Por su nombre en inglés, ratlines (líneas de ratas), uno podría pensar que el apodo que se le dio a las rutas clandestinas que usaron muchos nazis para escapar de Europa después de la Segunda Guerra Mundial se refiere a una hilera de roedores, huyendo bajo tierra.
De hecho, muchos en español las llaman “rutas de las ratas“.
Pero aunque ese término podría resultar apropiado para imaginar la huida de miles de fugitivos de la justicia, entre ellos algunos de los mayores criminales de guerra de la historia, en realidad ratline no tiene que ver con ratas, sino con barcos.
En la jerga náutica, así se llama a los pequeños trozos de cuerda colocados de forma horizontal que sirven como peldaños de escalera, para poder subir por el mástil (en español se las conoce como flechaste).
En el pasado, escalar el mástil usando estas cuerdas era el último y desesperado recurso que tenía un marinero para evitar ahogarse si su barco se hundía.
Por ese motivo, ratline se convirtió en un sinónimo de “última vía de escape“.
Para muchos jerarcas nazis que buscaban huir de las manos Aliadas después de la caída de la Alemania de Adolf Hitler, en 1945, esa “última vía de escape” se dio en la forma de un viaje transatlántico por barco, por lo cual el origen náutico de la palabra ratline resultó ser irónicamente adecuada.
Pero estas “rutas de las ratas” no fueron escapes improvisados de fugitivos desesperados. Fueron trayectos planificados y organizados por personas de poder, dedicadas a proteger a prófugos no solo alemanes sino también croatas, eslovacos y austríacos.
Y no hubieran tenido éxito sin la colaboración, a veces involuntaria, de dos de las instituciones internacionales más asociadas con la ayuda humanitaria: la Iglesia católica y la Cruz Roja.
Las tres ratlines más utilizadas eran vías que atravesaban distintos países europeos con un solo fin: llegar hasta un puerto y allí escapar en barco.
La llamada “ruta nórdica” pasaba por Dinamarca con destino a Suecia, donde se embarcaba.
La “ruta ibérica” era coordinada por colaboradores nazis que vivían en España y utilizaba puertos como los de Galicia, presuntamente con el visto bueno del general Franco.
Pero se cree que hasta el 90% de los nazis que huyeron de Europa continental lo hicieron a través de Italia, el principal aliado de Alemania durante la guerra.
Aunque algunos escaparon hacia Reino Unido, Canadá, Estados Unidos, Australia y Medio Oriente, la gran mayoría huyó a Sudamérica.
Y en ese continente hubo un país que atrajo a más fugitivos nazis que ningún otro: Argentina.
Documentos secretos nazis revelados en 2012 por las autoridades alemanas indicaron que unos 9.000 militares y colaboradores del Tercer Reich huyeron a América del Sur tras la guerra.
De ellos, unos 5.000 se quedaron en Argentina, el lugar al que el famoso “cazador de nazis” Simon Wiesenthal llamaba el “Cabo de Última Esperanza” para los nacionalsocialistas.
Muchos de los que terminaron en otros países, como Brasil (que albergó a entre 1.500 y 2.000 criminales de guerra), Chile (que recibió a entre 500 y 1000) y otras naciones con cifras menores como Paraguay, Bolivia y Ecuador, viajaron allí tras haber arribado a Argentina.
Muchos atribuyen la elección de Argentina como país de destino a la abierta simpatía que mantenía el gobernante de esa nación, Juan Domingo Perón (quien llegó a la presidencia en 1946), con el Tercer Reich.
Pero el periodista argentino Uki Goñi, una de las personas que más investigó la llegada de criminales nazis a su país, asegura que el vínculo entre Argentina y la Alemania de Hitler era anterior a la llegada al poder de Perón.
Según Goñi, ya desde 1943 había un acuerdo secreto entre lasSchutzstaffel, las fuerzas de seguridad alemanas, más conocidas como SS, y el servicio secreto de la marina argentina.
El acuerdo consistía en que Argentina le daba documentos de ese país a agentes secretos de las SS para que se puedan mover libremente por Sudamérica, donde operaban una gran red de espionaje.
A cambio, el país latinoamericano recibía información confidencial sobre sus vecinos.
En un libro que publicó en 2002, donde describe en detalle la “fuga nazi a la Argentina”, Goñi señala que después de que Alemania perdió la guerra, los argentinos mantuvieron el acuerdo de cooperación y siguieron dándoles documentación falsa a agentes nazis, solo que entonces ya era con la intención de rescatarlos.
El libro de Goñi se titula “La auténtica Odessa”, en referencia al acrónimo con el que se conoció al principal grupo que habría planificado las ratlines: la Organisation der ehemaligen SS-Angehörigen u organización de exmiembros de las SS.
Esta organización saltó a la fama gracias a una obra de ficción basada en algunos hechos reales: la novela de suspenso The Odessa File (“El expediente Odessa) de Frederick Forsyth, publicada en 1972.
En ese thriller, Odessa aparece como una organización nazi internacional establecida antes de la derrota de Alemania con el propósito de proteger a los exmiembros de las SS después de la guerra.
El libro plantea que, tras lograr ese fin, los exnazis agrupados en Odessa planeaban eliminar el Estado de Israel.
Hoy en día, muchos historiadores cuestionan la existencia de una red de la magnitud y el poder que supuestamente tuvo Odessa.
“La ‘ruta de las ratas’ no fue un plan estructurado, sino que consistió de muchos componentes individuales”, le dijo a la cadena alemana Deutsche Welle (DW) el historiador Daniel Stahl, del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad Friedrich Schiller.
Bill Niven, profesor de Historia Contemporánea Alemana en la Universidad Nottingham Trent (Inglaterra), coincide: “No hay evidencia convincente de que tal organización (Odessa) existiera“, escribió en marzo pasado en el sitio BBC History Extra.
“Probablemente había grupos nazis más pequeños, en gran medida independientes, que operaban para asegurar el escape (de criminales de guerra)”, explicó.
“Uno de estos grupos, según se dice, fue ‘La araña’, que involucró a líder de la unidad de asalto de las SS Otto Skorzeny, famoso por rescatar al dictador italiano Benito Mussolini del encarcelamiento en la región Gran Sasso, en el sur de Italia, en 1943”
Niven resaltó que no fueron solo nazis los que coordinaron las ratlines, sino también las fuerzas de inteligencia de Estados Unidos y Reino Unido, que ayudaron a escapar a sus informantes nazis, y a decenas de científicos alemanes, para que colaboraran con ellos en su lucha contra el comunismo.
Fue este temor a una invasión soviética de Europa y a que se impusiera el comunismo tras la Segunda Guerra Mundial lo que habría llevado a lo que muchos consideran el aspecto más escandaloso detrás de las ratlines:el papel fundamental que jugó la Iglesia católica en el escape de los fugitivos nazis a Sudamérica.
La llamada “ruta vaticana”, vía Roma y Génova, fue la más utilizada por los nazis que huyeron del continente europeo.
También se la conoce como “la ruta de los monasterios”, ya que la huida, a través de los Alpes a Italia, incluía paradas en monasterios en Tirol del Sur, Merano y Bolzano.
Algunos de los prófugos permanecieron en estos lugares por años, muchas veces alojados al lado de las víctimas de sus delitos, en particular judíos en viaje hacia la región de Palestina.
Para llegar hasta Sudamérica, los fugitivos debían pasar primero por Roma, donde recibían documentos de identidad falsos de la Comisión de Refugiados del Vaticano o, en algunos casos, directamente de manos de altos cleros de la Iglesia católica.
El paso final era el pasaporte que recibían del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), que les permitía viajar utilizando su nueva identidad.
Abrumados por los millones de refugiados que dejó la guerra, la Cruz Roja dependía de las referencias del Vaticano a la hora de entregar sus pasaportes y el organismo ha reconocido que no logró evitar que algunos criminales de guerra se aprovecharan del caos para huir sin ser detectados.
Entre quienes pudieron escaparse a Sudamérica con pasaportes de la Cruz Roja -con nombres falsos-, estuvieron algunos de los máximos jerarcas nazis como Josef Mengele, Klaus Barbie, Franz Stangl, Walter Rauff y Adolf Eichmann.
Algunos, como Mengele, que falleció en Brasil, y Rauff, que murió en Chile, lograron evadir la justicia toda su vida.
Pero otros fueron detenidos y extraditados años más tarde.
El caso más famoso fue el del llamado “arquitecto del Holocausto”, Eichmann, quien fue capturado en Buenos Aires en 1960 por la agencia de inteligencia israelí, el Mossad, y trasladado a Jerusalén, donde fue juzgado, condenado y ejecutado.
Los historiadores aún hoy siguen debatiendo sobre si la complicidad de la Iglesia católica con los nazis fue institucional o si se trató de casos aislados dentro del Vaticano.
En su libro Ratlines, publicado 1991, los autores Mark Aarons y John Loftus sostienen que el primer sacerdote que se dedicó a planificar ratlines para los nazis fue el obispo austríaco Alois Hudal.
Hudal residía en Roma, donde era rector de un colegio austríaco-alemán, y en 1937 había escrito un libro, “Los fundamentos del nacional-socialismo”, en el que elogiaba a Hitler.
Algunos incluso lo han acusado de ser un informante de la inteligencia alemana.
La ratline que organizó el obispo austríaco desde la sede del Vaticano fue la que permitió la fuga de varios de los prófugos de más alto perfil del nazismo, incluyendo a Eichmann, Mengele y Eduard Roschmann, el llamado “carnicero de Riga”.
Franz Stangl, quien había sido comandante del campo de exterminio de Treblinka, le contó a la periodista Gitta Sereny, tras su captura, que Hudal no solo le entregó papeles falsos sino que también le consiguió alojamiento en Roma mientras esperaba sus documentos.
Otro sacerdote que se hizo famoso por organizar ratlines desde Roma fue el bosnio-croata Krunoslav Draganovic, quien ayudó a escapar a los cabecillas de la organización nacionalista croata Ustacha, aliada del nazismo.
El fundador del movimiento, Ante Pavelić, fue uno de los muchos prófugos que terminaron en Argentina.
En su libro, Uki Goñi detaca el rol que tuvo el cardenal argentino Antonio Caggiano en la llegada de nazis a ese país.
Cuenta que por orden del gobierno de Perón, Caggiano se reunió en 1946 en el Vaticano con su par francés Eugène Tisserant a quien le informó que Argentina estaría dispuesta a recibir a los franceses que colaboraron con el nazismo.
Así, dice Goñi, fue que comenzó el contrabando de criminales de guerra al país sudamericano.
Más allá de la participación de algunos miembros de la Iglesia, lo que se preguntan muchos es cuánto sabía el Papa Pío XII sobre las ratlines.
El Pontífice, quien asumió meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, ha sido acusado de hacer la vista gorda ante el asesinato sistemático de judíos, por su silencio durante el Holocausto.
Si bien en 1998 el Vaticano se disculpó públicamente por su inacción durante el régimen nazi, hasta ahora siempre ha defendido el papel de Pío XII.
Pero el verdadero veredicto sobre la responsabilidad del Papa podría llegar pronto.
En marzo pasado, el actual líder de la Iglesia, el papa Francisco, de origen argentino, autorizó que se abran todos los archivos del mandato de Pío XII.
Uno de los que revisará los cientos de miles de documentos será el historiador eclesiástico alemán Hubert Wolf.
Wolf le dijo a la cadena DW que, aunque podría tardar años, finalmente se sabrá si Pío XII “dio instrucciones directas” de ayudar a escapar a los prófugos nazis con el fin de “combatir el peligro comunista”.
O si “el Papa no sabía de la ayuda concreta y algunas personas de su entorno se aprovecharon de eso”.