trabajo sin que los atraparan.
En San Francisco, sin embargo, el incumplimiento inicial se convirtió en un desafío a gran escala cuando la ciudad promulgó una segunda ordenanza sobre tapabocas en enero de 1919, momento en que la epidemia se disparó nuevamente.
Muchos denunciaron lo que consideraron una infracción inconstitucional de sus libertades civiles.
El 25 de enero de 1919 aproximadamente 2.000 miembros de la Liga Antimascarilla hicieron una manifestación para denunciar la ordenanza de tapabocas y proponer formas de derrocarla. Entre los asistentes se encontraban varios médicos destacados y un miembro de la Junta de Supervisores de San Francisco.
Es difícil determinar la efectividad de las máscaras utilizadas en 1918.
Hoy en día, tenemos un creciente cuerpo de evidencia de que los revestimientos faciales de tela bien confeccionados son una herramienta eficaz para frenar la propagación del covid-19.
Sin embargo, queda por verse si los estadounidenses mantendrán el uso generalizado de mascarillas mientras la pandemia actual continúa desarrollándose.
Los ideales profundamente arraigados de la libertad individual, la falta de mensajes cohesivos y liderazgo en el uso de mascarillas y la desinformación generalizada han demostrado ser los principales obstáculos hasta ahora, precisamente cuando la crisis exige consenso y un cumplimiento generalizado.
Ese fue ciertamente el caso en muchas comunidades durante el otoño de 1918. Esa pandemia finalmente mató a unas 675.000 personas en EE.UU.
Ojalá que la historia no esté repitiéndose.
* J. Alexander Navarro es el subdirector del Centro de Historia de la Medicina de la Universidad de Michigan.
Esta nota apareció originalmente en The Conversation y se publica aquí bajo una licencia de Creative Commons.
Lee la nota original en inglés aquí.
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