Una vespa antigua, llena de polvo, espera aparcada en un camino por asfaltar, frente a una valla cubierta de matorrales. Cerca está su dueño: Tom, un hombre menudo de 84 años, que lleva más de 15 minutos mirando fijamente las obras al otro lado de la verja, con el casco aún puesto y unas gafas oscuras para protegerse del sol.
“Ahí —dice apuntando hacia la arenilla que mueve un pequeño tractor— había hace años grandes chimeneas, de las que salía un humo enorme, muy grande… Y al lado, pilas de madera“.
Se trataba, según Tom, de “otra era”, a la que vuelve de vez en cuando con su pequeña moto y su casco, para rememorar las décadas en las que trabajó en la planta de papel que dio vida a esta comunidad del noreste de Wisconsin (EE.UU.) y que ya es cosa del pasado.
Ahora, en su lugar, hay obras para posiblemente levantar modernos edificios residenciales, como el que se erige reluciente en una esquina. Unos US$1.900 dólares por el alquiler de un apartamento de una habitación, más que en un barrio acomodado de Miami.
“Quién va a pagar por eso… si aquí no tienen trabajo“, dice Tom con los brazos encogidos mientras trata de volver a arrancar su vespa.
Todo el mundo aquí conoce la historia de la planta de Kimberly aunque no la viviera. Pero es un episodio que podría contarse de cualquier país del mundo y que, en Estados Unidos, marca a los territorios del llamado “cinturón industrial” o “de óxido”, cruciales para determinar quién saldrá triunfante estas elecciones.
Hablamos de Wisconsin, pero también de Pensilvania y Michigan, tres estados que no habían votado por un candidato republicano desde los años 80 y que en 2016 se voltearon por sorpresa, abriéndole las puertas de la Casa Blanca a Donald Trump.
¿Se repetirá este año su apoyo?
En Estados Unidos, el activismo político empieza en tu propia puerta.
Se ve en Madison, una capital, la de Wisconsin, que resulta acogedora desde el primer momento: con sus casas bajas de postal, sus zonas verdes repletas de familias o jóvenes, sus imponentes lagos y la cúpula del Legislativo, el edificio más alto de la ciudad.
“Biden-Harris”, “Black Lives Matter“… los carteles a las entradas de las viviendas unipersonales dan la bienvenida al visitante y confirman la tendencia progresista que se suele dar en las urbes estadounidenses.
Pero el panorama cambia radicalmente al salir de este centro neurálgico moderno pero tradicional: en las carreteras que parten de Madison hacia el norte, el oeste o el este, Trump es la norma.
“Keep America First!“, se lee en los numerosos carteles que sobresalen a ambos lados de la vía, y que contrastan con el verde y amarillo de los vastos campos en los que han sido colocados.
“Trump-Pence 2020”, en azul, rojo y fondo blanco. Sobre la tierra o rotulado en un camión colocado estratégicamente para captar la atención del conductor en medio del cautivador paisaje.
“Por aquí, todo lo que se ve es Trump”, apunta Debbie Flood, una empresaria que cambió su forma de vida y su residencia cuando su padre, veterano de la II Guerra Mundial, murió de forma inesperada y ella tomó las riendas del negocio.
Es dueña de una pequeña fundición y taller de maquinaria y allí, en “the Melron Corporation”, es donde recibe a BBC Mundo tras haber acaparado todas las miradas a nivel nacional con su discurso en la Convención Nacional Republicana el pasado agosto.
“Esto, antes, no se podría considerar parte del cinturón industrial —reflexiona—, pero desde hace años supongo que sí, hay mucha industria aquí”.
El llamado “cinturón industrial” o “de óxido” (una traducción del inglés Manufacturing Belt o Rust Belt) no es una zona geográfica delimitada, sino más bien un concepto popularizado por la política y los medios de comunicación; un apodo que suele referirse a la cuna de las industrias manufactureras en el país, de glorioso pasado e incierto futuro.
Una suerte de sentimiento de abandono se palpa en algunas de las conversaciones con trabajadores de estas regiones del Medio Oeste, vapuleado desde mitad del siglo XX por un proceso de desindustrialización, creciente competencia global y la externalización, que llevó a la pérdida de empleo y a una merma demográfica.
Es aquí donde Trump se hizo fuerte con su lema de revitalizar la industria estadounidense, ganándose por un estrecho margen a la clase trabajadora que tradicionalmente había estado del bando demócrata.
El apoyo de este grupo demográfico al partido azul se consideraba tal que la entonces candidata demócrata a la presidencia, Hillary Clinton, no llegó a visitar el estado de Wisconsin durante su campaña.
Este noviembre, “si nada cambia sobre el mapa electoral, [Joe] Biden tendrá que recuperar el apoyo de Pensilvania, Michigan y Wisconsin para salir victorioso”, subraya Barry Burden, director del Centro de Investigación de Elecciones de la Universidad Wisconsin-Madison.
Y, entre estos tres estados, el resultado en Wisconsin parece el más incierto.
“Hay evidencia de análisis de FiveThirtyEight (portal de referencia en sondeos) de que Wisconsin es más volátil, oscilando más entre unas elecciones presidenciales y las siguientes. Los comicios a gobernador en Wisconsin en 2018 fueron muy ajustados pero en Michigan y Pensilvania, que se celebraron al mismo tiempo, estuvieron más desbalanceados a favor de los demócratas”, señala Burden.
Este año ambos candidatos son muy conscientes de ello y Debbie Flood es un ejemplo de ello.
Su aparición en la Convención Nacional Republicana fue una de tantas por parte de wisconsinitas apoyando las políticas de Trump: desde empresarios como ella a trabajadores del acero.
“Los últimos cuatro años han sido muy buenos para nuestro negocio bajo su presidencia”, cuenta Flood en sus oficinas, situadas en un complejo industrial que parece bastante activo y en el que es difícil distinguir entre una empresa y otra.
“Espero que te haya servido la banderita de EE.UU. que coloqué a la entrada…”, dice la empresaria sobre la señal que puso en el buzón de sus instalaciones para que BBC Mundo diera con el lugar.
“Yo soy muy de abrazar, pero con el coronavirus…”, continúa mientras ofrece unas gafas protectoras a esta periodista y abre las puertas de su negocio.
Su rostro no deja de sonreír durante el tour por la planta, mientras va explicando cada pequeño detalle de su producción y saluda a sus trabajadores en sus diferentes puestos, todos ellos ataviados con mascarilla y algo más tímidos con la prensa.
En su discurso en la Convención, se presentó como dueña de “una de las pocas empresas que quedan en Estados Unidos que hacen sus productos desde principio a fin bajo el mismo techo”. Es decir: Made in America 100%.
Y su mensaje inspiró a muchos.
“Al principio, estaba aterrada… Todo el mundo me apoyó mucho, la respuesta fue sobrecogedora. Nuestra página web colapsó en minutos”, destaca.
Las cartas y postales que recibió son muestra de ello: una de ellas, firmada por una agente de policía retirada de Nueva York, le da las gracias por su intervención y le envía un parche bordado con la forma de la insignia del cuerpo como regalo.
No obstante, no todo fueron alabanzas. Flood también cuenta que algunas personas cercanas le llamaron para recriminarle su apoyo a Trump, muestra de la preocupante división social en el país, que ha llevado a familias a vetar discusiones de política en casa, a vecinos y amigos a dejar de hablarse.
El contacto de BBC Mundo con Flood pasó por varias etapas y entre ellas se incluye un correo de la propia campaña de Trump, que estuvo presente en la primera entrevista telefónica entre este medio y la empresaria, asegurándose de que la conversación no se desviara del ángulo empresarial.
Durante la visita, sin embargo, la situación fue radicalmente distinta y Flood no solo abrió las puertas de su “casa”, orgullosa de lo que ha conseguido su empresa —que llegó a perder en los años 2000 casi el 50 % de su negocio por China—; también se pronunció sobre otros temas alejados de su profesión.
“Mi apoyo al presidente Trump y los republicanos no tiene nada que ver con sus personalidades”, explica en un correo posterior a la visita, tras haber reflexionado sobre algunas de las preguntas que le hizo BBC Mundo.
“Me fijo en las decisiones políticas, en general, y apoyo lo que creo que es bueno para mi empresa y mis trabajadores, mi familia y el país”, ahonda.
Flood alaba el plan fiscal de Trump, de recortes de impuestos, y la reducción de las regulaciones, unas medidas que le hicieron sentir que “el gobierno estaba apoyándoles”, mientras que antes sentía que tenían que “luchar contra el Ejecutivo”.
“Además, por fin alguien se está enfrentando a China. Creo que deberíamos tener una buena relación con China, pero tienen que jugar bajo las mismas reglas”, subraya.
Su empresa también se vio afectada los primeros meses de la pandemia, pero recibieron de manera temprana el paquete de estímulo ofrecido por la administración Trump, lo que le permitió amortiguar el golpe y mantener a sus 19 empleados.
“La pandemia de coronavirus fue una sorpresa para todos. Hubo muchas incógnitas en el proceso de entender la enfermedad en sí misma y cómo prevenir que contagiara a estadounidenses, y el presidente Trump siguió el consejo de sus asesores médicos y, en ocasiones, probablemente fue más agresivo en sus acciones que lo que incluso le estaban recomendando”, opina Flood.
El coronavirus se ha llevado a más de 218.000 estadounidenses en unos pocos meses y ha contagiado a más de 8 millones de personas, el país más afectado del mundo por la pandemia, que ha destapado las grandes fallas de su sistema de capitalismo feroz.
Pese a ello, del covid-19 es de lo que menos se hablaba en un mitin de Trump por esas mismas fechas en Wisconsin, al que BBC Mundo asistió. Una de las numerosas visitas que el presidente ha realizado al estado en esta campaña y que ocurrió antes de su diagnóstico de coronavirus.
Al ritmo de de Céline Dion y el tradicional “We are the champions”, cientos de personas con vistosos atuendos en honor al presidente celebraban el trumpismo, entendido como la defensa de la “ley y el orden”, de la Segunda Enmienda (poseer y portar armas) o la lucha contra el aborto.
Para todos ellos, no había duda: Trump ha cumplido con sus promesas. “No hay que prestar atención a lo que dice, hay que fijarse en sus acciones“, insistían varios de los asistentes al evento, formado por una mayoría blanca y sin mascarillas.
Las buenas cifras de la economía prepandemia, los recortes de impuestos o los avances en Medio Oriente son algunos de los logros que los asistentes sacaban a colación, en medio de las constantes críticas y la desconfianza hacia los medios, la ciencia o las propias instituciones estadounidenses.
Ese tipo de reacciones no eran de extrañar cuando uno ve y escucha al presidente empezar su mitin mofándose de haber desoído las recomendaciones del gobernador demócrata de ese estado sobre reuniones de este tipo; o proclamar, una y otra vez, que estas elecciones serán un “fraude”.
Trump sabe por qué viaja a Wisconsin y remarcó, en línea con el discurso que le dio su primera victoria, que convertirá a EE.UU. en el “súper poder manufacturero del mundo”.
Sin embargo, los números durante su mandato muestran una realidad compleja.
El crecimiento del empleo manufacturero se aceleró en el país en sus primeros tres años en la Casa Blanca, sumando casi 500.000 puestos, pero los grandes beneficiados no fueron los núcleos tradicionales, sino los polos de manufactura más avanzada, dejando entrever la difícil tarea de “devolver la grandeza” a un sector en un mundo cambiado por la globalización.
Por ejemplo, de los 20 condados con mayores aumentos de 2016 a 2018, cuatro se situaron en California, cuatro en Texas, dos en Florida y tres en Michigan, el único que pertenece al llamado “cinturón industrial”, según un análisis del think tank Economic Innovation Group.
Trump ha conseguido también históricas cifras de empleo durante su gobierno, impulsado por la buena trayectoria de la economía que dejó su predecesor, pero el duro golpe de la pandemia en el país se ha llevado todo eso por delante y su gran baza electoral se tambalea.
“[Trump] dijo que iba a traer trabajos de vuelta. Que los empleos no se iban a ir del país. Y era todo mentira, se confirmó poco después de que fuera elegido”, manifiesta tajantemente Michael Bolton, director del distrito 2 de United Steelworkers (USW), sindicato con miembros en América del Norte de diferentes sectores, desde enfermeras a trabajadores de la siderurgia.
Con rostro serio y entre largas pausas, Bolton lamenta los recientes cierres de plantas anunciados no solo en Wisconsin, también en Michigan, las dos zonas que él representa. Unos 2.500 empleados de la industria siderúrgica y papelera que, si nada cambia, se irán a la calle.
“Wisconsin Rapids (donde se producirá el cierre de la planta papelera) se volverá una ciudad fantasma“, augura el veterano sindicalista, de mirada penetrante, pelo canoso y una cadena de oro que deslumbra en su uniforme.
Bolton lo tiene claro: la guerra comercial con China no ha funcionado, especialmente para el sector siderúrgico.
“Quizá hubiera funcionado si [Trump] tuviera un plan de largo alcance (…) La única forma de arreglar la industria es, por ejemplo, reducir la producción en otros países”, considera.
“Si un país —dice refiriéndose a China— está produciendo más producto del que se puede usar en el mundo en un año, los aranceles en sí mismos no arreglan nada. Y eso es todo lo que hizo. No tiene ningún plan para aumentar la manufactura aquí”, critica.
Bolton y tres compañeros de sindicato se reúnen con BBC Mundo en Wisconsin después de muchas ideas y venidas, entre ellas, un amago de cancelación poco antes de la entrevista: Biden venía de sorpresa al estado y el director tenía que acompañarle en su acto de campaña.
Esa estrecha vinculación con el candidato demócrata no sorprende en el país, donde los sindicatos y sus miembros tradicionalmente han sido un gran apoyo del partido azul… hasta que llegó Trump e hizo saltar el statu quo por los aires.
El encuentro finalmente sucede a última hora del día en las oficinas de USW en Menasha, un lugar un tanto gris, al borde de la carretera y rodeado de paradas de comida rápida.
Hace mucho tiempo que Bolton no pasa por esta sede, dice su secretaria; y es una situación bastante inusual en época de elecciones, pues si no fuera por el covid-19 el sindicato estaría en plena ebullición haciendo campaña.
“[El coronavirus] lo ha hecho más difícil. Lo hacemos lo mejor que podemos. A veces, tienes que levantarte, dejar el teléfono e irte a sentarte al porche durante cinco minutos”, explica Wendy Wied, una veterana sindicalista a la que se le intuye un gesto facial amable, a pesar de la mascarilla que ella y todos los demás portan.
Wied tiene un objetivo personal: que sus seis nietos puedan tener un futuro con un trabajo bien remunerado, y cree que Biden es la mejor apuesta para lograrlo.
“Y no solo se trata de trabajos, es el alma de este país, necesita ser curada“.
Todos coinciden en que la división ciudadana, que enfrenta dos ideas opuestas de un mismo país, es más notable que nunca.
Pese a ello, el más joven de los cuatro sindicalistas, Casey Leclaire, asegura que, en su ronda de llamadas de campaña, si encuentras a alguien “en el momento y la hora adecuada del día”, acabas teniendo conversaciones muy interesantes.
“Quizá podemos cambiar algunas opiniones con un poco de compasión y decencia”, considera Leclaire, siempre en busca de “la próxima planta” que abra, con la esperanza de que —esta vez, sí— pueda ser un trabajo duradero.
“Muchos de los seguidores de Trump con los que he hablado han perdido la esperanza en el sistema. Creen que de alguna manera este hombre les va a salvar y creen que todo lo demás es irrelevante, y sencillamente creo que eso no es verdad”.
Para Leclaire, no solo importa tener en empleo, sino también en qué condiciones. “Es muy importante qué tipo de seguro médico tienes, el porcentaje de beneficio de tu empresa que acaba en tu bolsillo”, señala, notablemente molesto.
La “lealtad” de Biden hacia los trabajadores, su plan para apoyar la manufactura o sus décadas de experiencia política en busca del entendimiento bipartidista son algunos de los aspectos más destacados por los sindicalistas de USW, que esperan que el demócrata devuelva a Estados Unidos su posición de liderazgo internacional.
Esto último parece preocuparles especialmente, pues al acabar la entrevista formal, uno de los miembros no tarda en preguntar: “¿Cómo nos ven en tu país? ¿Ha cambiado mucho la visión de EE.UU.?”
A partir de las ocho de la noche, pocos comercios quedan abiertos en el camino desde Menasha, donde BBC Mundo se reunió con el grupo de sindicalistas, hasta Waumandee, la siguiente parada de esta ruta por el estado clave de Wisconsin.
La granja de John Rosenow, el destino final de este medio, está en las profundidades de la considerada “América rural” y, sin duda alguna, la vía para llegar hasta ella lo evidencia.
En un momento dado, se acaban los nombres o números de la carretera y todo lo que queda son caminos sin asfaltar identificados con una letra suelta que cuesta alumbrar.
Mientras los animales salvajes cruzan sin mirar, alguno que otro yace en la vía ensangrentado.
“¡Sígueme!”, grita el granjero John Rosenow subido a un destartalado carrito de golf, con su pequeño y entusiasta perro sentado sobre sus piernas, en ruta hacia su casa.
A las puertas de su vivienda y una de sus tres granjas productoras de leche, el nombre de Biden destaca en un cartel gigante, junto a frases de Alexander Hamilton (“Quienes no defienden nada, acaban creyéndose cualquier cosa”) o James Baldwin (“La ignorancia, aliada con el poder, es el mayor enemigo de la justicia”).
“Es cosa de mi esposa, yo solo soy el manitas”, ríe Rosenow, que parece ser el único demócrata en bastantes kilómetros a la redonda.
Los trabajadores del sector agrícola fueron uno de los grandes impulsores de Trump en 2016, y han resultado ser uno de los grandes afectados por la confrontaciones comerciales de la Casa Blanca con China y otros países.
“Las guerras comerciales nos hicieron mucho año (…) He sido granjero durante casi medio siglo y hemos tenido quizá 6 o 7 años en los que no hemos hecho dinero. La mayoría de ellos fueron los últimos cuatro o cinco años”, asegura Rosenow, que creció en una familia demócrata, la excepción en este enclave “durante 100 años”.
Irónicamente y a pesar del duro golpe que también sufrieron por la pandemia, este 2020 conseguirán uno de sus mejores resultados: “2014 fue el mejor año nunca visto, hasta este”.
Las ayudas gubernamentales han inclinado la balanza a su favor y no parece que vayan a acabarse, al menos hasta las elecciones: precisamente en el mitin de Trump al que BBC Mundo asistió pocos días antes de la visita a la granja, el presidente anunció un nuevo paquete de subvenciones para el sector.
El apoyo económico no puede llegar en mejor momento. “Los ganadores lecheros están quebrando aquí, por doquier”, lamenta Rosenow, al que es fácil reconocer por su gran estatura y su “uniforme” de trabajo, gorra y peto a rayas.
Un breve paseo por esta zona de campos dorados de trigo, que sobrevive gracias a una fuerza laboral formada por mexicanos —la mayoría indocumentados—, deja entrever parte de esa crisis, con algunas instalaciones cerradas y la única tienda de comestibles que se puede encontrar sin tener que conducir más de 30 minutos sellada con candado a media mañana.
Como algunos de los trabajadores de fábricas papeleras o siderúrgicas, Rosenow también se siente parte de un colectivo olvidado por Washington y atribuye a ello el apoyo a Trump de algunos de sus vecinos, con los que mantiene una muy buena relación a pesar de sus diferencias políticas.
“A lo largo de mi vida, que ha sido bastante larga, recuerdo ver el discurso del Estado de la Unión y estar esperando algún tipo de referencia a la economía agrícola. Y si el presidente decía algo, solía ser algo pequeño, pero destacado. Pero eso no ha pasado con los últimos tres o cuatro presidentes, o cinco. Casi nunca se nos menciona”.
Rosenow parece saltarse a Trump, quien sí incluyó en su último discurso del Estado de la Unión una breve referencia a este colectivo, consciente de la importancia de este grupo para su victoria.
“Representamos menos votos, pero la gente sigue comiendo… Diría yo que seguimos siendo algo importantes”, comenta el granjero con una risa irónica, dejando escapar al perro de sus brazos.
Su mirada hacia un pasado que ya no está recuerda inevitablemente a la de Tom, el jubilado de la fábrica papelera con la que arrancaba esta crónica.
El octogenario de la vespa y el casco también decía considerarse “demócrata”, un liberal de toda la vida.
Algunos de los ciudadanos de este estado identificados como demócratas no votaron en 2016 por desafección con Hillary Clinton, pero Tom no está entre ellos.
Él sí votó, y lo hizo por Donald Trump, quizá por esa esperanza en alguien nuevo, que pueda devolver la “grandeza” a la industria que le permitió cumplir su sueño americano.
“Los demócratas… no han dejado hacer nada al presidente”, dice ahora Tom, queriendo desviar la conversación de la política y devolverla a su añorada fábrica.
Entonces… “¿volverá a votar por él?”, pregunto.
Tom pone cara de no querer responder y hace amago de irse. Pero entonces se gira, se detiene en silencio unos segundos y contesta con un gesto que no deja lugar a dudas: lanzando una moneda al aire.
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