El hijo mayor de esta familia de cuatro fue secuestrado por simpatizantes del gobierno que irrumpieron en su casa.
Mensajes encriptados para comunicarse con personas que se esconden, reuniones clandestinas organizadas en lugares secretos… en Nicaragua hablar abiertamente se está volviendo cada vez más difícil.
Y tratar de comunicarse con algunos de los afectados por la profunda crisis política que afecta al país desde abril pasado también resulta cada vez más complicado, pues muchos temen por su seguridad.
Ese temor, en muchos casos, parece además plenamente justificado.
De hecho, algunos de los testimonios que emergen en el país centroamericano evocan los peores años de los regímenes militares latinoamericanos de la década de 1970.
Ahí está, por ejemplo, la historia de Maritza Castellón y su esposo, Juan Pablo García, una pareja de ciegos que han representado a Nicaragua en ajedrez y maratón paraolímpico, respectivamente.
A inicios de octubre, fuerzas progubernamentales irrumpieron en su casa en medio de la noche y se llevaron a su hijo adolescente, Engel, por supuestamente haber organizado protestas en contra del gobierno.
Los hombres armados nunca se identificaron ni mostraron ninguna orden de arresto, y Maritza dice que le clavaron una pistola en el pecho.
“Fue horrible”, me dijo, mientras trataba de que las autoridades le dieran alguna información sobre el paradero de Engel.
“Como somos ciegos, no sabemos quiénes eran, ni cómo se veían. Mi hijo menor lloraba y me decía: ‘Mamá, llevan pasamontañas’, mientras un hombre pateaba la puerta trasera y gritaba que si no nos quitábamos iba a disparar”, contó.
El gobierno del presidente Daniel Ortega asegura que sus fuerzas no han cometido ningún delito.
Sin embargo, hay evidencia de que grupos paramilitares actúan con total impunidad y con el apoyo del gobierno.
Numerosos estudiantes también han sido encarcelados, acusados de serterroristas.
No sorprende, por lo tanto, que mucha gente opte por permanecer en las sombras.
Cientos de miles de nicaragüenses han estado protestando desde abril, pidiendo el fin del gobierno del presidente Daniel Ortega.
Pero el mandatario, de 72 años, afirma que las protestas son lideradas por “terroristas” que quieren dar un golpe de Estado en su contra.
La crisis inició con una pequeña protesta en contra una reforma del sistema pensiones que fue atacada por simpatizantes gubernamentales y la situación escaló cuando el gobierno reprimió las siguientes marchas y se produjeron los primeros muertos.
Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, las víctimas fatales ya suman al menos 322, en su mayoría como resultado de las acciones de las fuerzas de seguridad y grupos paramilitares afines al gobierno.
Algunas ONGs locales, sin embargo, estiman la cifra en más de 500 y también acusan a las autoridades de graves violaciones a los derechos humanos.
El gobierno, por su parte, solamente reconoce 199 muertos y asegura que buena parte de los fallecidos eran simpatizantes sandinistas.
Cientos de personas también han sido arrestadas y son juzgadas, acusadas de terrorismo, por su participación en las protestas.
Entre aquellos que prefieren no abandonar su refugio está Dora María Téllez, una antigua comandante guerrillera que alguna vez estuvo cerca de Daniel Ortega.
Hoy, sin embargo, no duda en calificarlo de “dictador”.
“Lo habíamos estado advirtiendo por 23 años y desgraciadamente teníamos razón”, me dice por Skype, sentada frente a un muro gris ubicado en alguna parte de Nicaragua.
En 1978, cuando nada más tenía 22 años, Téllez ayudó a liderar un audaz operación que se saldó con la captura del parlamento nicaragüense.
Fue un momento clave de la lucha contra el presidente de facto, Anastasio Somoza, que concluyó un año más tarde con la llegada al poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional, el partido de Ortega.
Pero en 1990, Téllez se separó del FSLN para ayudó a formar el Movimiento Renovador Sandinista. Y ahora teme ser arrestada por sus viejos camaradas.
“Ortega no solo confiscó al FSLN, sino que también disolvió el sandinismo para remplazarlo por orteguismo, el modelo político que le da forma a la dictadura debajo de la que estamos viviendo los nicaragüenses”, sostiene Téllez.
Los simpatizantes del gobierno, sin embargo, rechazan tajantemente la idea de que en Nicaragua existe una dictadura.
“Daniel Ortega es el presidente constitucional de la República, el resultado de un proceso electoral que ganó con una amplia mayoría”, dice Gustavo Porras, el presidente de la Asamblea Nacional controlada por el partido sandinista.
“¿Cuál es la razón para llamarlo dictador? Justificar una agresión”, afirma.
Según Porras, hay mucho dinero que está siendo inyectado por organismos basados en Washington, “como la Fundación Nacional para la Democracia”.
“Lo justifican diciendo que aquí no hay democracia y llamando dictador al presidente“, sostiene.
Sin embargo, muchos observadores internacionales alertan que desde que cesó lo peor de la violencia callejera el Estado ha tomado represalias de manera sistemática.
Y para hablar de ello me encuentro con el doctor José Luis Borgen, quien aceptó que nos encontráramos en un sitio seguro: las oficinas de una organización local de defensa de derechos humanos.
Este cirujano, con décadas de experiencia, iba a formalizar una queja contra lo que dice fue su despido arbitrario de un hospital público hace algunos meses.
Aunque con todo el sistema de justicia supuestamente controlado por el gobierno de Ortega, Borgen no confía en que se le haga justicia.
“Empezamos a recibir muchísimos pacientes con heridas de bala. Muchos muertos. Y la gente no tenía quien los atendiera durante el conflicto”, recuerda.
Según el cirujano, el Ministerio de Salud prohibió que los hospitales públicos atendieran a esos pacientes, lo que hizo que numerosos doctores y estudiantes de medicina “abrieran clínicas clandestinas en casas particulares y algunas universidades”.
“Algunos atendía a los pacientes, otros llevaban medicinas, jeringas… Todo en nuestro tiempo libre”, cuenta.
Y esa parece ser la razón por la que perdió su trabajo.
Borgen dice que había un clima de intimidación y persecución en el sector salud.
“Y entonces empezaron los despidos masivos: a 35 personas las corrieron de un hospital, a 40 de otro, a 18 de un tercero”, denuncia.
En total, él estima que unos 300 profesionales de la salud, la mitad de ellos médicos, fueron despedidos en todo el país.
Y aunque la Comisión de la Verdad del parlamento controlado por Ortega afirmó en su reporte que durante la crisis no se le había negado el acceso a atención médica a nadie, sus críticos han denunciado dicho informe -que no menciona las represalias denunciadas por numerosos médicos- como un intento de encubrimiento.
“No nos han remplazado. De hecho, continúan despidiendo gente”, agrega Borgen.
“Ha sido difícil. Mi familia está asustada. Muchos han recibido amenazas de muerte, otros decidieron irse del país”, cuenta.
Es una difícil elección que ahora enfrentan muchos de los opositores a Ortega: vivir escondidos o irse al exilio.