En una mañana nublada de octubre, un equipo de científicos se adentró en la mata atlántica de Brasil en busca de monos.
Un hombre llevaba lo que parecía una vieja antena de televisión y un machete. Una mujer a su lado sostenía una pequeña jaula de metal -una trampa- y dos bolsas repletas de plátanos.
Su misión: detener el próximo brote de fiebre amarilla en los monos antes de que se extienda a los humanos.
Puede que Brasil esté tratando de hacer frente a la segunda tasa más alta de muertes por covid-19 en el mundo, después de Estados Unidos. Pero los científicos temen que esta otra enfermedad, mucho más letal, pueda irrumpir de nuevo en el país sudamericano.
La fiebre amarilla infecta a unas 200.000 personas y mata a 30.000 de ellas cada año, más que los atentados terroristas y los accidentes de avión juntos.
Causada por un virus que se propaga entre humanos y primates a través de los mosquitos, sus síntomas incluyen fiebre severa, dolores de cabeza y, en algunos pacientes, ictericia (coloración amarilla de la piel que da nombre a la enfermedad).
Los casos graves pueden provocar hemorragias internas y fallo hepático.
Aproximadamente el 15% de las personas afectadas por la fiebre amarilla morirán de ella si no están vacunadas, una tasa de mortalidad muy superior a la de la covid-19.
En los últimos años, Brasil ha visto más casos de fiebre amarilla que cualquier otro país.
En diciembre de 2016, un brote comenzó en Minas Gerais y se extendió al vecino Espírito Santo. En ese momento, unos 40 millones de brasileños en riesgo de contraer la fiebre amarilla carecían de vacunas.
En mayo de 2017, se había extendido a lo largo y ancho de Brasil, con focos en los estados vecinos de Río de Janeiro y Minas Gerais, pero con brotes adicionales en lugares tan lejanos como el estado norteño de Pará, a casi 4.800 km de distancia.
Fue el peor brote en más de 80 años. Se infectaron más de 3.000 personas. Casi 400 murieron en cuestión de meses.
“Cuando tienes primates atrapados en pequeños bosques en una densidad alta… es fácil que todos se infecten”, dice Carlos Ramón Ruiz-Miranda, biólogo conservacionista de la Universidad Estatal del Norte de Río de Janeiro.
En los bosques infestados de mosquitos de Brasil, la enfermedad parece saltar con especial rapidez entre los tamarinos león dorado (así se llama esta especie de monos) y los humanos.
Pero aunque los mosquitos son los portadores, son las personas las que están empeorando la situación.
A medida que los humanos invaden más y más la selva, reducen la diversidad biológica y se acercan al hábitat de otros primates.
Esta tendencia no se detendrá pronto, lo que significa que el próximo brote puede ser aún más mortífero.
A solo 80 km del lugar en que los científicos buscan a los monos se encuentra la ciudad de Río de Janeiro, la sexta mayor área metropolitana de América.
A seis horas en automóvil, se encuentra São Paulo, la mayor metrópolis del hemisferio occidental.
La relativa proximidad de estas densas zonas urbanas a los bosques crea las condiciones perfectas para una epidemia de una magnitud inédita desde que se descubrió la vacuna contra la fiebre amarilla, hace casi un siglo.
Y eso incluso teniendo una vacuna la fiebre amarilla, una “muy eficaz”, dice la colega de Ruiz-Miranda en la Universidad de Río, una investigadora de genética y primates de 33 años llamada Mirela D’Arc.
En 2018, el gobierno anunció una campaña para vacunar contra la fiebre amarilla a casi 80 millones de los 210 millones de brasileños.
En algunos municipios, hasta el 95% de los residentes han sido vacunados. Pero en las ciudades más grandes del país la tasa apenas supera el 50%.
Muchos brasileños no confían en las directrices de su gobierno cuando se trata de la salud pública.
La corrupción en Brasil es rampante y, aunque la vacuna se administra gratuitamente, muchos suponen que se les dice que se vacunen para que otros se enriquezcan con ello.
Esta desconfianza ha obstaculizado el reciente impulso para vacunar a 23 millones de personas que viven en São Paulo y Río y sus alrededores.
Tras el brote de 2016-17, las largas colas para conseguir la vacuna y las noticias falsas difundidas en las aplicaciones de mensajería que decían que no era efectiva disuadieron a algunos de vacunarse.
Es más, puede que no haya suficientes vacunas para todos.
La Organización Mundial de la Salud ha pedido a los fabricantes de productos farmacéuticos que aumenten la producción, pero la vacuna “sigue estando restringida debido a la limitada capacidad de producción”, informa Unicef.
Como resultado, apenas la mitad de las personas que vive en Río se han vacunado contra la fiebre amarilla.
Podría haber otra manera. En el mundo hay 7.800 millones de personas, pero sólo unos 2.500 ejemplares de la especie tamarino león dorado.
Así que para detener futuros brotes entre los humanos se podría utilizar un enfoque novedoso: vacunar a nuestros hermanos peludos y amantes de los plátanos.
“Una forma de detener la propagación de la enfermedad es vacunar a los humanos y a los tamarinos” por igual, explica D’Arc.
“Si se vacuna a los monos, hay menos individuos portadores de la enfermedad”, sostiene Ruiz-Miranda. “Es una inmunidad de rebaño”.
A primera vista, el tamarino león dorado parece fuera de lugar: una ardiente bola de pelusa anaranjada que contrasta con el fondo de una selva de tonos verdes.
Si se les pone un bigote y se les quita la cola, se parecen mucho al Lorax del libro infantil de 1971 del Dr. Seuss, en el que una criatura peluda defiende su bosque contra los humanos, que vienen a talar todos los árboles.
En el libro, el Lorax es sacado de su entorno natural, obligado a abandonar el bosque.
Lo mismo le ocurrió al tamarino león dorado de Brasil.
Los tamarinos ocupaban antaño grandes extensiones de la mata atlántica del sureste de Brasil.
Pero en la década de 1970, la tala de árboles redujo su hábitat a pequeños pedazos de terreno. En 1971, había menos de 400 ejemplares en libertad, lo que los convertía en una especie en peligro crítico de extinción.
Para salvarlos, los humanos tomaron una página del libro del Dr. Seuss: los conservacionistas sacaron decenas de monos de su cada vez más reducido hábitat y los depositaron en reservas naturales a las afueras de la ciudad de Río.
La intervención funcionó. En 2014, la población de tamarinos había repuntado hasta alcanzar entre 1.700 y 2.400 ejemplares, según Ruiz-Miranda.
La mayoría vive en fragmentos de bosque que quedan en la cuenca del río São João.
Su capacidad de recuperación fue suficiente para reclasificar la especie desde “en peligro crítico” a “en peligro”. Parecía que los tamarinos podrían perseverar.
Hasta que en 2017 golpeó la epidemia de fiebre amarilla.
“Es muy raro que la gente encuentre un mono muerto al lado de la carretera, eso no pasa nunca”, dice Ruiz-Miranda.
Por eso le impactó tanto lo que ocurrió a principios de 2017. Un agricultor les llevó a su equipo y a él hasta un tamarino muerto en el bosque.
El mono dio positivo en el test de diagnóstico de la fiebre amarilla. Pronto encontraron otros cinco monos muertos.
Cuando terminó, aquel brote de fiebre amarilla había matado a más de 4.000. Entre algunos grupos de monos aulladores, la tasa de mortalidad alcanzó el 80-90%.
Los ya vulnerables tamarinos también se vieron muy afectados. “En total perdimos el 30% de la población, que pasó de 3.700 a 2.600 en un periodo inferior a un año”, contabiliza Ruiz-Miranda.
Después, su equipo empezó a realizar muestreos rutinarios en las zonas donde habían muerto los tamarinos.
En todos los lugares en los que tomaron muestras, dice, al menos uno o dos monos dieron positivo a la fiebre amarilla.
La epidemia de 2017 demostró que no solo los humanos, sino también los tamarinos, podían ser vulnerables a una enfermedad común.
“La fauna salvaje es tan víctima de la enfermedad como la población humana”, dice Ruiz-Miranda.
Brasil alberga más especies de primates que cualquier otro país de la Tierra.
Para salvar a los humanos, puede que ahora tengamos que salvar a los tamarinos. Y eso es lo que, trampas y plátanos en mano, se propuso hacer D’Arc una mañana nublada de octubre.
En el trayecto de D’Arc desde Río hasta el límite de la Reserva Biológica del Poço das Antas, no paraba de cruzarse con las señales de la invasión humana en la selva autóctona: una autopista, un sistema acuífero, las plantaciones de plátano…
“Tienes pastos para el ganado que se adentran hasta en bosques de relativa calidad”, lamenta Ruiz-Miranda.
“Y una carretera que atraviesa el paisaje separando la reserva de otros bosques”.
El equipo se adentró en el bosque a través de una rotura en una alambrada.
No tardaron en avistar lo que andaban buscando: de pelo anaranjado y cuerpo rellenito, era la hembra adulta de tamarino conocida por su número F16 y se hallaba sentada en la estrecha rama de un árbol.
Cuando vio a los científicos, no huyó. Se acercó a ellos, curiosa, con su larga cola roja colgando hacia el suelo.
“Generalmente, los animales temen a los humanos”, explica D’Arc. “Pero aquí, en este rodal, los tamarinos león dorado están familiarizados con nosotros”.
Dirigido por Andreia Martins, el equipo de la Asociación del Tamarino León Dorado, un grupo de conservación sin ánimo de lucro, se puso manos a la obra.
Uno de los investigadores utilizó un pequeño dispositivo GPS para registrar la ubicación del mono, siguiendo los movimientos del animal por todo el bosque.
Otros colocaron sobre el suelo dos trampas cargadas de plátanos en una plataforma de madera hecha a mano.
Los investigadores observaron cómo un mono se acercaba a la jaula, y luego otro.
El primer mono, receloso, saltó a un árbol cercano para ver cómo el segundo entraba en la jaula para coger el plátano.
La puerta de la jaula se cerró rápidamente, atrapando al tamarino en su interior. Un tercer mono -un tití, un pariente cercano- entró en la segunda jaula sin vacilar y… ¡zas! Atrapado.
Lo que el mono ve, es lo que el mono hace.
Una vez atrapados suficientes tamarinos, D’Arc y sus colegas se dirigieron al laboratorio, donde se vistieron con batas protectoras, guantes de látex y mascarillas.
Para asegurarse de que los monos no sintieran nada, los investigadores los sedaron.
Luego les hicieron un chequeo general de salud, pesándolos y tomando su temperatura corporal, muestras fecales, sanguíneas y orales.
D’Arc introdujo un bastoncillo de algodón en la boca del mono, frotándolo con delicadeza alrededor de sus pequeños dientes.
Después vino la vacuna. Los miembros del equipo afeitaron suavemente algunos pelos del vientre del mono. Uno de ellos sumergió la jeringa en un frasco de líquido transparente y luego le inyectó.
Cuando terminaron de vacunar a todos los animales, el equipo los devolvió a sus jaulas y se los llevó de vuelta al bosque antes de que se despertaran.
Como acto de amabilidad -o quizás como disculpa- Mirela colocó un racimo entero de plátanos junto a ellos en la plataforma de madera.
Al final del día, el equipo había capturado, transportado, examinado, vacunado y devuelto ocho tamarinos de tres familias diferentes. Pero su trabajo no había hecho más que empezar.
A lo largo de dos años, dice Ruiz-Miranda, planean vacunar a 500 tamarinos.
Después, trasladarán cinco grupos a la Reserva Biológica de Poço das Antas, uno de los lugares que perdió a buena parte de sus monos en la epidemia de 2017.
Al igual que la covid-19, la fiebre amarilla podría haber comenzado con los animales, pero se propagó por todo el mundo gracias a los humanos.
“La fiebre amarilla es una enfermedad nacida en África. No estaba aquí antes de la trata de esclavos”, afirma Júlio César Bicca-Marques, profesor de antropología de la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul y secretario general de la Sociedad Internacional de Primatología, que estudia la fiebre amarilla entre los monos aulladores de Brasil.
La enfermedad llegó a América hace unos tres o cuatro siglos, afirma.
El continente no estaba preparado.
“Los primates de África son mucho más resistentes a la fiebre amarilla, porque evolucionaron con el virus”, dice Bicca-Marques. No así los monos sudamericanos, como los tamarinos y los aulladores.
“Nuestros primates no tenían historia, ni protección evolutiva contra el virus. Así que algunos de ellos son mucho más susceptibles al mismo y pueden morir con facilidad”.
La fiebre amarilla se expande cuando las hembras de los mosquitos pican a los humanos o a otros primates infectados con la enfermedad, y luego pican e infectan a otros.
“Una vez que comienza la epidemia, los primates tienen entre cuatro y seis días de viremia, lo que significa que el virus está activo y los mosquitos que los pican pueden infectarse”, relata Ruiz-Miranda.
Los monos se convierten así en “amplificadores” de la enfermedad que transmiten los mosquitos.
Hoy en día, amplifican el riesgo más que nunca. Esto se debe en gran medida a la deforestación de su hábitat por parte de los humanos.
La mata atlántica de Brasil abarca unos 100.000 kilómetros cuadrados, más grande que toda la isla de Irlanda.
Pero la selva era antes 12 veces mayor. La mayor parte ha sido talada, sobre todo en los últimos cinco siglos, desde que los portugueses llegaron para colonizar Brasil.
A medida que la selva es diezmada, los primates se ven obligados a vivir en zonas más pequeñas y con mayor densidad.
Esto aumenta el riesgo de que los animales se contagien entre sí.
Con la invasión humana en esas mismas zonas, también se incrementa el riesgo de que esos animales transmitan patógenos a los humanos.
En décadas pasadas, la deforestación estaba impulsada por la demanda mundial de madera amazónica y otros productos de los árboles de Brasil.
Hoy en día, el principal culpable es la carne. Unos 200 millones de vacas pastan ahora en las regiones amazónicas del país, casi una vaca por cada brasileño.
El 80% de la deforestación que se produce hoy en día en la Amazonia se lleva a cabo para despejar el bosque y hacer sitio para que pasten estas vacas, y “las empresas ganaderas ocupan ahora casi el 75% de las zonas deforestadas de la Amazonia”, según el Banco Mundial.
Los ganaderos “están tomando grandes áreas de la Amazonía y la queman”, dice Bicca-Marques. “Lo queman todo”.
Pero la culpa no es sólo de los brasileños. La mayor parte de la carne de vacuno de Brasil se exporta a países cuyos consumidores son de altos ingresos, como Estados Unidos.
En 2018, Brasil produjo una de cada cinco hamburguesas del mundo.
El resultado es un paisaje desgarrado en fragmentos: unos pocos kilómetros cuadrados aquí, otros pocos allá… y con los humanos viviendo en medio.
Además, la deforestación ha reducido el número de especies que viven en la selva.
Eso es peligroso no sólo para la fauna, sino también para los humanos.
“La biodiversidad actúa como un amortiguador” contra las enfermedades, advierte Ruiz-Miranda.
“Si pensamos en una epidemia como una especie invasora, cuanto más degradado esté el entorno, más fácil será que se instale la enfermedad”, dice.
Confinados en fragmentos cada vez más pequeños de la mata atlántica, los monos se ven obligados a desplazarse de una parcela a otra, lo que les expone a un mayor riesgo de infección.
“Los monos y los humanos viven juntos justo al lado de las zonas agrícolas”, explica Ruiz-Miranda.
“Así que hay muchas interacciones entre los humanos y los monos”.
Es la receta perfecta para un brote. Y lo que es más preocupante, el borde de la mata atlántica colinda con las afueras de Río de Janeiro, donde viven más de 12 millones de personas (de las cuales unos seis millones están vacunadas).
En total, más de 148 millones de personas, un tercio de la población de Sudamérica, viven dentro de la región natural de este bosque atlántico de Brasil, lo que la hace 25 veces más poblada que el Amazonas.
Esto significa que cuando se produce un brote de fiebre amarilla, puede propagarse rápidamente.
La mayoría de los tamarinos migran solo unos kilómetros en su vida, pero los humanos pueden recorrer grandes distancias en cuestión de minutos u horas.
Los investigadores sostienen que el brote de Brasil de 2017 fue una llamada de atención, ya que ilustra la rapidez con la que los humanos pueden propagar la fiebre amarilla de una parte a otra del país.
Como los humanos siguen invadiendo la mata atlántica, el próximo brote puede ser solo cuestión de tiempo.
Si hay algo que el ser humano puede hacer para evitar el próximo brote mortal de fiebre amarilla, dicen los profesionales de la salud, es vacunar a tanta gente como sea posible contra la enfermedad.
Pero los primatólogos creen que otra forma es detener la destrucción de los bosques de Brasil y preservar y fomentar la biodiversidad que queda.
Sin embargo, hacerlo será una ardua batalla para los agricultores y pastores que viven en los bordes de la selva.
“Desde que era un niño -desde los 6 o 7 años- la deforestación era [normal] aquí”, dice Mardone Castro Rodrigues, de 32 años, quien tiene una pequeña granja familiar que colinda con la selva.
Los agricultores talaban el bosque para plantar cultivos, dice.
Si la cosecha era escasa, la convertían en pasto para que se alimentaran las vacas, talaban más bosque y volvían a hacerlo.
Hoy en día, Rodrigues emplea técnicas agroforestales para cultivar sin esquilmar el bosque.
Pero con esposa y dos hijos que alimentar, dice, no puede hacer mucho.
Ana Beatriz Cordero, una mujer de 53 años que trabaja en el sector del ecoturismo, sostiene que existen motivos para la esperanza aunque aumente la urbanización.
“La gente no quiere vivir en las zonas rurales, así que las abandona, y las zonas se regeneran cuando se van a la ciudad”, constata.
Cordero se trasladó en sentido contrario, cambiando la ciudad de Río por el pueblo de Silva Jardim, junto al bosque.
Cultiva orquídeas, planta especies autóctonas en zonas deforestadas y organiza viajes educativos para niños y adultos de la ciudad.
Hoy en día, dice, hay más fauna -incluido el tamarino león dorado- que la que veía hace 15 años.
Para ella eso es una señal de que los humanos podemos ser guardianes de la biodiversidad, si estamos dispuestos a intentarlo, algo que también es un buen augurio para los monos.
“Los tamarinos de aquí son muy queridos. Es un animal precioso”, dice Cordero.
“A Júlio [Bicca-Marques] le gusta decir que los monos son como el canario en la mina de carbón”, dice Karen Strier, profesora de Antropología de la Universidad de Wisconsin-Madison e investigadora de primates en Brasil durante toda su carrera.
“Son una buena advertencia de que hay que preocuparse por la fiebre amarilla” y también por otras enfermedades.
Pero los tamarinos no son respetados por todos.
Durante el brote de 2017, docenas de monos en la zona fueron apedreados, disparados o quemados por personas que temían que fueran la causa de la enfermedad mortal.
“En brotes anteriores en el sur de Brasil, la reacción del gobierno local fue matar a los monos”, lamenta Ruiz-Miranda.
“En algún momento, el Ministerio de Sanidad llegó a llamar a la fiebre amarilla la ‘enfermedad de los monos'”.
“Pero los monos son nuestros centinelas: te indican cuándo ha llegado la fiebre amarilla”.
Mientras la epidemia avanzaba, Ruiz-Miranda cuenta que él y sus colegas suplicaban a quienes vivían cerca del bosque: “¡No salgan a matar a los monos!”.
“Algunas personas los encuentran hermosos y admirables. Otros les tienen miedo por la enfermedad”, dice Rodrigues, el agricultor.
“Pero la mentalidad de la gente está cambiando. Están tomando conciencia de que, al igual que las personas, los monos son solo víctimas de enfermedades como la fiebre amarilla”.
A menos que se vacunen más monos y más personas, las autoridades sanitarias advierten de que los brotes de fiebre amarilla se recrudecerán.
Según una estimación, Brasil necesitará 226 millones de dosis de vacunas humanas para 2026.
A diferencia de lo que ocurre con la covid-19, en lo que respecta a la fiebre amarilla vamos por delante gracias a una vacuna eficaz y ampliamente disponible.
Los científicos afirman que, con la financiación y la participación adecuadas, podemos detener el próximo brote de fiebre amarilla en Brasil antes de que comience.