En el primer aniversario de la invasión rusa a Ucrania, el reportero ruso de la BBC Ilya Barabanov reflexiona sobre un conflicto que ha trastornado la vida de millones de personas, incluido él.
El comienzo de 2022 estuvo lleno de inquietud, pero en mi caso no estaba relacionada con los rumores de una guerra inminente.
Dos mercenarios del Grupo Wagner de Yevgeny Prigozhin me habían demandado por difamación. Mi mujer y yo hablamos de si tendríamos que abandonar Rusia. No sabíamos lo que nos depararía el futuro.
El caso de los mercenarios había surgido a raíz de una investigación que mi colega de la BBC árabe, Nader Ibrahim, y yo hicimos juntos, investigando la presencia de mercenarios rusos en Libia entre 2019-2020.
Mostramos pruebas de que no solo habían estado allí, luchando contra el gobierno respaldado por la ONU y apoyando al general Jalifa Haftar, sino que también habían cometido crímenes de guerra contra civiles.
Tras la emsión de la versión en televisión y la publicación de un artículo en el que se describían estos hallazgos, los dos mercenarios que habíamos nombrado nos llevaron a la BBC y a mí ante un tribunal de Moscú.
En enero de 2022, el caso seguía su curso y me preocupaba que se alargara. Incluso, me angustiaba que ni siquiera con la ayuda de abogados cualificados pudiera proteger mi reputación ni mi libertad.
Seis meses después, uno de los demandantes -que había afirmado que nunca formó parte del Grupo Wagner- murió combatiendo en Ucrania como mercenario de Wagner. El otro perdió su caso contra nosotros.
Aun así, acabé abandonando Rusia, pero por motivos muy distintos.
A principios de febrero de 2022, cuando la presencia militar rusa aumentaba en las fronteras de Ucrania y se intensificaban los rumores de guerra, llegué a Kiev para informar sobre la creciente tensión.
Pero, en el fondo, seguía sin creer que la guerra fuera a producirse de verdad. No paraba de decirle a mi mujer que dos semanas después estaría de vuelta en casa, en Moscú.
El 14 de febrero, otro reportero de la BBC, Slava Khomenko, y yo fuimos a la ciudad de Vovchansk, en la región de Kharkiv, cerca de la frontera con Rusia.
Diez días más tarde, esta ciudad estaría bajo ocupación rusa, pero, en aquel momento, los residentes locales no contemplaban tal posibilidad.
Cuando Slava y yo les presionamos, preguntándoles qué harían si después de todo se produjera una invasión, se encogieron de hombros con fatalismo y dijeron: “Sobrevivimos a los alemanes de un modo u otro”. Hablaban de la Segunda Guerra Mundial.
De regreso a Kiev, nos detuvimos junto a una señal de tráfico de la ciudad de Peremoha, “victoria” en ucraniano, y nos hicimos fotos junto a ella.
Como ninguno de los dos pensaba que la guerra fuera a empezar, pensamos que esto nos recordaría aquellos días llenos de ansiedad.
El 24 de febrero me desperté en mi habitación de hotel en Kiev cuando un miembro del personal llamó a la puerta con las palabras: “Señor, parece que estamos siendo bombardeados”.
La guerra había empezado.
Bajé al refugio antiaéreo del hotel y observé a los hijos de una pareja de turistas españoles jugar, viendo lo que estaba ocurriendo como una divertida aventura.
No entendían lo de las sirenas antiaéreas ni por qué no podían salir al exterior.
Los días siguientes pasé mucho tiempo en el apartamento de un amigo mío de Kiev, donde se reunían muchos periodistas, compartiendo información y hablando.
El apartamento estaba animado, pero el resto de esa parte de Kiev ( Podil) parecía muerta, cuando suele ser una zona bulliciosa llena de vida y energía)
El piso de mi amigo tenía un balcón orientado al norte. Nos quedamos allí, mirando hacia las ciudades de Bucha, Hostomel e Irpin. Podíamos oír el estruendo de las armas y sabíamos que el ejército ruso estaba intentando tomar esas zonas.
Seis semanas más tarde, cuando las fuerzas rusas se retiraron de esas ciudades y pueblos -presentando esta retirada como un “paso de buena voluntad”- el mundo se enteraría de los atroces crímenes de guerra que esas fuerzas habían cometido allí.
Sin embargo, las autoridades rusas, siguiendo su larga tradición, afirmarían que se trataba de una historia falsa “urdida por los servicios de seguridad occidentales”.
El 28 de febrero, a última hora, crucé el río Dniéster desde Ucrania a Moldavia.
Ya me había dado cuenta de que volver a Moscú sería imposible. Después de informar sobre la guerra que Rusia libraba contra Ucrania, me arriesgaba a pasar muchos años entre rejas.
Moldavia estaba llena de refugiados ucranianos y los residentes locales seguían con ansiedad las noticias del frente.
A muchos les preocupaba que, si las tropas de Putin llegaban a Odesa, su pequeño país sería un blanco fácil para la ocupación rusa. En aquel momento aún no estaba claro si Ucrania sería capaz de resistir la agresión de Moscú.
Tomé un tren de Moldavia a Rumania. También estaba lleno de refugiados. Una niña de cuatro años me preguntó: “Pronto volveremos a casa, ¿verdad?”. No supe qué responder.
Cuando el tren se detuvo en una estación, un camarero del vagón restaurante y yo fumamos juntos en el andén.
“Toda esta gente”, dijo pensativo, “intentando huir, trenes llenos hasta los topes de refugiados. ¿A quién creía Putin que intentaba ayudar con esta guerra?”.
Yo tampoco sabía qué decir a eso, y un año después sigo sin saberlo.
Bucarest, Belgrado, Estambul, Viena, Praga, Riga… Mi emigración fue similar a la ruta que siguieron las personas que abandonaron Rusia tras la revolución bolchevique de 1917.
Hace más de cien años se marchaban los aristócratas y los oficiales de la Guardia Blanca. Ahora eran informáticos, médicos y periodistas.
Desde el comienzo de la invasión, Rusia ha aprobado leyes que prohíben el periodismo independiente en cualquiera de sus formas.
Después de un año de esta guerra, está claro que Vladimir Putin ha fracasado en su principal objetivo: destruir Ucrania.
Sin embargo, lo que sí ha conseguido es destruir Rusia, su clase media, su intelectualidad y sus élites culturales.
Nunca podremos volver a Moscú tal y como era antes de la guerra.
Pero me encantaría volver a la Rusia post-Putin. Y luego hacer un viaje a la Ucrania de la posguerra para ver Donetsk, Mariupol y Crimea, que ya no estén ocupadas por Rusia.