A veces, la comprensión llega como un destello cegador. Los contornos borrosos toman forma y, de repente, todo cobra sentido.
Debajo de tales revelaciones suele haber un proceso mucho más lento. Las dudas en el fondo de la mente crecen. La sensación de confusión de que las cosas no encajan aumenta hasta que algo hace clic. O quizá un chasquido.
Colectivamente, los tres autores de este artículo debemos haber pasado más de 80 años pensando en el cambio climático.
¿Por qué nos ha llevado tanto tiempo hablar sobre los peligros obvios del concepto de cero neto? En nuestra defensa, la premisa del cero neto es engañosamente simple, y admitimos que nos engañó.
Las amenazas del cambio climático son el resultado directo de que hay demasiado dióxido de carbono en la atmósfera. Por tanto, debemos dejar de emitir más e incluso eliminar una parte.
Esta idea es fundamental en el actual plan del mundo para evitar una catástrofe. De hecho, hay muchas sugerencias sobre cómo hacer esto, desde la plantación masiva de árboles hasta los dispositivos de alta tecnología de captura directa del aire que aspiran el dióxido de carbono.
El consenso actual es que si implementamos estas y otras técnicas de “eliminación de dióxido de carbono” al tiempo que reducimos el uso de combustibles fósiles, podemos detener más rápidamente el calentamiento global.
Es de esperar que a mediados de este siglo logremos el “cero neto”. Este es el punto en el que las emisiones residuales de gases de efecto invernadero se equilibran mediante tecnologías que las eliminan de la atmósfera.
Esta es una gran idea, en principio. Desafortunadamente, en la práctica ayuda a perpetuar la creencia en la salvación tecnológica y disminuye el sentido de urgencia en torno a la necesidad de reducir las emisiones ahora.
Hemos llegado a la dolorosa constatación de que la idea del cero neto ha autorizado un enfoque imprudentemente arrogante de “quema ahora, paga después”, que ha hecho que las emisiones de carbono sigan aumentando.
También ha acelerado la destrucción del mundo natural al aumentar la deforestación en la actualidad, y aumenta enormemente el riesgo de una mayor devastación en el futuro.
Para comprender cómo ha sucedido esto, cómo la humanidad se ha jugado su civilización en promesas de soluciones futuras, debemos volver a finales de los años 80, cuando el cambio climático estalló en el escenario internacional.
El 22 de junio de 1988, James Hansen era el administrador del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, un nombramiento prestigioso pero bastante desconocido fuera del mundo académico.
En la tarde del 23, estaba en camino de convertirse en el científico climático más famoso del mundo.
Esto fue resultado directo de su testimonio en el Congreso de Estados Unidos, cuando presentó la evidencia de que el clima de la Tierra se estaba calentando y que los humanos eran la principal causa: “Se ha detectado el efecto invernadero y ahora nuestro clima está cambiando”.
Si hubiéramos actuado siguiendo el testimonio de Hansen en ese momento, habríamos podido descarbonizar nuestras sociedades a un ritmo de alrededor del 2% al año para darnos una posibilidad del 66% de limitar el calentamiento a no más de 1,5 °C.
Hubiera sido un gran desafío, pero la tarea principal en ese momento habría sido simplemente detener el uso acelerado de combustibles fósiles repartiendo equitativamente las emisiones futuras.
Cuatro años después, hubo destellos de esperanza de que esto fuera posible. Durante la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río, todas las naciones acordaron estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero para garantizar que no produjeran interferencias peligrosas en el clima.
La Cumbre de Kioto de 1997 intentó empezar a poner en práctica ese objetivo. Pero a medida que pasaban los años, la tarea inicial de mantenernos a salvo se volvió cada vez más difícil dado el aumento continuo en el uso de combustibles fósiles.
Fue entonces cuando se desarrollaron los primeros modelos informáticos que vinculaban las emisiones de gases de efecto invernadero con los impactos en diferentes sectores de la economía.
Estos modelos híbridos climático-económicos se conocen como Modelos de Evaluación Integrada. Permitían a los modeladores vincular la actividad económica con el clima; por ejemplo, explorando cómo los cambios en las inversiones y la tecnología podrían conducir a cambios en las emisiones de gases de efecto invernadero.
Parecían un milagro: se podían probar las políticas en la pantalla de una computadora antes de implementarlas, lo que le ahorraba a la humanidad una costosa experimentación.
Surgieron rápidamente para convertirse en una guía clave para la política climática. Una primacía que mantienen hasta el día de hoy.
Desafortunadamente, también eliminaron la necesidad de un pensamiento crítico profundo.
Dichos modelos representan a la sociedad como una red de compradores y vendedores idealizados y sin emociones y, por lo tanto, ignoran complejas realidades sociales y políticas, o incluso los impactos del cambio climático en sí.
Su promesa implícita es que los enfoques basados en el mercado siempre funcionarán. Esto significó que las discusiones sobre políticas se limitaron a las más convenientes para los políticos: cambios graduales en la legislación y los impuestos.
Alrededor de la época en que se desarrollaron por primera vez, se estaban haciendo esfuerzos para asegurar la acción de Estados Unidos sobre el clima permitiéndole contabilizar los sumideros de carbono de los bosques del país.
Estados Unidos argumentaba que si administraba bien sus bosques, podría almacenar una gran cantidad de carbono en los árboles y el suelo, que debería restarse de sus obligaciones de limitar la quema de carbón, petróleo y gas.
Al final, Estados Unidos se salió con la suya. Irónicamente, todas las concesiones fueron en vano, ya que el Senado de ese país nunca ratificó el acuerdo.
Postular un futuro con más árboles podría compensar de hecho la quema de carbón, petróleo y gas ahora. Dado que los modelos podían producir fácilmente cifras que hicieran descender el dióxido de carbono atmosférico tanto como se deseaba, se podían explorar escenarios cada vez más sofisticados que redujeran la percepción de urgencia de reducir el uso de combustibles fósiles. Al incluir sumideros de carbono en los modelos económico-climáticos se había abierto una caja de Pandora.
Es aquí donde encontramos la génesis de las políticas de cero neto de hoy.
Dicho esto, la mayor parte de la atención a mediados de la década de 1990 se centró en aumentar la eficiencia energética y el cambio de energía (como el cambio de Reino Unido del carbón al gas) y el potencial de la energía nuclear para proporcionar grandes cantidades de electricidad libre de carbono.
La esperanza era que tales innovaciones revertirían rápidamente los aumentos en las emisiones de combustibles fósiles.
Pero hacia el cambio de milenio estaba claro que tales esperanzas eran infundadas. Dada su hipótesis central de cambio gradual, a los modelos económico-climáticos le resultaba cada vez más difícil encontrar caminos viables para evitar un cambio climático peligroso.
En respuesta, los modelos comenzaron a incluir cada vez más ejemplos de captura y almacenamiento de carbono, una tecnología que podría eliminar el dióxido de carbono de las centrales eléctricas de carbón y luego almacenar el carbono capturado en las profundidades del subsuelo indefinidamente.
En principio, se ha demostrado que esto es posible: el dióxido de carbono comprimido se separó del gas fósil y luego se ha inyectado bajo tierra en varios proyectos desde la década de 1970.
Estos esquemas de recuperación mejorada de petróleo se diseñaron para forzar la entrada de gases en los pozos de petróleo con el fin de impulsar el petróleo hacia las plataformas de perforación y así recuperar más, un petróleo que luego se quemaría, liberando aún más dióxido de carbono a la atmósfera.
La captura y almacenamiento de carbono ofreció el giro de que, en lugar de utilizar el dióxido de carbono para extraer más petróleo, el gas se dejaría bajo tierra y se eliminaría de la atmósfera.
Esta innovadora tecnología prometida permitiría un carbón respetuoso con el clima y, por lo tanto, el uso continuo de este combustible fósil.
Pero mucho antes de que el mundo fuera testigo de tales planes, el hipotético proceso se había incluido en los modelos económico-climáticos.
Al final, la mera perspectiva de la captura y el almacenamiento de carbono les dio a los responsables de la formulación de políticas una forma de evitar los tan necesarios recortes de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando la comunidad internacional del cambio climático se reunió en Copenhague en 2009, quedó claro que la captura y el almacenamiento de carbono no serían suficientes por dos razones.
Primero, todavía no existía. No había instalaciones de captura y almacenamiento de carbono en funcionamiento en ninguna central eléctrica de carbón y no había perspectivas de que la tecnología fuera a tener algún impacto en el aumento de las emisiones por un mayor uso de carbón en el futuro previsible.
La mayor barrera para la implementación fue esencialmente el costo. La motivación para quemar grandes cantidades de carbón es generar electricidad relativamente barata.
La modernización de depuradoras de carbono en las centrales eléctricas existentes, la construcción de la infraestructura para canalizar el carbono capturado y el desarrollo de sitios de almacenamiento geológico adecuados requerían enormes sumas de dinero.
En consecuencia, la única aplicación de la captura de carbono en la operación real entonces -y ahora- es usar el gas atrapado en esquemas de recuperación de petróleo. Más allá de una sola demostración, nunca ha habido ninguna captura de dióxido de carbono de la chimenea de una central eléctrica de carbón que fuera almacenado luego bajo tierra.
Igual de importante, para 2009 se hizo cada vez más claro que no sería posible realizar ni siquiera las reducciones graduales que exigían los responsables políticos.
Ese sería el caso incluso si la captura y el almacenamiento de carbono estuvieran en funcionamiento. La cantidad de dióxido de carbono que se bombeaba al aire cada año significaba que a la humanidad se le agotaba el tiempo rápidamente.
Con las esperanzas de una solución a la crisis climática desvaneciéndose nuevamente, se necesitaba otra fórmula mágica. Se necesitaba una tecnología no solo para ralentizar las crecientes concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, sino también para revertirlas.
En respuesta, la comunidad de modelización económico-climáticos -ya capaz de incluir sumideros de carbono y almacenamiento geológico de carbono en sus modelos- adoptó cada vez más la “solución” de combinar ambos.
Así fue como la bioenergía con captura y almacenamiento de carbono, o Beccs, emergió rápidamente como la nueva tecnología salvadora.
Al quemar biomasa “reemplazable” como madera, cultivos y desechos agrícolas en lugar de carbón en las centrales eléctricas, y luego capturar el dióxido de carbono de la chimenea de la central eléctrica y almacenarlo bajo tierra,la Beccs podría producir electricidad al mismo tiempo que eliminaba el dióxido de carbono de la atmósfera.
Eso se debe a que a medida que biomasa, como los árboles, crece, absorbe dióxido de carbono de la atmósfera. Al plantar árboles y otros cultivos bioenergéticos y almacenar el dióxido de carbono que se libera cuando se queman, se podría eliminar más carbono de la atmósfera.
Con esta nueva solución en la mano, la comunidad internacional se reagrupó tras repetidos fracasos para montar otro intento de frenar nuestra peligrosa interferencia con el clima. Se preparó el escenario para la crucial conferencia climática de 2015 en París.
Cuando su secretario general puso fin a la 21ª conferencia de Naciones Unidas sobre cambio climático, la multitud emitió un gran clamor. La gente se puso de pie de un salto, extraños se abrazaban, las lágrimas brotaban de los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño.
Las emociones que se exhibieron el 13 de diciembre de 2015 no fueron solo para las cámaras. Después de semanas de agotadoras negociaciones de alto nivel en París, finalmente se logró un gran avance.
Contra todas las expectativas, después de décadas de fracasos, la comunidad internacional finalmente acordó hacer lo necesario para limitar el calentamiento global a bastante menos de 2 °C, preferiblemente a 1,5 °C, en comparación con los niveles preindustriales.
El Acuerdo de París fue una victoria asombrosa para quienes se encuentran en mayor riesgo por el cambio climático.
Las naciones ricas industrializadas se verán cada vez más afectadas a medida que aumenten las temperaturas globales. Pero son estados insulares bajos como las Maldivas y las Islas Marshall los que corren un riesgo existencial inminente.
Como dejó en claro un informe especial posterior de la ONU, si el Acuerdo de París no pudiera limitar el calentamiento global a 1,5 °C, la cantidad de vidas perdidas por tormentas más intensas, incendios, olas de calor, hambrunas e inundaciones aumentaría significativamente.
Pero profundizando un poco más se puede encontrar otra emoción al acecho entre los delegados el 13 de diciembre. Duda. Nos cuesta nombrar a algún científico del clima que en ese momento pensara que el Acuerdo de París era factible.
Desde entonces, algunos científicos nos han dicho que el Acuerdo de París era “por supuesto importante para la justicia climática, pero inviable” y “un shock total, nadie pensó que limitar a 1,5 °C era posible”.
En lugar de poder limitar el calentamiento a 1,5 °C, un académico de alto nivel involucrado en el IPCC -el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático- concluyó que nos dirigíamos más allá de los 3 °C a finales de este siglo.
En lugar de afrontar nuestras dudas, los científicos decidimos construir mundos de fantasía cada vez más elaborados en los que estaríamos a salvo. El precio a pagar por nuestra cobardía: tener que mantener la boca cerrada sobre el absurdo cada vez mayor de la eliminación requerida de dióxido de carbono a escala planetaria.
El centro de atención fue la Beccs, porque en ese momento esta era la única forma en que los modelos económico-climáticos podían encontrar escenarios que fueran consistentes con el Acuerdo de París. En lugar de estabilizarse, las emisiones globales de dióxido de carbono habían aumentado un 60% desde 1992.
Por desgracia, la Beccs, al igual que todas las soluciones anteriores, era demasiado buena para ser verdad.
En los escenarios producidos por el IPCC con un 66% o más de posibilidades de limitar el aumento de temperatura a 1,5 °C, la Beccs necesitaría eliminar 12.000 millones de toneladas de dióxido de carbono cada año. La Beccs a esta escala requeriría esquemas de plantación masiva de árboles y cultivos bioenergéticos.
La Tierra ciertamente necesita más árboles. La humanidad ha eliminado unos 3 billones desde que comenzamos a cultivar hace unos 13.000 años.
Pero en lugar de permitir que los ecosistemas se recuperen del impacto humano y que los bosques vuelvan a crecer, la Beccs se refiere generalmente a plantaciones a escala industrial dedicadas a la cosecha regular de bioenergía, en lugar de que ese carbono quede almacenado en los troncos, las raíces y los suelos de los bosques.
Actualmente, los dos biocombustibles más eficientes son la caña de azúcar para bioetanol y el aceite de palma para biodiesel, ambos cultivados en los trópicos. Las interminables hileras de estos monocultivos de árboles de rápido crecimiento u otros cultivos bioenergéticos que se cosechan a intervalos frecuentes devastan la biodiversidad.
Se ha calculado que la Beccs exigiría entre 0,4 y 1,2 mil millones de hectáreas de tierra. Eso supone entre el 25% y el 80% de toda la tierra actualmente cultivada. ¿Cómo se conseguirá eso al mismo tiempo que se alimenta a entre 8.000 y 10.000 millones de personas a mediados de siglo o sin destruir la vegetación autóctona y la biodiversidad?
Cultivar miles de millones de árboles consumiría grandes cantidades de agua, en algunos lugares donde la gente ya tiene sed.
El aumento de la cubierta forestal en las latitudes más altas puede tener un efecto global de calentamiento porque la sustitución de los pastizales o los campos por bosques significa que la superficie de la tierra se vuelve más oscura.
Esta tierra más oscura absorbe más energía del Sol y, por tanto, las temperaturas aumentan. Centrarse en el desarrollo de vastas plantaciones en las naciones tropicales más pobres conlleva el riesgo real de que la gente sea expulsada de sus tierras.
Y a menudo nos olvidamos de que los árboles y la tierra en general ya absorben y almacenan grandes cantidades de carbono a través de lo que se denomina sumidero natural de carbono terrestre. Interferir en él podría interrumpir el sumidero y conducir a una doble contabilidad.
A medida que se van conociendo mejor estos impactos, la sensación de optimismo en torno a la Beccs ha disminuido.
Al darse cuenta de lo difícil que resultaría París a la luz de las crecientes emisiones y el limitado potencial de la Beccs, surgió una nueva palabra de moda en los círculos políticos: el “escenario de rebasamiento”.
Se permitiría que las temperaturas superaran los 1,5 °C a corto plazo, pero se reducirían con una serie de medidas de eliminación de dióxido de carbono a finales de siglo. Esto significa que el cero neto significa en realidad carbono negativo.
En pocas décadas, tendremos que transformar nuestra civilización de una que actualmente bombea 40.000 millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año a una que produzca una eliminación neta de decenas de miles de millones.
La plantación masiva de árboles, para bioenergía o como intento de compensación, había sido el último intento de paralizar los recortes en el uso de combustibles fósiles. Pero la necesidad cada vez mayor de eliminar carbono exigía más.
Por eso se ha impuesto la idea de la captura directa en el aire, que algunos pregonan como la tecnología más prometedora. En general, es más benigna para los ecosistemas porque requiere mucho menos terreno para funcionar que la Beccs, incluido la tierra necesaria para alimentarlas mediante paneles eólicos o solares.
Desgraciadamente, la opinión generalizada es que la captura directa de aire, debido a sus costes exorbitantes y a su demanda de energía, si alguna vez es factible su despliegue a escala, no podrá competir con la Beccs con su voraz apetito por los terrenos agrícolas de primera calidad.
Ahora debería quedar claro hacia dónde se dirige el viaje. A medida que desaparece el espejismo de cada solución técnica mágica, aparece otra alternativa igualmente inviable para ocupar su lugar. La siguiente ya se vislumbra en el horizonte, y es aún más espantosa.
Una vez que nos demos cuenta de que el cero neto no se producirá a tiempo, o ni siquiera se producirá, la geoingeniería -la intervención deliberada y a gran escala en el sistema climático de la Tierra- se invocará probablemente como la solución para limitar el aumento de la temperatura.
Una de las ideas de geoingeniería más investigadas es la gestión de la radiación solar: la inyección de millones de toneladas de ácido sulfúrico en la estratosfera que reflejará parte de la energía del Sol lejos de la Tierra.
Es una idea descabellada, pero algunos académicos y políticos se lo toman muy en serio, a pesar de los importantes riesgos. La Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, por ejemplo, ha recomendado asignar hasta 200 millones de dólares en los próximos cinco años para explorar cómo podría implementar y regular la geoingeniería. La financiación y la investigación en este ámbito seguramente aumentarán significativamente.
En principio, no hay nada de malo o peligroso en las propuestas de eliminación del dióxido de carbono. De hecho, desarrollar formas de reducir las concentraciones de dióxido de carbono puede resultar tremendamente emocionante.
Utilizar la ciencia y la ingeniería para salvar a la humanidad del desastre. Lo que se hace es importante. También se reconoce que la eliminación del carbono será necesaria para absorber algunas de las emisiones de sectores como la aviación y la producción de cemento. Así que habrá un pequeño papel para diferentes enfoques de eliminación de dióxido de carbono.
Los problemas surgen cuando se da por sentado que estos pueden implementarse a gran escala. Esto supone efectivamente un cheque en blanco para seguir quemando combustibles fósiles y acelerar la destrucción del hábitat.
Las tecnologías de reducción del carbono y la geoingeniería deberían verse como una especie de asiento eyector que podría alejar a la humanidad de un cambio ambiental rápido y catastrófico. Al igual que un asiento eyector en un avión a reacción, sólo debería utilizarse como último recurso.
Sin embargo, los responsables políticos y las empresas parecen tomarse muy en serio el despliegue de tecnologías altamente especulativas como forma de llevar a nuestra civilización a un destino sostenible. En realidad, no son más que cuentos de hadas.
La única manera de mantener a la humanidad a salvo es la reducción radical, inmediata y sostenida de las emisiones de gases de efecto invernadero de una manera socialmente justa.
Los académicos suelen verse a sí mismos como servidores de la sociedad. De hecho, muchos están empleados como funcionarios públicos. Los que trabajan en la interfaz de la ciencia y la política climática luchan desesperadamente con un problema cada vez más difícil.
Del mismo modo, los que defienden el cero neto como una forma de romper las barreras que frenan la acción efectiva sobre el clima también trabajan con las mejores intenciones.
La tragedia es que sus esfuerzos colectivos nunca han sido capaces de desafiar eficazmente un proceso de política climática que sólo permite explorar una estrecha gama de escenarios.
La mayoría de los académicos se sienten claramente incómodos al traspasar la línea invisible que separa su trabajo diario de las preocupaciones sociales y políticas más amplias. Temen sinceramente que ser vistos como defensores o contrarios a determinadas cuestiones pueda poner en peligro la percepción de su independencia. Los científicos son una de las profesiones más confiables. La confianza es muy difícil de construir y fácil de destruir.
Pero hay otra línea invisible, la que separa el mantenimiento de la integridad académica y la autocensura. Como científicos, se nos enseña a ser escépticos, a someter las hipótesis a pruebas e interrogatorios rigurosos. Pero cuando se trata del que quizá sea el mayor reto al que se enfrenta la humanidad, a menudo mostramos una peligrosa falta de análisis crítico.
En privado, los científicos expresan un importante escepticismo sobre el Acuerdo de París, la Beccs, la compensación, la geoingeniería y el cero neto. Salvo algunas excepciones notables, en público nos dedicamos tranquilamente a nuestro trabajo, solicitamos financiación, publicamos artículos y enseñamos.
El camino hacia un cambio climático desastroso está pavimentado con estudios de viabilidad y evaluaciones de impacto.
En lugar de reconocer la gravedad de nuestra situación, seguimos participando en la fantasía del cero neto. ¿Qué haremos cuando la realidad nos golpee? ¿Qué les diremos a nuestros amigos y seres queridos de por qué no nos hemos pronunciado?
Ha llegado el momento de expresar nuestros temores y ser sinceros con la sociedad en general. Las actuales políticas de cero neto no mantendrán el calentamiento dentro de los 1,5 ºC porque nunca lo pretendieron.
Fueron y siguen siendo impulsadas por la necesidad de proteger los negocios como siempre, no el clima. Si queremos que la gente esté a salvo, es necesario reducir las emisiones de carbono de forma importante y sostenida. Esa es la sencilla prueba de fuego que debe aplicarse a todas las políticas climáticas. Se acabó el tiempo de las ilusiones.
*James Dyke es profesor de Sistemas globales en la Universidad de Exeter; Robert Watson es profesor emérito de Ciencias ambientales en la Universidad de East Anglia y Wolfgang Knorr es científico investigador sénior en Geografía física y Ciencias de los ecosistemas en la Universidad de Lund.
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons. Haz clic aquí para leer la versión original (en inglés).