En 1980, una bebé fue entregada en adopción por tener el color de piel equivocado: era de raza mestiza, sus padres eran blancos y esto era Sudáfrica en tiempos del apartheid. Tras ser criada por una pareja blanca en Reino Unido, la joven sintió la necesidad de encontrar su lugar en el mundo. Lo halló cuando regresó a su país de nacimiento.
Cuando el avión aterrizó en Johannesburgo, Sara-Jayne King contuvo la respiración. Habían pasado más de 25 años desde la última vez que había estado en Sudáfrica.
No tenía un recuerdo consciente de ello. Se había marchado cuando tenía apenas siete semanas de vida con su madre biológica, que iba a dejarla en Inglaterra.
Los años siguientes no fueron fáciles. Sara-Jayne nunca pudo aceptar el abandono de su madre biológica. Ser mestiza en un barrio blanco de clase media, tampoco era algo sencillo para ella.
Se bajó del avión, y caminó por el aeropuerto hacia el auto que la llevaría al centro de rehabilitación.
Allí, Sara-Jayne esperaba recuperarse de su hábito de hacerse daño a sí misma y rearmar el rompecabezas de su vida.
“He estado aquí antes”, pensó cuando el viaje en auto despertó en su memoria imágenes familiares.
“Yo ya he estado aquí. Pertenezco a este lugar”.
En Inglaterra, Sara-Jayne sabía que era diferente a sus padres, pero nunca pensó en que “ser negra” era parte de su identidad hasta que otros se lo marcaron.
Sus compañeros de clase solían tocarle el pelo, diciéndole que parecía de alambre. Durante mucho tiempo, Sara-Jayne era la única niña negra que ella conocía.
Otros le decían que era diferente, por eso ella se sentía diferente. “De alguna manera absorbemos cómo nos ven los demás”, dice.
Poco a poco, Sara-Jayne empezó a sentir que ser negra era algo malo.
El tema de la raza y la adopción se convirtieron para ella en un recordatorio constante e incómodo de que ella no tenía muy claro quién era.
El significado de ser negra, sudafricana o adoptada, todo esto creaba un estado de confusión en su mente. Se sentía alienada y sola.
Los detalles de su adopción eran vagos. Le habían dicho que su madre adoptiva no podía tener hijos, y que ella había llegado de Sudáfrica. Eso fue todo.
Tenía un hermano mayor que también era adoptado y negro. Su única referencia a otra gente negra estaba en los programas de televisión que, en los años 80 en Reino Unido, no mostraban una imagen ni halagadora ni realista de la gente de color.
“Me levantaba cada mañana y miraba el campo y veía gallinas y corderos”, dice. “Vivía en un mundo muy blanco y de clase media”.
En su pueblo, Crowhurst, los africanos eran vistos como desamparados. Su escuela recolectaba comida para niños hambrientos en Etiopía.
Sara-Jayne recuerda la imagen de niños cubiertos de moscas, en paisajes polvorientos y asumió que esas imágenes también la definían a ella. “(África) era un lugar que daba lástima, uno al que uno miraba con cierto desprecio”, dice. “Era un lugar del cual uno agradecía que lo hubiesen rescatado”.
Mientras que Sara-Jayne creía que ser negra era malo, pronto aprendió que había diferencias de grado. Mientras que su negritud podía ser poco deseable, la de otros podía ser atractiva.
Cuando tenía 8 años, tres niñas de Mauricio se mudaron a su ciudad. Eran hermosas, con cabello suave y ondulado y una piel brillante. Eran el “tipo correcto” de personas de color.
El pelo de Sara-Jane, en cambio, era indomable. Cada domingo por la mañana su madre luchaba para peinarlo mientras Sara-Jayne se estremecía de dolor.
A pesar de tener las mejores intenciones, su familia exacerbaba su sensación de soledad. Sara-Jayne recuerda un verano en que el miraba los Olímpicos junto con su abuela.
Cuando empezó la competencia, su abuela la miró y le dijo que ella iba a alentar a Inglaterra y que ella podía alentar a África.
A los 14 años, Sara-Jayne hizo un descubrimiento inesperado. Mientras fisgoneaba en el cuarto de su madre, encontró una carta de su madre biológica escrita casi un año después de su nacimiento.
La carta estaba dirigida a ella. La abrió y empezó a leer. Contaba la historia de su adopción hasta en los más mínimos detalles.
Sara-Jayne se enteró de que su madre biológica, una británica blanca cuya pareja era un hombre blanco, había tenido una aventura con un hombre negro.
Cuando quedó embarazada, no sabía quién era el padre. Cuando nació, la niña se veía blanca y su mamá la bautizó Karoline. Pero unas semanas más tarde, su madre se dio cuenta de que, de hecho, no era blanca.
Karoline era la hija de su amante negro y su existencia se tornó un problema que había que resolver.
En ese momento, la Ley de de Inmoralidad de Sudáfrica prohibía las relaciones sexuales interraciales, y Karoline era la prueba de un affair ilegal.
Por ello su madre biológica y su marido, junto con su médico, elaboraron un plan.
Dijeron que Karoline sufría una rara enfermedad del hígado y necesitaba un tratamiento médico de avanzada que se hacía en Londres.
Pero una vez allí, la dieron en adopción. La pareja regresó a Sudáfrica diciéndole a todo el mundo que Karoline había muerto.
Sara-Jayne no podía aceptar que su madre la hubiera abandonado y que, además, hubiera pretendido que su hija estaba muerta.
“El color de mi piel era tan espantoso, y lo que mis padres biológicos habían hecho tan repugnante, que yo tuve que ser sacada de mi país y educada en cualquier otra parte”, dice.
“Pensaba en cuán horrible tiene que ser uno para que la persona que se supone que más te ama en la tierra y debe cuidarte y nutrirte pudo hacer lo que hizo mi madre biológica: entregar a su hija”.
La amargura por el rechazo ya había empezado a manifestarse en Sara-Jayne incluso antes de leer la carta. A los 13 años ingirió una sobredosis de paracetamol y, más tarde, empezó a cortarse la piel.
Un par de años después de leer la carta, en su primer año de la carrera de abogacía en la Universidad de Greenwich, en Londres, contactó a su madre biológica a través de la agencia de adopción.
Ella respondió diciendo que contestaría las preguntas de Sara-Jayne, pero que no quería continuar en contacto.
Nunca se mostró arrepentida ni pidió disculpas.
En esa época, Sara-Jayne desarrolló problemas de alimentación y empezó a automedicarse con alcohol y codeína.
A pesar de ello, logró terminar su carrera y completar un máster en periodismo de la Universidad de Canterbury.
Consiguió buenos trabajos y se mudó de Inglaterra a Dubái, donde comenzó a construir una exitosa carrera en la radio.
Pero su pasado le pesaba. Su padre adoptivo ya no estaba involucrado en su vida, su hermano se había suicidado y su madre biológica la había rechazado por segunda vez.
Por sus problemas de adicción, perdió su trabajo en Dubái.
Eventualmente, llegó a un punto límite. Era 2007 y Sara-Jayne decidió buscar ayuda. Descubrió que los centros de rehabilitación eran más baratos en Sudáfrica.
Dejar Johannesburgo (cuando era un bebé) la había empujado hacia un camino de confusión emocional y abuso de sustancias. Ella esperaba que el regresar la ayudase a curar esas heridas.
Al aproximarse, Sara-Jayne miró pensativa a la ciudad que podía haber sido su hogar. “Todavía estamos en el aire y pensé ‘algo importante está ocurriendo'”, dice. “Las ruedas del avión tocaron la pista y pensé ‘estoy en casa’“.
Durante el viaje en carro hacia el centro de rehabilitación, sentía que ya había transitado por esas calles, algo que de hecho había ocurrido.
El hospital donde su madre dio a luz quedaba a solo tres cuadras de allí. Sara-Jayne cree que el sitio quedó de alguna manera grabado en su mente, pese a que solo tenía unas pocas semanas cuando pasó por allí.
Instintivamente sintió que ese era su lugar de pertenencia.
Sara-Jayne hizo un año de tratamiento en Sudáfrica, que dividió entre Johannesburgo y Ciudad del Cabo.
Allí, conoció a su medio hermano (el otro hijo biológico de su madre) con quien mantuvo una relación cercana por un tiempo.
Regresó a Reino Unido, pero después de pasar varios años entre Londres y Ciudad del Cabo, decidió mudarse a Sudáfrica.
“Allí me sentía como en mi casa”, dice.
La noche en que estaba terminando de empacar antes de mudarse en 2013, recibió un mensaje de una amiga contándole que Nelson Mandela había muerto.
“La Sudáfrica a la que regresé, para llamarla mi hogar, era una Sudáfrica en duelo, pero también de fiesta”,
“Era Sudáfrica en su mejor momento y eso no es algo que se vea con frecuencia”.
Cuando Sara-Jayne puso de nuevo un pie en Sudáfrica, supo que esta vez era para siempre. Estaba lista para asumir su identidad de mujer negra sudafricana.
Un paso que debía dar era cambiar, formalmente, su nombre. Karoline era un nombre “de repuesto”, una versión alternativa de Sara-Jayne si ella hubiese sido blanca, pero “Karoline King” era el nombre en su certificado sudafricano de nacimiento.
Para ser realmente ella misma, Sara-Jayne tenía que dejar atrás a Karoline.
Incluso en Reino Unido, su nombre era -técnicamente- Sarah Jane. Sus padres adoptivos le habían puesto Sarah, y Jane de segundo nombre.
Para diferenciarse de las otras Sarahs de la escuela se sacó la H, le agregó una Y a Jane, y le puso un guión en el medio.
Esto había sido su pequeña manera de reafirmar su identidad.
Hace dos años, Sara-Jayne publicó un libro que relata las circunstancias de su adopción y su vida. Contrató a un investigador privado para ayudarla a encontrar a su padre biológico, pero la pesquisa no tuvo éxito.
Pero al promocionar su libro en la radio mencionó sel nombre de su padre y, 36 horas después, consiguió su número telefónico.
Llamó y, por primera vez, escuchó su voz en el teléfono. Hablaron por 30 minutos.
Hablaron todos los días durante una semana hasta que Sara-Jayne se subió a un avión para verlo en persona en Johannesburgo. Quedaron en encontrarse en un café en un centro comercial.
Fue, dice, el mejor día de su vida. “Nunca me olvidaré cuando lo vi acercarse desde la esquina, y los dos teníamos lágrimas en los ojos. Me abrazó y dijo: ‘mi hija, mi hija’. Y de repente me cayó la ficha de que soy la hija alguien”.
Dos años más tarde, Sara-Jayne está pensando en un cambio más de nombre: quiere agregarse el apellido de su padre.
Aunque vive en Ciudad del Cabo, Sara-Jayne viaja ocasionalmente a Johannesburgo a ver a su padre y a sus tres medio hermanos.
Todavía mantiene una relación con su madre adoptiva en Reino Unido, pero está feliz de haberse reunido con su familia Sudafricana.
Y ahora se siente tranquila con su identidad como negra sudafricana. Nunca se sintió realmente británica.
Cuando otros tratan de ponerla en una categoría, eso ya no la desestabiliza como antes.
“Creo que alguna gente todavía encuentra difícil la idea de que ellos no deciden quién soy y cómo me identifico”, dice.
“Me importa muy poco lo que otras personas piensen sobre cómo me debo identificar”.
Todas las fotos son cortesía de Sara-Jayne King, autora de “Killing Karoline”