Con sus calles desiertas y mal iluminadas, Caracas muestra de noche una imagen fantasmagórica.
Son pocos quienes se atreven a transitar por ella después de que se ponga el sol. Solo automóviles dispersos y peatones que aprietan el paso se distinguen en medio de la oscuridad.
La crisis económica que sufre Venezuela y el peligro de moverse por una ciudad con una de las tasas de homicidios más altas del mundo han hecho languidecer la vida nocturna de una capital que un día fue una de las más vibrantes de América Latina.
Pese a todo, como es lógico, aún queda gente dispuesta a divertirse por la noche en la capital de Venezuela.
Y algunos lugares en los que hacerlo.
Las Mercedes, en el este de Caracas, ha sido tradicionalmente uno de los más concurridos en las noches de los fines de semana.
La joven doctora Carwin Silva ha elegido el Barriott, uno de los locales de la zona, para celebrar junto a un grupo de compañeros de su trabajo en un hospital público que les faltan solo cien días para completar su especialidad y convertirse en obstetras plenamente cualificados.
Este tipo de celebraciones son muy comunes en Venezuela.
Esta noche no han podido venir todos. Una de las amigas invitadas falta porque aún convalece de una operación de cirugía estética en la nariz.
Pese a las dificultades económicas, aún mucha gente se las arregla para pasar por el quirófano y mejorar su apariencia.
Y también obviamente para tomarse unos tragos.
“Venimos aquí sobre todo por la seguridad, porque aquí sabemos que nadie nos va echar nada en la copa, ni va a ocurrir nada malo”, asegura Carwin en uno de los pocos ratos en los que deja de bailar.
Barriott es una discoteca con restaurante y varios ambientes a cuya entrada se congrega gente bien vestida y camionetas de alta cilindrada.
También hay grupos de niños que revolotean en torno a los grupos de noctámbulos pidiendo limosna.
A la entrada, se pasa un control de seguridad. Un hombre registra concienzudamente a los varones. Una mujer hace lo mismo con ellas. La seguridad es casi una obsesión.
Dentro hay bastante público y el ambiente es animado.
Pero los asiduos dicen que el local ya no se llena como antes de la crisis.
“Aquí antes casi no se podía entrar y estábamos apretados unos contra otros”.
“Antes, incluso los jueves, encontrabas mucha gente por las noches, ahora impresiona lo vacío que está todo”, comenta una mujer con aspecto de rondar los 40 años.
Una visita un sábado noche a Juan Sebastian Bar, un local que durante años fue uno de los más concurridos de la noche caraqueña y que ahora está casi totalmente vacío, confirma esa impresión.
Allí se ven más empleados que clientes.
Sea como sea, Carwin y sus amigos disfrutan en Barriott compartiendo los tragos de una botella de ron por la que han pagado 300.000 bolívares, unos US$15. Es mucho más que su salario mensual en el hospital, pero como casi todos los empleados públicos venezolanos, Carwin complementa sus ingresos con otros trabajos.
Mujeres y hombres de físico escultural bailan muy pegados los acordes de los temas de reguetón y música tecno que hace sonar el DJ.
También se toman fotografías unos a otros en las que posan como si tratara de modelos de pasarela y que acabarán en sus perfiles en las redes sociales.
A eso de las tres de la madrugada llega el clímax de la fiesta.
Unos bailarines disfrazados de emojis como los de la aplicación Whatsapp toman el escenario de la pista central y animan al público a unirse a su espectáculo. En el momento cumbre, uno de ellos hace ondear la bandera venezolana. “Aquí sacamos la bandera para todo”, explica Carwin, bajo una lluvia de confeti.
Los muñequitos bailan, saltan, animan y, botella en mano, vierten anís directamente en la boca de los presentes, a los que no parece importarles lo dudosamente higiénico del asunto ni que gran parte del alcohol se derrame sobre su ropa.
A juzgar por los saltos que pegan, un grupo de empleados de una legación diplomática europea son los que mejor lo pasan.
En el espacio habilitado para fumadores, donde la música llega amortiguada y permite conversar, Ernesto charla con el periodista foráneo.
“Los extranjeros se sorprenden cuando ven las tremendas rumbas (fiestas) que hay aquí”.
¿Cómo es posible en medio de la grave crisis económica?
Ernesto afirma que “en Venezuela todavía queda mucha gente con mucha plata, sobre todo en Caracas”.
A él, sin embargo, las cosas le van cada vez peor.
Dueño de una empresa de suministros médicos, el Estado y su red hospitalaria habían sido hasta ahora sus principales clientes.
“Pero con el cuento de las sanciones mis proveedores de Estados Unidos ya no quieren hacer negocios conmigo”, cuenta.
A poca distancia del Barriott está La Quinta Bar, una de las discotecas más conocidas de Las Mercedes.
Las pretensiones del lugar quedan patentes ya desde el exterior. Las pantallas instaladas a la entrada, sus luces y neones, iluminan más que todo el alumbrado público de la zona.
Allí, como en cada vez más lugares de Venezuela, se paga en dólares. Diez, los hombres; cinco, las mujeres.
Entre los muchos que no pueden permitirse lo que cuesta “rumbear” en Las Mercedes se abren paso otras modalidades de diversión nocturna.
Al recorrer barrios céntricos y de corte más popular, como La Pastora, uno encuentra en muchas esquinas reuniones callejeras improvisadas de vecinos que comparten la agradable brisa de la noche caraqueña, una botella de algún licor barato y la música, casi siempre reguetón, que emana de los altavoces del auto de alguno de los presentes.
Convertir el vehículo en el centro de ocio se ha convertido en una alternativa y hay puntos de reunión muy concurridos. En una gasolinera que hay en una de las autopistas de Caracas se concentran los fines de semana turismos y camionetas con potentes equipos de música en torno a los que se junta la gente a beber hasta altas horas de la madrugada.
Y luego están locales, como La Tasquita, en la zona de San Agustín, donde los lugareños disfrutan de reuniones en las que pueden bailar toda la noche los sones tropicales que les encantan y beber a precios más al alcance de sus bolsillos.
En lo que bien podría ser un garaje, La Tasquita lleva 35 años abierta y se ha granjeado una fiel clientela, formada sobre todo por quienes viven en la zona.
Aquí no hay licores de importación, ni animadores profesionales, ni sofisticados sistemas de iluminación, pero sí un montón de gente bailando al son de la salsa y el merengue que hace sonar Wilsen desde su computadora portátil.
“El negocio lo abrió mi suegra”, relata este negro afable, mientras despacha bebidas y elige los temas con los que mantener entretenida a la clientela.
La bebida estrella es el cocuy, un licor típico de Venezuela, con muy alta graduación, que tiene mucho éxito entre los sectores con menos poder adquisitivo por su bajo coste.
Una botella de cocuy cuesta 14.000 bolívares, menos de un dólar al cambio del día, 15 veces menos de lo que se paga en Las Mercedes por la de ron.
Es Cocuy lo que mayoritariamente se bebe en la fiesta callejera que esa noche se ha organizado en lo alto del barrio de San Agustín.
Es otra modalidad, las rumbas improvisadas organizadas en los vecindarios más humildes, en los que muchos forasteros no se atreven a entrar si no conocen a alguien de la zona por temor a los grupos criminales que mantienen el control en ellos.
A las 9 de la mañana del día siguiente, las calles seguían llenas de gente en lo alto de San Agustín.
Aunque muchos de sus habituales clientes en La Tasquita han preferido la fiesta allí arriba, Wilsen no parece muy preocupado. Dice que es algo excepcional y que en su local no se ha notado la crisis.
“Aquí la gente sigue viniendo. Para tomar, siempre encuentran dinero”.