Lioman Lima/ BBC News Mundo, enviado especial a Guatemala. El Santiaguito es uno de los volcanes más activos de Guatemala. En la foto, una erupción de 2009.
Jessica Pérez dice que la última vez que bajó la lava fue hace tres días, justo cuando se mudó a El Viejo Palmar, un caserío perdido en las faldas del volcán Santiaguito, en Guatemala.
“Siempre hace un estruendo muy fuerte, como una explosión, cae una nube grande de cenizas y después se siente el ruido cuando está viniendo por el río”, cuenta, mientras sostiene a su niño de dos meses entre los brazos.
Está parada en la puerta de la choza de tablas y planchas de zinc que recién construyó su marido para la familia.
Al lado, juegan sus otros dos hijos. El mayor tiene cinco años, la del medio, uno. Jessica tiene 23.
En el fondo de su nueva casa, hay un huerto de repollos, cebollas y café. A la entrada, una vaca flaca y sin cuernos está acostada sobre unas ruinas que todavía quedan del caserío antiguo que fue destruido por la lava.
Desde hace más de tres décadas, El Viejo Palmar es, en teoría, un pueblo fantasma.
Una erupción del Santiaguito, que se encuentra ladera arriba, sepultó el caserío bajo costras de lava y ceniza.
La comunidad de más de 2.000 personas que vivían allí tuvo que desplazarse unos kilómetros más lejos.
El fantasma de una posible catástrofe sobrevuela este caserío nuevamente desde que el pasado domingo el Volcán de Fuego, situado a unos cientos de kilómetros en el sureste de Guatemala, cubrió con un manto de piedra hirviente y lodo algunas de las comunidades más cercanas a sus laderas, dejando decenas de muertos y desaparecidos.
En los últimos años, poco a poco, El Viejo Palmar se ha ido llenado de nuevo.
Jéssica y su familia son los últimos en llegar, uno de los tantos que bajaron hasta esta zona desde las “tierras altas”, buscando un lugar barato para asentarse, para sembrar, para sobrevivir.
Pero poco más allá del pueblo, siguiendo el cauce del río, las nubes esconden una mole irregular y trepidante que, según los expertos, podría ser el principio del nuevo final del pueblo.
Sus rugidos y sus frecuentes escupitajos de lava y ceniza son una señal inequívoca de que está despierto.
Si el Santiaguito entrara nuevamente en erupción, El Viejo Palmar sería el primer lugar que podría volver a desaparecer.
Miles de personas viven en las cercanías de los volcanes activos de Guatemala, unas tierras ricas para la siembra de café que se venden a precios accesibles por su peligro.
“En nuestro país hemos tenido una historia de exclusión y poca atención a comunidades rurales. Entonces la gente vive donde puede vivir y ahí es lógicamente donde estos terrenos se vuelven una alternativa para ellos”, explica a BBC Mundo Alex Guerra, experto en riesgo de desastres climáticos en zonas de montaña.
“Si a eso se suma una institucionalidad muy débil y la ausencia de un planeamiento urbano, entonces tenemos como resultado estas comunidades altamente vulnerables”, añade.
Pero entre las zonas con mayor riesgo de Guatemala se encuentran precisamente las que se encuentran en las cercanías del Santiaguito, un cráter que surgió en 1902 en una ladera del Volcán Santa María y que, desde entonces, ha estado activo cada hora, de cada día, de cada año.
“Es el volcán más joven y más peligroso de toda Guatemala, porque tiene una estructura ácida, lo que hace que sus explosiones sean más fuertes que las del de Fuego. Lleva unos 95 años en actividad y puede brotar lava casi cada hora. También ha producido algunas de las peores erupciones de la que se tiene registro“, explica a BBC Mundo el vulcanólogo Francisco Juárez.
Pero para las personas que viven en los asentamientos cercanos, la actividad del volcán ya forma parte de la monotonía singular de lo cotidiano.
“Como son volcanes que han estado tradicionalmente activos, las personas de alguna forma se acostumbran a esto y cuando ocurren erupciones, muchos ya no son capaces de reconocer el peligro”, asegura a BBC Mundo David de León, vocero de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) de Guatemala.
José Esteban, quien dice que llegó a El Viejo Palmar cuando era un niño y ya tiene 28 años, afirma que los vecinos conocen bien el volcán y no temen que les pueda suceder nada.
“Aquí lo más que pasa es que todo los días nos llegan las cenizas y siempre se están escuchando las explosiones. La tierra tiembla también así fuerte, boooom, y se hace una bolona blanca sobre el volcán y luego todo se llena todo de ceniza y hay olor a azufre”, explica.
Pero Gustavo Chigna, del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología de Guatemala (INSIVUMEH) explica a BBC Mundo que esa ceniza que llega a estas comunidades es diferente a la arrojada por los otros volcanes activos de Guatemala y mucho más peligrosa.
“Es muy fina y eso hace que pueda producir problemas estomacales, infecciones respiratorias y de la vista a los comunitarios”, señala.
Pero Esteban dice que siempre ha vivido cerca del Santiaguito y que nunca se ha sentido nada, que primero estuvo del otro lado, cuando sus padres trabajaban en Santa María, otro de los pueblos en la ladera, pero que después se mudaron aquí, para poder “tener lo suyo”. Según dice, nunca se ha enfermado.
Un poco más allá de su casa, levantada sobre los pilares de unas ruinas, hay una pequeña tiendecita de paredes manchadas de costras y musgos donde doña Marcela teje unas prendas típicas y toma una cerveza Gallo.
Dice que el pueblo ya no es lo que era y que las ventas han caído, pero que ella todavía puede vivir de su negocio.
El Viejo Palmar está más de tres kilómetros monte adentro de una autopista que une los puertos de la costa del Pacífico, un poco más al oeste, con la ciudad de Quetzaltenango, la segunda mayor de Guatemala.
La mayoría de los que viven aquí no tienen transporte y hacen la ruta hasta la carretera a pie. A veces, una camioneta llega desde El Nuevo Palmar, el pueblo que surgió cuando esta comunidad fue desplazada por la lava, para traer a los que trabajan en los cultivos de café.
Sin embargo, la gran parte de los carros que entran aquí solo van a tirar o recoger desperdicios a un basurero cercano. Ellos y los cafetaleros son los principales clientes de la tienda de doña Marcela.
Más lejos, hacia la entrada, la iglesia del pueblo no resucita del sopor del mediodía. Solo se da una misa allí en domingo y, mientras tanto, en el pequeño altar hay pilitas de flores secas a los pies de una virgen compungida.
Al costado de la tienda y de la nueva casa de Jéssica, está un barraco que lleva a un riachuelo con una corriente turbia y zigzagueante.
“Por ahí es donde baja la lava. A veces sube hasta la mitad, pero de ahí ya no pasa. Nosotros la sentimos venir por el estruendo”, cuenta Benjamín Sarat, el carpintero del pueblo.
También dice que ahora la corriente del Nimá 2, como se le conoce, es pequeña, pero que en estos días, cuando se prevé que arrecien las lluvias, el caudal crece y arrastra los sedimentos desde el volcán y deja las cenizas incrustadas en la ribera.
“Ese es otro de los peligros, porque generalmente se trata de un material tóxico, que puede ser muy nocivo para la salud humana”, asegura a BBC Mundo el doctor Julio Mendizábal, que trabajó como bombero voluntario en el rescate de esta comunidad en la erupción de 1982.
Pero el río no siempre estuvo ahí. De hecho, por donde pasa ahora era hasta unas décadas el centro de esta comunidad.
Jaime Bosch bien lo sabe, porque dice que todavía recuerda el día en que bajó la lava y sepultó al pueblo y la casa donde nació.
“Yo fui de los primeros que el río de lava nos enterró la casita. Llegó al techo, a las láminas. La gente salió corriendo. Les dio tiempo, porque la lava iba poco a poco”, cuenta en medio del puente colgante que ellos mismos improvisaron para cruzar el nuevo río.
El camino que dejó la lava lo tomaron después las aguas de un río que desviaron los temblores frecuentes del volcán.
Bosch dice que desde entonces su familia vive en El Nuevo Palmar, pero que él viene todos los días a este lado para cuidar su cafetal.
“Esto es zona roja, inhabitable. A mí ni aunque me regalen un terreno vuelvo a vivir aquí. Yo sé lo que es la lava”, asegura mientras señala las marcas que dejó allí la piedra derretida.
Aunque esta población sería una de las principales afectadas, sus residentes no tienen un plan de evacuación ni saben qué hacer si la lava fluye otra vez con su calor destructor sobre el pueblo.
“Supongo que tendremos que correr. Pero no creo. Aquí no va a pasar nada, porque el Santiaguito no es tan malo como el de Fuego”, asegura Jessica Pérez.
Los vulcanólogos, sin embargo, tienen una opinión diferente: de hecho, creen que el volcán más joven e intranquilo de Guatemala puede ser potencialmente peor.
Algunas de las ruinas de El Viejo Palmar siguen todavía en pie, como un aviso.