Un día del invierno boreal en Padua, hace 410 años, Galileo Galilei hizo una lista de compras que quería hacer en su próximo viaje a Venecia.
Se parece a esas que nos encontramos a veces olvidadas en nuestros bolsillos. La suya, como algunas de las nuestras, estaba escrita en el reverso de una carta sin importancia que había recibido recientemente.
Empieza con…
La lista es preciosa por ser del puño y letra del genio pisano, y porque nos invita a imaginarnos su cotidianidad.
Pero hay otra razón que la hace interesante y se deriva de los poco usuales, y hasta misteriosos, objetos que apuntó después, como por ejemplo…
Diferentes tipos de espejos, una pieza de un instrumento musical y balas de armas de guerra… ¡a que tus listas de compras no han incluido esas cosas!
Pero, claro, no todos nos proponemos antes de un viaje convertir lo que entonces se vendía como un juguete en un instrumento que cambiaría la visión del Universo.
En 1608, un brutal conflicto de 40 años entre holandeses y españoles estaba en punto muerto. Ambas partes estaban desesperadas por encontrar algo que les diera una ventaja militar.
Cuenta la historia que un día, en la ciudad provincial de Middleburg, en el condado de Holanda de las Provincias Unidas, un joven fabricante de anteojos llamado Hans Lippershey estaba en su tienda observando a dos clientas jugar con un par de lentes.
Una de ellas tenía un lente convexo, del tipo que se usa en las gafas para magnificar objetos, y lo estaba usando para mirar una veleta. Pero cuando lo movía demasiado lejos de su ojo, la imagen se volvía borrosa.
La otra chica estaba sosteniendo un lente cóncavo y lo puso frente al convexo. Para su sorpresa y deleite, la imagen ampliada por el primer lente volvió a ser nítida.
Más tarde, Lippershey tomó un tubo y juntó esos dos lentes en la orientación correcta y se dio cuenta de que una herramienta como sería útil para los holandeses en la batalla, pues podrían ver a los invasores españoles desde mucho más lejos de lo que los ojos permitían.
Llamó al aparato “el observador” y, rápidamente, le solicitó a las autoridades holandesas una patente exclusiva, convencido de que haría su fortuna.
Desafortunadamente, los funcionarios del gobierno decidieron que la idea era demasiado simple como para mantenerla en secreto, otorgarle la patente y el reconocimiento como inventor.
Con el intento fallido de Lippershey de patentar su invención, el secreto del catalejo no lo fue más. No sólo el invento, ahora conocido con el nombre de “lente espía”, se vendía como un juguete, sino que la idea se extendió por toda Europa, hasta llegarle a ese hombre que en Padua estaba planeando un viaje a Venecia.
Galileo era en ese entonces profesor de matemáticas de 44 años y no estaba interesado en la óptica.
No obstante, tomó el juguete, capaz de agrandar los objetos observados 2 o como máximo 3 veces, y aplicó sus conocimientos de lógica y cálculo para analizar el fenómeno y experimentar con lentes él mismo.
En el curso de un sólo día hizo su propia versión del catalejo, como le contó a sus amigos en una carta.
“Aplicando mi ojo a la lente cóncava, vi objetos satisfactoriamente grandes y cercanos. Parecían estar a un tercio de la distancia y nueve veces más grandes que al mirarlos solo con el ojo al natural“.
Galileo no estaba necesariamente motivado por pura curiosidad intelectual; le entusiasmaba la fama, el poder y la gloria. Y para lograr todo eso necesitaba impresionar a familias gobernantes, como los Medicis de Florencia, o a los dux (dogos) de la República de Venecia.
El catalejo original que construyó Galileo era un instrumento tosco, cuya aumento era apenas de 3 veces el tamaño del objeto real.
Su segundo intento, según una carta que le escribió al dux de Venecia, era capaz de incrementar el tamaño 9 veces, u 8, según registró luego en su tratado “Sidereus nuncius” (conocido como “Mensajero sideral” o “Mensaje sideral”).
Al escribir sobre esos dos catalejos, dio detalles sobre sus métodos de construcción.
Pero sobre la versión que hizo para los Medici, refinada, perfeccionada y envuelta en un hermoso cuero rojo, sólo reveló algunas pistas generales sobre mejoras que ya se encontraban en el mercado.
Incluso el diagrama impreso en el “Sidereus nuncius” es críptico.
El silencio de Galileo no sorprende: probablemente ya estaba consciente de la necesidad guardarse para sí sus logros.
En esa época, los ópticos guardaban con recelo los secretos del esmerilado y pulido de los lentes para no correr el riesgo de que les arrebataran el crédito científico y financiero.
Esa es la otra razón por la cual su lista de compras es tan apreciada.
El documento privado revela no sólo los ingredientes para crear uno de los mayores tesoros de la astronomía sino también los profundos conocimientos que había adquirido Galileo sobre el vidrio y la manufactura de lentes para poder superar la calidad de lo que hasta entonces existía.
Es así como la parte algo surrealista de la lista cobra sentido.
No tenía la intención de comprar balas de cañón ni los moldes para hacerlas, por ejemplo, sino de una culebrina (pieza de artillería de la época) cuyo diámetro es de unos 5 centímetros, pues estaba considerando usar eso o algo similar para moldear las superficies cóncavas y convexas de los lentes.
Respecto a Trípoli, se refería a un tipo de arena hecha de los esqueletos de unos organismos marinos microscópicos llamados radiolarios que originalmente fue encontrada en Libia, cerca a Trípoli, de ahí el nombre. Desde el Medioevo se usaban para esmerilar y pulir superficies de vidrio o metal.
Y esa colofonia servía como goma, ya sea para fijar el lente temporalmente a algo o para frotarlo y limpiarlo, pues es la resina natural de algunos árboles y su consistencia es la del chicle -de hecho, el chicle es fundamentalmente colofonia-.
Estos y otros nueve ítems de la lista le ayudaron a los historiadores averiguar qué materiales y cuáles métodos usó Galileo para crear uno de los telescopios más famosos de la historia, que según el Sidereus Nuncius, podía aumentar el tamaño de la imagen más de 30 veces.
Por supuesto, es lo que hizo después con su revolucionario instrumento lo que cambiaría su vida para siempre, y la relación de la humanidad con el cosmos.
Lo apuntó al cielo, al reino de los dioses, y descubrió un mundo que ningún otro humano había visto antes.
Y lo que vio fue absolutamente asombroso.
Vio que la superficie de la Luna, lejos de ser perfectamente esférica como había dicho Aristóteles -lo que se seguía considerando cierto casi 2.000 años después de su muerte-, estaba “llena de cavidades y prominencias, no muy diferente de la faz de la Tierra”.
Descubrió que la Vía Láctea era, de hecho, “una serie de innumerables estrellas”; se dio cuenta de que Júpiter tenía cuatro lunas propias y que Venus tenía fases similares a la Luna; y hasta notó imperfecciones en el Sol.
Hasta entonces, los astrónomos se comportaban -como escribió frustrado Galileo- “como si el gran libro del Universo hubiera sido escrito para ser leído por nadie más que Aristóteles“.
Pero cada descubrimiento que hacía, ponía más en tela de juicio esos conocimientos adquiridos y llevaba a Galileo a sospechar que lo que había dicho el astrónomo polaco Nicolás Copernico medio siglo antes era cierto: la Tierra giraba alrededor del Sol.
Con la creación de estos instrumentos, de repente todos podían mirar hacia el cielo y eso transformó la forma en que pensábamos sobre la verdad y la evidencia, bases para la ciencia.
Científicos y aficionados podían ver las cosas por sí mismos, de manera que ya no tenían que aceptar la autoridad de otros sin ponerla a prueba.
En ese sentido, el telescopio condujo a la democratización del conocimiento.
Nuestro Universo se expandió como nunca antes y nuestra comprensión de nuestro lugar en él se alteró.
~Si quieres saber más sobre la historia del telescopio, no te pierdas las serie de la BBC “Revoluciones: las ideas que cambiaron el mundo”, episodio 5
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