Texto: Patricia Sulbarán Lovera, Imágenes: Paul Harris Enviados especiales a Orlando
Rosa espera al niño que viene solo, el de los hoyuelos en las mejillas y el pelo negro azabache. A su nieto que no ha visto en once años y del que se va a encargar de ahora en adelante.
Han pasado más de dos horas y no llega. Rosa llegó incluso más temprano al aeropuerto por los nervios.
Llegan vuelos y por la puerta salen familias con más niños que adultos. Los pequeños cargan mochilas de dibujos animados, bermudas de colores y se quedan mirando la tienda de Mickey Mouse que está justo afuera. Muchos están en Orlando para visitar Disney.
Entre el gentío, finalmente aparece el niño solo. “Es Brayan“, dice Rosa. “Es mi niño“.
Corre hacia él y lo abraza.” Es idéntico a como se ve en las fotos, es igualito a su papá”, me dice Rosa.
“Abuela”, le dice el niño, aferrándose a ella. Pasajeros a su alrededor les toman fotos, y varios me preguntan si él es uno de los niños separados de sus padres por Donald Trump.
Brayan tiene 11 años y la primera vez que se montó en un avión fue hace casi tres meses, cuando lo separaron de su padre, José, en la frontera sur de Estados Unidos y lo enviaron a un refugio para niños migrantes en Maryland (este del país).
Brayan es también uno de los más de 2.500 niños que el gobierno de EE.UU. separó de sus padres entre abril y junio al endurecer sus políticas hacia los migrantes.
A mediados de junio, el presidente estadounidense revirtió la práctica tras una oleada de críticas y una serie de demandas legales. Pero muchos de los niños siguen sin reunirse con sus familias.
El gobierno tiene hasta este jueves para liberar a los menores de edad cuyos padres son elegibles para tenerlos de vuelta. Hasta ahora la tarea ha sido complicada.
Hasta el 20 de julio, la administración de Trump había reunido con sus padres solo a 364 niños mayores de cinco años, apenas el 14% del total.
Lo que hace a Brayan un niño afortunado. Afortunado pese a que su padre fue deportado y no podrá verlo en años y a que su madre fue asesinada en Honduras y su cuerpo fue tirado en un pozo séptico.
Brayan habla poco y solo sonríe mientras juega con su hermano menor, Yair, que parece saber cómo ganarle en la partida de videojuegos que tiene a ambos pegados al celular de su abuela.
Es la primera noche que pasa en Estados Unidos fuera del refugio, donde, según el trabajador social a cargo de su caso, no podía conciliar el sueño con la luz apagada y se quedaba sentado en su cama sin decir palabra.
Ahora solo se limita a decirme que estuvo dos meses y medio allí, como si hubiese llevado una cuenta precisa de su estadía, y que la comida no le gustaba.
A ambos hermanos los conocí en abril cuando José todavía los acompañaba. Estaban en Puebla, México, en una de las últimas etapas de una caravana de migrantes que movilizó a cientos hacia el norte.
Un familiar de José escuchó en la televisión que la caravana ayudaba a los inmigrantes a cruzar la frontera de manera más segura y con asesoría legal. Por eso, me cuenta Rosa, su hijo decidió que era la oportunidad de embarcarse en el viaje junto a su pareja, Nubia, y sus dos hijos.
La familia viajó a pie, en tren y en autobús por casi 50 días hasta que llegó al puerto de entrada fronterizo de San Ysidro (entre San Diego y Tijuana). Allí les aconsejaron que José y Brayan se presentaran primero ante las autoridades y Nubia y el pequeño Yair, de 5 años, después.
José siguió la recomendación y el 4 de mayo, junto a Brayan, le dijo a un funcionario de inmigración que quería pedir asilo.
Me cuenta que no se imaginó nunca lo que vino después. Se llevaron al niño y no entendió por qué.
“Me lo quitaron de los brazos y luego lo vi en otra celda llorando y nadie lo ayudaba”, recuerda José en una conversación telefónica el pasado 12 de julio.
En la única llamada telefónica que le permitieron, José avisó a su madre, Rosa, que le habían quitado al niño y que él “había firmado un papel” que estaba en inglés y que en ese momento pensó que era la manera de obtener al niño de vuelta. Pero 20 días después, fue deportado a Honduras. Aparentemente, el documento que firmó aseguraba su deportación.
Desde una localidad rural del país centroamericano, José asegura que tiene miedo de estar de regreso, pero que prefiere que su hijo permanezca en Estados Unidos.
“No quiero que vuelva aquí porque es peligroso para él. Es mejor que esté con su abuela“, dice.
El gobierno de Trump declaró este martes ante un tribunal federal que más de 450 padres migrantes a quienes separaron de sus hijos en la frontera ya no están en Estados Unidos. José forma parte de esa estadística.
La madre de Brayan lo parió a los 14 años. La pareja se separó pero llegó a un acuerdo para que el niño viviese con ella un año y con José el siguiente.
La vida de Brayan cambió en 2016, cuando su madre fue asesinada. La prensa local reportó entonces que su compañero sentimental fue arrestado como sospechoso del delito, pero que este responsabilizó a la pandilla Mara Salvatrucha de la muerte de la mujer.
Rosa y José me dicen que no saben si los culpables del homicidio están en la cárcel. Pero que, de todas maneras, el niño se enfrentaba a peligros si permanecía en su país.
“Por parte de la mamá de él, a muchos los han reclutado los grupos organizados… los que no están desaparecidos están en la cárcel”, dice Rosa.
Honduras, en Centroamérica, es uno de los países más violentos de Latinoamérica(y del mundo).
Las autoridades dan cuenta de una disminución en la tasa de homicidios desde 2011, cuando en el país eran asesinadas 86,5 personas por cada 100.000 habitantes.
El gobierno afirmó que el año pasado, la tasa pasó a ser de 42,8 por cada 100.000 habitantes, gracias al “fortalecimiento de la policía”, según dijo un portavoz de la Dirección Policial de Investigación a medios locales en enero de este año.
Pero, de acuerdo a organizaciones que monitorean la violencia, el país sigue figurando entre los más peligrosos de la región.
Nubia y Yair fueron liberados tras pasar un mes detenidos bajo la custodia de ICE (siglas en inglés del Servicio de Inmigración y Aduanas de EE.UU.).
A Rosa le llegó la noticia de que Brayan estaba en un refugio para niños migrantes por la llamada de una funcionaria.
Le dijeron que un niño relacionado con ella había ingresado en el país sin un acompañante. Rosa contestó que su hijo más pequeño tenía 14 años, pero que estaba en Honduras. La persona al teléfono le dijo que este era menor.
“Le dije que el más pequeño que tengo es mi nieto de 11 años y que se llamaba Brayan. Y que no venía sin acompañante, venía con su padre“, dice.
A los pocos días consiguió telefonear a Brayan al refugio.
“Casi ni habló conmigo. Estaba llorando, él estaba triste. Solo me dijo, ‘¿yo qué le he hecho a la vida, abuela?’ Nada, le dije. ‘A mi mamá la matan, mi papá viene solo por salvar mi vida y me apartan de él. Es injusto’. Yo no más le dije, todo va a estar bien. Ya pronto se va a solucionar todo”.
Solucionar todo se convirtió en el motor de Rosa, de 45 años, en las semanas previas al reencuentro con su nieto.
La Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR, por sus siglas en inglés), le exigió mudarse a un apartamento más grande como un requisito para recibir a Brayan en un ambiente propicio.
También le especificó que debía tener dinero disponible para comprar el boleto de avión del niño, y posiblemente el de un acompañante de la agencia federal.
Los días, incluidos los fines de semana, se convirtieron en solo trabajo para Rosa. Pidió dinero prestado a su jefe y trabajó jornadas de casi 12 horas montando pisos de madera y haciendo labores de construcción para reunir unos US$3.000.
“Todo sea para tener a mi niño conmigo… él ha sufrido mucho” me decía en las llamadas telefónicas que intercambiamos durante el mes julio, por las noches, cuando llegaba de trabajar.
Cuando Brayan la contactaba desde el refugio, no hablaba mucho. Un día le dijo que había aprendido el abecedario en inglés, otro día le contó que un niño le había lanzado el plato de comida al suelo. Y otro día, el más importante, le dijo que ya le habían avisado que lo enviarían con ella.
Ambos esperaron más de una semana después de la noticia que los alentaba tanto. El retorno de Brayan se atrasó, según le dijo el trabajador social a Rosa, porque debían asegurar que un funcionario le diera terapias al niño cuando estuviera fuera del centro.
Finalmente, el viernes 20 de julio Rosa recibió la llamada que anhelaba. Era el trabajador social a cargo de Brayan diciéndole que comprara el boleto de avión del niño.
Justo antes, me mostraba fotos de su nieto en el celular. “Este es Brayan pequeño, este es Brayan ya más grandecito, este es Brayan con el Yair en su cumpleaños, este es Brayan cuando estaba en la caravana, este es Brayan… igualito a su papá”.
Por momentos, mientras repasaba las fotografías, la mirada melancólica y algo perdida que parece acompañarla en todo momento se difuminaba con una sonrisa.
Un día después, Rosa está en el aeropuerto para volver a ver a un niño que conoció brevemente a los tres días de nacido, justo antes de migrar a Estados Unidos.
“Ya lo peor pasó” me dice Rosa con ojos brillantes.
Ni Brayan ni Yair podrán volver a ver a su padre en al menos cinco años, por causa de la deportación de José.
Ambos, además, son solicitantes de asilo y podrían pasar meses, o incluso años, antes de saber cuál será su situación legal definitiva en Estados Unidos.
Rosa habla de la llegada de sus nietos como “una bendición, un regalo”.
“Si pude con mis seis hijos, también puedo con ellos”.