"Cada segundo era un regalo improbable y una eternidad angustiante. ¿Morirá mi bebé hoy? ¿Morirá antes del almuerzo? Si me tengo que ir por una hora, ¿morirá mientras no estoy?".
Kelley French nunca imaginó que hacer realidad su sueño de tener una hija la llevaría a quedarse suspendida en la frontera entre la vida y la muerte durante 196 días, habitando un lugar de extremos y fragilidades en el que el tiempo se mide en segundos y minutos o, si las cosas están muy bien, quizás horas.
Y es que la experiencia que vivió junto con su esposo Thomas es inimaginable.
A pesar de los más dolorosos esfuerzos por atrasar el parto, su hija nació el 12 de abril de 2011, 4 meses antes de lo supuesto. Pesaba 570 gramos (1 libra 8 onzas) y medía 29 centímetros, lo mismo que una muñeca Barbie.
Desde ese momento, Kelley y Thomas entraron en un mundo íntimo y desconocido: el mundo de los preemies o bebés prematuros.
Pero incluso en ese mundo, el caso de su bebita era excepcional: era una micropreemie.
Un embarazo normal dura 40 semanas. Los bebés típicamente nacen entre las semanas 37 y 42.
Si un bebé nace en la semana 22, o antes, usualmente se considera que nació muerto o que fue un aborto involuntario. Los médicos no intervienen pues no se puede hacer nada por él.
Si nace después de unas 25 semanas, la mayoría de los médicos se sienten moral y legalmente obligados a tratar de salvarle la vida.
Entre esos dos momentos, hay un espacio repleto de las más profundas dudas de la existencia: ¿hasta dónde se debe llegar para salvar una vida?, ¿se deben invertir millones de dólares en un solo bebé sin saber si el esfuerzo es en vano?, ¿está bien salvarlo aunque probablemente quede catastróficamente discapacitado?
En ese espacio nació Juniper, la hija de Kelley y Thomas: a las 23 semanas y 6 días.
“¿Qué es más humano?”, se preguntaron, “¿hacer todo lo posible para que viva o dejar que la naturaleza siga su curso y decirle adiós?”.
Únicamente ellos podían tomar la decisión.
“No queremos que sufra, pero queremos que tenga el chance de vivir”, le dijo Thomas a una enfermera especializada.
Esas eran las crueles estadísticas que tenía que tener en mente la pareja.
Tenían al menos la suerte de estar en un país -Estados Unidos-, una ciudad -San Petersburgo, Florida- y un hospital -All Children’s Hospital- con una unidad de cuidados intensivos neonatales que hacía las veces de “un vientre artificial que costaba miles de millones de dólares” a su disposición.
“Era un mundo salido de la ciencia ficción”, cuenta Kelley, “con un ejército de especialistas en una instalación que parecía una colmena alienígena”.
Un lugar en el que no se oye el llanto de los bebés pues “los tubos que tienen en sus gargantas ahogan el sonido”.
Un padre de otro neonato lo llamó “Zona Cero”, y Kelley entendió muy bien por qué: “es un lugar que existe fuera del tiempo, lejano a todo”.
A las 23 semanas de gestación, un bebé puede oír y tragar, pero no ver. Responde al dolor, pero no tiene memoria. La superficie de su cerebro es lisa. Su cuerpo está cubierto con una suave pelusa protectora, pero sus pulmones aún no funcionan solos, sus huesos son suaves.
Todo en ellos es frágil.
“Su piel era casi translúcida, podías ver su corazón palpitando en el pecho”, dice Kelley.
“Se notaba que estaba apenas medio lista“, recuerda su esposo Thomas.
Es por eso que los micropreemies no pueden sobrevivir sin ayuda, mucha ayuda.
Juniper tenía tubos en la boca, el ombligo y la mano, así como varios cables que la conectaban con monitores.
Además, tenía una cinta adhesiva que le atravesaba la cara, así que Kelley y Thomas no podían hacer lo que otros padres: quedarse hipnotizados recorriendo con la mirada cada milímetro del rostro de su recién nacido, como si tuvieran que aprendérsela de memoria.
Afortunadamente, con los bebés nunca faltan momentos mágicos.
“La puedes tocar”, le dijo la enfermera a Thomas cuando fue a ver a su hija, sorprendiéndolo pues pensó que no se podía.
“Me mostró cómo meter las manos por el pequeño hueco redondo de la incubadora y me explicó cómo tocarla. No puedes frotarles la piel, pues se les desprendería. Cuando nacen tan temprano, solo presionas suavemente”.
“Puse mi dedo izquierdo suavemente en la palma de su mano y ella lo agarró con fuerza“, agrega Thomas.
“En ese momento todos mis miedos desaparecieron. Ella era lo más hermoso que jamás había visto. Y le dije: ‘Oye, peanut, es papá'”.
Durante los siguientes días, como lo expresa Kelley, “Juniper siguió no muriéndose“.
Ella y su esposo empezaron a aprender cosas que pocos querríamos vernos obligados a saber.
Cosas como que el mayor peligro era que sufriera una hemorragia interventricular: sangrado en el cerebro. El tejido cerebral podía morir, destruyendo la capacidad de movimiento, aprendizaje, lenguaje o, si era demasiado grave, la posibilidad de vivir.
Sus intestinos eran vulnerables a la infección y ruptura, y la podían envenenar.
El ventilador que la mantenía viva estaba perjudicando sus pulmones, y si había un aumento de presión, sus sacos pulmonares se podían reventar.
El oxígeno para mantenerla viva podía dejarla ciega.
Los antibióticos para prevenir una infección podían dañarle los riñones.
Los narcóticos para mantenerla cómoda podían convertirla en una adicta.
Por otro lado, los French aprendieron también sobre un concepto que alivió un poco la carga que tenían sobre sus hombros.
Cuenta Kelley que hay un dicho en neonatología: “esperando a declarar”.
Después de que los médicos estabilizan a los bebés, esperan a que estos “declaren sus intenciones y su voluntad”.
Suena extraño, sobre todo teniendo en cuenta que sus cerebros aún no están formados, que hasta cierto punto sean ellos los que tomen la decisión de si seguir luchando o morir.
Pero, una de las formas en que “declaran” es mejorando o deteriorándose. Aunque hay otras menos objetivas.
El primer fin de semana como padres llegó, y Juniper estaba bien.
A las 6 de la tarde, la enfermera que estaba de turno notó que la barriga de la bebé estaba un poco oscura. Se la midió y se dio cuenta de que estaba 1,5 cm más grande que en la mañana.
“Se le había hecho un agujero en los intestinos“, señala Kelley. “Ese fue el verdadero comienzo de muchos problemas”, añade Thomas.
Se le estaban escapando excrementos que le estaban llenando el abdomen, inundándolo de bacterias.
Los doctores le insertaron un pequeño tubo para drenarlo, pero temían que estuviera sufriendo de una condición aterradora y a menudo fatal llamada enterocolitis necrosante.
“Y luego no lograban mantener su presión arterial”, cuenta Thomas.
Presente pero sin saber qué hacer y tratando de no sentirse “impotente en una situación como esa”, Thomas abrió un libro, lo apoyó sobre la incubadora y empezó a leer.
“Capítulo 1. El niño que vivió
“El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente…”.
Desde ese momento, las aventuras de Harry Potter en la escuela Hogwarts de magia y hechicería empezaron a acompañar la angustiante vigilia, junto con los números y las alarmas del monitor, que le daban indicios a Kelley y Thomas sobre cómo estaba su hija, cuyos ojos seguían cerrados.
La medida de la saturación de oxígeno en sangre -el número azul en el monitor- era una manera fácil de registrar su estado general: 85 era motivo de alarma; 90 era buena señal… cuanto más alto, mejor.
Con el paso de los días, los French empezaron a notar que, aunque “ella no tenía idea de qué le estaba leyendo, había algo de ‘Harry Potter y la piedra filosofal’ que la hacía responder”.
Ese número azul subía …96… 97… 98.
Aunque no siempre era así.
Cuando Thomas leía lo que decía Hagrid, el semigigante, con voz áspera, los números caían rápidamente y empezaba a sonar la alarma.
“¡La estás asustando!”, le dijo Kelley, y ambos quedaron consternados.
“Lo que estaba viendo”, dice Thomas, “es que ella respondía, que a su manera, estaba esperando escuchar qué pasaba en el siguiente capítulo. Y a mí no se me ocurre una mejor manera para describir el deseo de vivir que querer saber qué pasa después“.
Para Thomas, Juniper se había declarado.
Pero los médicos necesitaban algo más.
Finalmente llegó un día en el que Juniper estaba mejor. Había sobrevivido por 2 semanas, a pesar de todo.
“¿Quieres cargar a tu bebé hoy?“, le preguntó un día una enfermera a Kelley.
Con Thomas grabando el feliz momento con su teléfono, Kelley tuvo por primera vez a su hija en sus brazos, recostada en su pecho, las dos respirando al mismo ritmo.
“No me pregunté por qué me la dejaron cargar tan pronto”, cuenta Kelley.
“Mucho después me enteré de que, como Juniper estaba teniendo un buen día, la enfermera, el fisioterapeuta y la doctora aprovecharon pensando que esa podría ser mi única oportunidad de abrazarla mientras todavía estaba viva“.
“¿Cuán lejos viven ustedes?”, les preguntó el doctor unas horas más tarde, a las 2 de la mañana, cuando ya estaban de vuelta en casa.
El intestino se había vuelto a agujerear. “Nadie usó la palabra, pero Juniper se estaba muriendo“, dice Kelley.
La doctora había hecho todo lo que podía, pero nada había sido suficiente.
La única opción que quedaba era operarla, para limpiar los intestinos y aliviar la presión. Pero era tan pequeña que la doctora empezó a pensar que era mejor dejarla morir.
De repente, Juniper abrió los ojos por primera vez y la miró… y la convenció de que merecía otra oportunidad.
Cuando los bebés están en un estado tan crítico, explica la doctora, están ausentes pues están luchando por respirar; que hubiera abierto los ojos y los mirara fue una declaración muy poderosa.
Para la doctora, estaba diciendo: “Aquí estoy, no se dé por vencida“.
Tuvo que convencer a la cirujana, quien pensaba que era un intento vano, que no saldría viva de la sala de operaciones.
La respuesta de la doctora fue que si en todo caso iba a morir, podían hacer algo y darle una pequeña posibilidad.
La operación fue corta.
Una enfermera llevó a los French a una sala de conferencias.
La cirujana les contó que cuando la abrió y tocó los intestinos, todo se empezó a romper. La volvió a cerrar. Había sobrevivido la operación, pero -aunque no lo dijo- la cirujana estaba segura de que no llegaría viva a la mañana.
“Pero Juniper no murió ese día, ni el siguiente. No murió toda esa semana. Y siguió no muriendo”, relata Kelley.
“No murió, pero de cierta forma desapareció: se hinchó hasta quedar irreconocible. Se le deformó la cabeza. No podía moverse, ni abrir los ojos”.
Las dudas volvieron.
“¿La estamos torturando en vano? ¿La hemos hecho sufrir demasiado?“, se preguntaban los padres.
“Estábamos rodeados de bebés enfermos incapaces de expresar una opinión sobre su cuidado o su calidad de vida. En frente de nosotros estaba una bebita que no podía decirnos cuánto dolor era demasiado dolor“, comenta Shelley.
Sin respuestas a esas imposibles preguntas, los French siguieron leyéndole el libro de Harry Potter.
“Una historia es una promesa”, dijo Thomas. “Es la promesa de que el final justifica la espera”.
Las cosas siguieron mal.
Juniper dejaba de respirar varias veces al día.
Pero continuaba no muriendo.
Un día de mayo, abrió uno de sus hinchados ojos y empezó a deshincharse. Pero se volvió a hinchar.
“Observamos impotentes cómo uno tras otro de los sistemas de su cuerpo flaqueaba y se recuperaba”, cuenta Kelley.
En junio, cuando tenía 2 meses, le encontraron un coágulo de sangre en el corazón; luego tuvo problemas con los pulmones, después el hígado, más tarde, los huesos.
“La muerte seguía siendo una posibilidad muy real“.
Pero, el día 59, le quitaron el tubo de respiración. Los French pudieron ver por primera vez su boca y barbilla sin obstrucciones. La pudieron ver respirando sola… y la escucharon gimotear y, poco después, llorar a gritos.
Ahora respirar dependía de ella, pero a veces se le olvidaba, algo común en los bebés prematuros.
Esos aterradores momentos se repetían varias veces al día.
Contra todo pronóstico, cuando Juniper cumplió 3 meses y ya pesaba unas 3 libras, les dieron la noticia de que el coágulo que tenía en el corazón se había disuelto. El fluido en el pecho se había secado y pronto le quitarían los tubos torácicos.
Para entonces estaba empezando a superar los terroríficos lapsos en su respiración. El agujero que tenía en el costado se había cerrado por sí solo y estaba defecando en el pañal.
Eso no garantizaba que sus intestinos estuvieran bien, pero era una buena señal.
“Las enfermeras son muy supersticiosas. Muchas no mencionan la palabra ‘casa’. Pero después de unos 4 meses y medio, una de ellas nos dijo que empezáramos a pensar en comprar un asiento para el automóvil”, cuenta Thomas.
“Esa fue la primera indicación de que quizás íbamos a poder sacarla de allí“.
Efectiva e increíblemente, 6 meses y medio después de nacida, le quitaron a Juniper todas las ataduras médicas y le pusieron las de la silla del auto de sus padres.
A los 196 días de estar viva, Juniper vio por primera vez la luz del sol.
Y, con el correr de los años, Thomas tuvo el tiempo suficiente para terminar de leerle toda la saga de Harry Potter.
Juniper ya cumplió 8 años y cuando sea grande quiere ser una trabajadora social en el Departamento de Servicios Infantiles para ayudar a niños amparados, según le dijo a BBC Mundo.
Lo que más le gusta hacer es gimnasia, patinar sobre el hielo y dibujar.
Es -en sus palabras- “valiente, apasionada y curiosa”.
Y, a juzgar por esta foto, definitivamente, graciosa.
Este artículo está basado en los reportajes hechos por Kelley French para el diario Tampa Bay Times -Parte 1, 2 y 3-, donde trabajaba con su esposo, y en el programa de Radio Lab “23 Weeks 6 Days” de WNYC Studios.