Hay nombres de los faraones del Antiguo Egipto que han llegado a nuestros días gracias a las Pirámides -Keops, por ejemplo-, o a todas sus estatuas -Ramsés- o a lo fastuoso de sus tumbas. En esta última categoría está Tuntankamón.
El hallazgo hace 100 años de la tumba de ese faraón egipcio en Luxor es uno de los descubrimientos más famosos de la arqueología moderna, al tratarse del primer entierro real intacto conocido de aquel Egipto de pirámides, estatuas y faraones.
La frase “por todas partes el brillo del oro” del egiptólogo británico Howard Carter, cuando miró por primera vez dentro de la cámara mortuoria que había ayudado a encontrar, es el mejor resumen de la maravilla de hallazgos que hoy son exhibidos en varios museos del mundo.
Pero Tuntankamón, el niño rey que gobernó en el siglo XIV a. C, no nació con ese nombre, sino con el de Tutankatón.
Y en el cambio de ese sufijo está reflejado uno de los momentos más críticos y contrarevolucionarios de la historia del Antiguo Egipto.
Su antecesor, Akenatón, había desafiado todo el sistema religioso egipcio, con 1.500 años de antigüedad, y llevado a la nación al borde del abismo.
Su loca apuesta, y la de su mujer, Nefertiti, era ser monoteístas.
La idea de Akenatón era dramática y revolucionaria: por primera vez en la historia, un faraón quería reemplazar el panteón de los dioses egipcios con uno solo, el creador de todo, el disco solar que cruza el cielo cada día, Atón.
Era el décimo faraón de la dinastía XVIII de Egipto y su reino empezó alrededor de 1353 a. C. Su nombre también había cambiado. Había sido coronado como Amenothep IV (que significa, “Amón está contento).
El reinado de su padre, Amenothep III, había culminado con una serie de magníficos desfiles celebrados en Tebas (la actual Luxor), la capital religiosa de Egipto en aquella época y hogar del dios del Estado Amón-Ra. Pero, muy pronto, Amón dejaría de estar contento.
Lo que proponía el seguidor del disco solar era pura herejía; sin embargo, era un faraón, un dios viviente y podía cambiar todo: la religión, la política, el arte y hasta el lenguaje. Y así lo hizo.
Decretó que los 2.000 dioses tradicionales que habían protegido a Egipto por más de mil años quedaban relegados a las sombras.
Es difícil imaginar lo que sintieron los egipcios del común. El concepto debió de ser inconcebible.
Los dioses en formas animales y humanas fueron reemplazados por el Sol que iluminaba con sus rayos al rey.
Para los sacerdotes tradicionales, quienes habían dedicado sus vidas enteras a los antiguos dioses y habían sido extremadamente poderosos hasta entonces, era una catástrofe.
Prácticamente habían gobernado el país y de repente eran redundantes. Akenatón empezó a adquirir peligrosos enemigos.
Y el siguiente anuncio de la pareja real fue igual de sorprendente.
El faraón y su mujer dejarían la antigua y sagrada ciudad de Tebas, el corazón de toda la nación, y se dirigirían hacia el norte por el río Nilo en busca de una nueva utopía.
Era el quinto año de su reinado y Akenatón claramente quería romper con el pasado.
A Nefertiti le dio el título de Gran Esposa Real e igualdad de poderes.
Juntos viajaron unos 320 kilómetros hasta llegar a lo que en la actualidad es Amarna, donde construyeron una ciudad a la que llamó Ajetatón, que significa Horizonte de Atón.
En una roca que todavía está en una de las lomas existe una proclamación pública compuesta por Akenatón que explica la razón que lo llevó a escoger precisamente ese lugar.
Según dice, el gran dios sol les dijo: “Construyan aquí”. ¿Cómo se lo dijo? Con una señal.
El lugar está rodeado de lomas y en ciertos momentos del año el Sol sale entre una grieta creando la forma del jeroglífico del horizonte.
Atón, interpretó el faraón, le estaba indicando dónde debía construir su ciudad sagrada.
Y así lo hizo, a una velocidad vertiginosa.
Miles de personas de la lejana Tebas fueron traídas para construir, decorar y administrar la nueva capital en la que llegaron a vivir hasta 50.000 personas.
Excavaron pozos, plantaron árboles y jardines; el árido desierto floreció. Construyeron casas y palacios bellamente decorados, así como templos al dios único.
La visión de Akenatón de una utopía religiosa se fue convirtiendo en una realidad.
Amarna se volvió el nuevo corazón político y religioso de la nación, el centro de un nuevo culto.
No solo la capital y la religión cambiaron.
Su revolución trajo otras novedades que podemos ver miles de años más tarde.
Detallados grabados encontrados en Amarna revelan cómo vivía la familia real.
Las Imágenes muestran a Akenatón y Nefertiti abrazando a sus hijas. Hasta entonces, ninguna familia real egipcia había sido retratada mostrando afecto.
Comparadas con el arte egipcio anterior, que tiende a tener una cualidad estática y monumental, como si diseñado para durar una eternidad, estas representaciones son espontáneas y llenas de vida.
No sólo eso. Su fisonomía es completamente distinta a la de los faraones que vinieron antes y después.
Usualmente, los faraones eran representados de manera que parecieran convencionalmente bien parecidos, fuertes y varoniles.
Akenatón, por el contrario, tiene un rostro estirado, con una nariz alargada que apunta a su puntiaguda barbilla.
Sus inusuales labios carnosos le hacen eco a la sensualidad femenina de sus caderas anchas, mientras que su barriga poco halagüeña cuelga sobre su cinturón.
Es una pieza de arte sagrado asombrosamente expresionista.
Akenatón había logrado establecer una nueva ciudad, un paraíso religioso en el desierto. Pero todo empezó a derrumbarse.
Sus súbditos, incluso los que vivían en su ciudad, realmente no habían abandonado a los otros dioses y el faraón se enteró de la traición.
Ordenó buscar todas las imágenes de los antiguos dioses y destruirlas, especialmente las del rey de todos los reyes, Amón-Ra.
El faraón se tornó intolerante. Envió a sus soldados a borrar la memoria de los dioses en todas sus tierras. A finales de su reinado, su revolución se amargó.
Además, como se rehusaba a salir de su amada ciudad, era visto como débil y el país vulnerable a invasiones.
Tabletas de arcilla encontradas en Amarna revelan la naturaleza del problema.
Una de ellas es del gobernante de uno de los Estados vasallos de Akenatón, uno de los países vecinos protegidos.
Le ruega al faraón que envíe tropas para ayudarlo a mantener a raya a los hititas, los archienemigos de Egipto.
“Se lo pedí pero no me respondió. No me ha mandado la ayuda que necesito”, se queja el gobernante desesperado, en vano, pues Akenatón nunca envió la ayuda y el Estado cayó en manos de los hititas.
Tenía al ejército demasiado ocupado persiguiendo dioses, aunque Egipto perdiera territorios, poder, posesiones y su estatus en el mundo.
Eso era muy grave. Fue entonces cuando sufrió tragedias personales.
En las paredes de la tumba de Akenatón está grabado el drama de la familia.
Aunque están muy dañadas, se puede ver una escena de luto. Una de las princesas (tuvo seis hijas con Nefertiti) murió y sus padres aparecen llorando.
Eso es algo sin precedentes: las familias reales nunca mostraban públicamente emociones.
Hay además evidencia que indica que Akenatón perdió más de una hija, probablemente víctimas de la peste, que en esas época arrasaba con el país.
Una epidemia de ese tipo podía matar al 40% de la población y, como era el faraón, Akenatón era considerado personalmente responsable por la desgracia.
Era obvio, para sus súbditos, que la catástrofe se debía a que había ofendido a los antiguos dioses.
Cuando parecía que la situación no podía ser peor, perdió a la mujer que lo acompañó desde el principio: la reina Nefertiti.
El paraíso de Akenatón estaba al borde del colapso. Para sus asesores y cortesanos seguro era un lastre peligroso. El país estaba perdiendo su riqueza y poderío.
13 años después de la fundación de su ciudad, Akenatón murió.
Hay quienes creen que fue asesinado para que su reinado terminara.
La ciudad fue abandonada y más tarde sistemáticamente destruida, borrada de la memoria, junto con el culto a Atón y el mismo Akenatón, quien por mucho tiempo fue sólo recordado por ser, probablemente, el padre del Tutankatón, quien habría sido hijo de otra de sus esposas, la enigmática Kiya.
La paternidad de Tutankatón, indica la Enciclopedia Británica, es incierta, aunque un documento procedente de Ajetatón “lo nombra hijo del rey en un contexto similar al de las princesas de Akenatón”.
Lo que sabemos con seguridad es que el joven faraón se casó con la tercera hija de su antecesor y que en su tercer año de reinado dejó la nueva capital y trasladó la sede del poder a Menfis, cerca de la actual El Cairo.
Él rescató a los antiguos dioses y restauró el poder y la prosperidad de Egipto. Pero con el nombre de Tutankamón. Amón regresaba. Atón, como el disco solar en el ocaso, se iba.
Los sacerdotes regresaron, más poderosos que nunca. Y la vida volvió a la normalidad.
Ningún faraón egipcio volvió jamás a tratar de cambiar el orden establecido o a desafiar a los dioses.
Los que vinieron después de Akenatón se esforzaron por destruir cualquier rastro de él y de su culto hereje.
Sus estatuas fueron derribadas y, para despojarlas de significado, las piedras de sus templos usadas como material de construcción de otros nuevos.
Esas rocas talladas quedaron ocultas para que nadie las volviera a ver.
La ironía es que eso las preservó para la posteridad: en la década de 1920 empezaron a emerger y mucho de lo que sabemos de Akenatón y el culto de Atón viene de ellas.
Tutankamón murió inesperadamente a los 19 años.