En el psiquiátrico, Ana iba anotando a diario los sucesos más relevantes de la jornada.
Se llama Ana, tiene 32 años, es de Madrid y aparentemente lo tiene todo: es guapa, simpática, tiene buenos amigos, un buen trabajo, una familia que no pasa estrecheces económicas…
Pero, bajo esa fachada, tiene también otras cosas menos atractivas. Desde la adolescencia sufre bulimia, un trastorno alimentario que la lleva a darse grandes comilonas para después sentirse culpable y provocarse el vómito.
Además los médicos le han diagnosticado Trastorno Límite de la Personalidad, un cuadro clínico caracterizado por comportamientos autodestructivos, acciones impulsivas y relaciones caóticas con otras personas.
Hace un año, incapaz de superar una ruptura amorosa y una larga lista de problemas que se le antojaban irresolubles, Ana trató de suicidarse: se tiró al vacío desde lo alto de un puente.
Logró sobrevivir, pero la caída le provocó gravísimas lesiones en los pies. Tuvieron que operarla varias veces, dándole una treintena de puntos de sutura en cada extremidad.
Aún no sabía si algún día volvería a andar cuando, en silla de ruedas, la ingresaron en un hospital psiquiátrico de Madrid, donde permaneció durante 37 días. Tenía un cuaderno, y allí Ana iba anotando a diario los sucesos más relevantes de la jornada.
Cuando le dieron el alta decidió transformar esas breves notas en un diario en toda regla sobre sus 37 días en el psiquiátrico.
Un relato lleno de desgarro, de humanidad, de dolor, de esperanza, de humor negro y sobre todo de sinceridad que día a día fue publicando a través de un hilo en ForoCoches, un foro de Internet.
Su historia, absolutamente real, se convirtió en un enorme éxito: logró más de 200.000 visitas y más de 8.000 comentarios de usuarios.
Ahora ese diario se ha convertido en un libro titulado “Cómo volé sobre el nido del cuco”, publicado por la editorial Plaza&Janés y que, a fin de preservar su intimidad, Ana firma con el seudónimo Sydney Bristow, nombre que ha tomado prestado de la heroína de la serie de televisión “Alias”.
“Una de las frases que Sydney más repite es: ‘Haces demasiadas preguntas’. Y, como a ella, a mí no me gustan las preguntas”, asegura Ana. Sin embargo esta española ha accedido a responder a las preguntas de BBC Mundo.
Era una niña con valores muy marcados, heredados de mi padre. Una niña que creía en la lealtad, la sinceridad, la importancia del conocimiento…
Era una gran amante de los animales y me gustaba aprender: la escritura, la lectura, las matemáticas, la informática…
Sí. Mi padre es ingeniero y trabaja para una compañía estadounidense. Mi madre es bióloga, aunque hace tiempo que no ejerce.
A mi padre le han ido bien las cosas a nivel profesional, así que cuando yo era pequeña nos íbamos mudando de casas pequeñitas a casas cada vez más grandes según iba ascendiendo en su profesión.
Y cada cambio de casa iba acompañado de un cambio de colegio. La primera mudanza y el primer cambio de colegio fue a mitad de curso. Yo tenía 11 años. Y me costó adaptarme al nuevo colegio.
Era un colegio público, solo había 7 niñas en mi clase y todos los demás era niños y muy brutos. Yo entonces daba por ejemplo mucha importancia a mi cuaderno de dictado y de ortografía, lo tenía siempre limpio y bonito, con una caligrafía perfecta.
Al segundo día el cuaderno apareció clavado, literalmente clavado, en la mesa de mi pupitre. Al principio lo pasé muy mal, llegaba todos los días llorando a casa, mis padres no lo entendían, me decían que no hiciera caso a los niños que se metían conmigo.
Pero yo me enfrenté a ellos y conseguí marcar mi territorio y ya no tuve más problemas.
Tenía 13 años cuando volví a cambiar de colegio y también de casa. Nos mudamos a nuestra casa actual, una casa con cinco dormitorios, siete cuartos de baño…. Y a mí me metieron en un colegio privado bastante elitista.
Y en aquel colegio los valores que yo tenía, los valores que mi padre me había inculcado, no valían una mierda. Que yo cuidara a mis hámsteres, que me apuntara a las olimpiadas matemáticas, todo eso allí no importaba, era motivo de burla.
Allí lo que valía era tener tetas, tener ropa de marca, ser la más guapa y estar delgada. Fue justo ahí, en ese momento, cuando todo se torció. Porque sólo había dos opciones: adaptarse o morir.
Y yo decidí adaptarme, renuncié a todo aquello en lo que creía a cambio de ser una más, de ser aceptada. Mis prioridades a partir de ese momento fueron tener ropa de marca y estar delgada. Si yo pudiera dar marcha atrás y corregir el mayor error de mi vida, sería ese.
Sí. Empecé a darme atracones de comida para, a continuación, meterme los dedos en la boca y provocarme el vómito.
La gente se cree que la bulimia es vomitar. Pero no, bulimia significa literalmente ‘hambre de buey’, y yo es lo que hacía y por desgracia sigo haciendo, aunque ahora en menor medida: comer como un buey y luego vomitar.
Me doy atracones de comida para cuatro personas, he comido alimentos para perro, he comido comida de la basura, me he comido incluso mi propio vómito…
Comer me calma, cuando siento ansiedad comer me tranquiliza, la comida es mi refugio. Con 16 años tuve mi primer ingreso hospitalario por infrapeso (un peso por debajo de lo que se considera saludable y que supone por tanto un peligro para la salud).
Sí. Encontré empleo con 24 años en un banco y el mismo día que firmé el contrato y comencé a trabajar, ese mismo día, me independicé y me fui a vivir sola.
Aparentemente todo iba bien, pero era mentira: nunca paré de atiborrarme a comida y de vomitar. De hecho el verdadero, motivo por el que me fui a vivir sola era para poder hacer lo que me diera la gana con la comida, sin tener a mi madre y a mi padre detrás.
He hecho auténticas burradas. He vomitado y he pensado: “Um, esto tiene una segunda vuelta” y he cogido con la mano mi propio vómito y me lo he vuelto a comer.
Le conocí en enero de 2014, cuando yo tenía 28 años. Era un informático guapísimo, espectacular. Empezamos a salir y yo me empeñé en que nuestra relación tenía que ser perfecta.
A David no le contaba nada de mis problemas con la comida, no le decía que vomitaba.
Cuando cenábamos y yo me daba un atracón le decía que tenía frío y que me iba a dar una ducha caliente. Abría la ducha y, protegida por el ruido del agua al caer, vomitaba en una palangana y luego, muy despacito, tiraba el vómito por el baño y limpiaba la palangana.
Sí. Llamaba a David un montón de veces al día, le mandaba un montón de mensajes. Para que veas el nivel de obsesión que tenía con él: se fue un mes a Estados Unidos con un amigo y me ofrecí a ir a recogerle al aeropuerto a su vuelta.
Yo estaba súper nerviosa, y antes de ir al aeropuerto pasé por casa de mis padres. Allí, mi padre me pilló metiendo un cuchillo en el bolso y me preguntó que para qué lo quería.
Yo le respondí: “Por teléfono noto a David distante. Y he pensado que si cuando llegue me dice que me deja, me cortaré las venas en el aeropuerto con este cuchillo”.
Por supuesto, mi padre me hizo dejar el cuchillo. Y David ese día no me dejó. Pero acabó dejándome.
Sentí que el mundo se acababa. Pensé: “¿Cómo voy a sobrevivir a esto?”. De hecho, ya han pasado cuatro años desde que me dejó y aún lo paso mal. Estos cuatro años han sido una mierda.
Antes de que me dejara David vomitaba un montón, pero drogas sólo tomaba de vez en cuando, muy de vez en cuando.
Pero la bulimia se me agudizó después de que me dejara David, y las drogas fueron ocupando cada vez más espacio. Fumaba cocaína y heroína.
Salía del trabajo a las 6:00 pm, me iba a casa y tenía dos rutinas. La primera consistía en pasarme la tarde comiendo y vomitando, comiendo y vomitando, vomitaba hasta cinco veces al día, tenía los nudillos en carne viva de tanto rozarlos con los dientes al meterme los dedos en la garganta para provocarme náuseas.
La otra rutina consistía en atiborrarme de somníferos, me tomaba seis y me dormía hasta el día siguiente. Pero descubrí que podría añadir otro tercer plan: trabajar y drogarme, trabajar y drogarme.
Sí. Por un lado gastaba mucho dinero: en comida, en drogas, en pagar mi casa… Comencé a solicitar préstamos rápidos, a gastar en exceso con las tarjetas de crédito.
Pedía préstamos para pagar otros préstamos. Se convirtió en una bola de nieve que no dejaba de crecer. Llegó un momento en el que debía un montón de dinero, unos 20.000 euros.
Y por otro lado seguía obsesionada con darme atracones de comida, con vomitar y con mantenerme delgada.
Corría 10 kilómetros al día, vomitaba más que nunca. Llegué a pesar 42 kilos. Hablé con mi padre, él se hizo cargo de pagar los créditos y yo ingresé voluntariamente en una clínica.
El tiempo que estuve allí se me hizo eterno, fue un infierno. Engordé, me veía horrible.
Y al salir me tuve que ir a vivir a casa de mis padres, para que estos se aseguraran de que seguía hábitos saludables.
Volver a vivir con ellos fue espantoso, no podía soportarlo. Y un día, volviendo a casa del trabajo, me di cuenta de todo.
Me di cuenta de que estaba gorda, de que estaba viviendo con mis padres, de que David había echado a correr y seguía corriendo, de que tenía 31 años y no tenía nada.
Mi única motivación en la vida era vomitar. Así que me tomé 20 gelocatiles, sabiendo que eso te destrozaría el hígado y me mataría.
Mandé un mensaje a mi hermana y a mi madre de despedida. Y mi hermana, que es médico, me dijo que sí, que iba a morir pero que iba a tardar una semana y que iba a ser una muerte superdolorosa.
Ella lo decía para que fuera a casa y poder ayudarme. Pero yo lo que hice fue aparcar el coche y saltar por un puente.
Aprendí de los pacientes. Yo siempre he sido alguien que se dejaba llevar por la primera impresión.
Y en el psiquiátrico me llevé una sorpresa: personas que parecían unos colgados de la vida, que si me los hubiera cruzado por la calle me habría cambiado de acera para evitarlos, resultaron ser gente admirable, gente con una sensibilidad especial, gente que te partía el alma.
Como Rhino, un chaval que lo único que quería era saber dónde estaba enterrada su madre.
Sí. Me ha hecho más compasiva. Me he dado cuenta de que hay mucha gente que son enfermos mentales y que en muchos casos lo único que piden es alguien que les escuche.
Y nadie les quiere escuchar: porque no tienen tiempo, porque no se fían de ellos. Y ellos sólo quieren eso, ser escuchados. Y yo les escuché, por fuerza, porque no podía irme. Y luego me di cuenta de que escucharles había sido una suerte.
No, para nada. Lo que sí que hice en esa ocasión fue llevar un diario, aunque no sé muy bien por qué.
Llevaba una libreta y fui escribiendo lo que comíamos, a quién conocía. Pequeñas anotaciones, unas 30 palabras al día.
Al salir del psiquiátrico un día quedé con unas amigas y les conté muchas anécdotas de mi estancia allí. Y una de ellas, psicóloga, me dijo que debería de escribirlo, que la historia era buenísima y me ayudaría.
Yo decía que no, que jamás de los jamases. Pero un día en casa, tirada en el sofá, aburrida, con los pies mal y sin poder moverme, cogí el móvil y me puse a escribir mi estancia en el psiquiátrico.
Cada día escribía cómo había sido una jornada allí y colgaba el capítulo en un foro en internet. Fue un desahogo.
Sí, totalmente. Yo ahora se la estoy recomendando a muchísima gente. Gente que está triste, que tiene problemas. “Escribe, escribe”, les digo.
No lo sé. No tengo ni idea de por qué ha tenido ese éxito.
Puede ser. No quería ser ñoña, no quería ser una víctima, pobrecita yo, con mis piececitos destrozados…
He querido contar las cosas tal y como yo las sentía.
Pero no me he empeñado en ponerle un toque de humor negro, es que yo me río de todo, y allí dentro había cosas de las que me reía mucho.
Sí. Lo cuento al final del libro, no quiero desvelarlo.
No. Imagino historias, pero no me atrevo a escribirlas. Soy muy perfeccionista.
Este libro lo escribí porque nunca lo concebí como un libro, nunca me imaginé que iba a ser publicado.
Si lo hubiera sabido, no lo habría escrito.
Regular.
Volví a vomitar, y lo sigo haciendo. Volví a ponerme triste.
De hecho, en mayo pasado volví a ingresar durante un tiempo en el mismo psiquiátrico.
Pero me hace ilusión lo del libro.