El estacionamiento del templo parece estar incendiándose, pero no hay problema porque los chamanes lo tienen todo bajo control.
De hecho, ellos encendieron los fuegos, para los peregrinos que participan en una ceremonia con la que tratan de desprenderse de energía negativa, un curioso ritual que también incluye beber ron y fumar.
Estoy visitando el templo de San Simón en San Andrés Itzapa, un pequeño pueblo en las montañas de Guatemala y un lugar de peregrinaje para muchos indígenas mayas, quienes llegan desde muy lejos para rezar ante el altar de San Simón, una divinidad ambigua también conocida como Maximón.
Y debajo del velo de espiritualismo del templo, puedo detectar una atmósfera vagamente sórdida y siniestra. Entre las familias de viejos devotos, hay grupos de jóvenes hombres y mujeres de apariencia dura, del tipo que habitualmente interesa a la policía.
“Aquí llegan muchas prostitutas y traficantes de droga“, me susurra mi guía, Karen Ayala, para inmediatamente agregar que la mayor parte de los peregrinos son, sin embargo, gente buena y honesta.
Algunos de los fieles, me fijo enseguida, beben cerveza comprada directamente en la cantina local, que vende abundante ron y tabaco.
El alcohol, aprenderé luego, es habitual en las ceremonias mayas porque permite a los devotos “alcanzar un estado como de trance” (lo que también se conoce como estar borracho).
Mientras que los cigarros y cigarrillos, me dice Ayala, representan “túneles entre el pasado y el futuro”. Hay algo profético en la forma en la que arden, me explica.
El templo es fascinante, así que me tomo mi tiempo para tratar de absorberlo todo. Veo a videntes con cintas en la cabeza exaltando sus supuestos talentos ante los peregrinos recién llegados, compitiendo con los vendedores de recuerdos que tratan de vender collares y llaveros.
Y moviéndose por toda la escena hay perros callejeros, que de vez en cuando se detienen para rascarse alguna pulga o levantar la pata frente a alguno de los vehículos estacionados, una colección variopinta de sedanes destartalados y relucientes SUVs con vidrios polarizados.
El aire está cargado de humo. Puedo oler incienso, tabaco y ramitas de ciprés, un coctel cancerígeno endulzado por el olor de el azúcar derretida que sirve de base a los fuegos ceremoniales.
Luego Ayala y yo escapamos del humo y entramos al templo azul y blanco. Dentro, cientos de devotos esperan en fila para poder rendir culto a la efigie de San Simón, regiamente sentando en el altar que domina la iglesia.
Vestido con traje negro, corbata negra y un sombrero marrón oscuro, y dueño de un poblado bigote, su efigie tiene una estética de vaquero convertido en gánster que contrasta con la vecina estatua de una Virgen María llena de pureza.
Los fieles suben las escaleras hasta el altar de San Simón, le hablan en español y varias lenguas mayas, mientras rocían la efigie con ron y le ponen cigarros en el regazo. San Simón es, evidentemente, una divinidad con vicios.
Curiosamente, un velo de plástico cubre el rostro del santo, según Ayala para que los peregrinos demasiado entusiastas no traten de colocar cigarros encendidos en sus labios, un riesgo de incendio dada la abundancia de ron.
El panteón de los antiguos mayas contenía una vasta colección de divinidades para cada aspecto de la vida humana: habían dioses para el nacimiento y la muerte, la paz y la guerra, la salud y la enfermedad.
Pero nuestra comprensión del panteón maya es bastante limitada, ya que cuando los conquistadores españoles llegaron a lo que hoy es Guatemala, destruyeron toda la evidencia escrita sobre esos dioses indígenas. Para ellos solo había una religión válida, y esa era el catolicismo.
“El catolicismo le fue impuesto a los mayas, pero ellos nunca se desprendieron completamente de su religión”, me explica Ayala. “Lo que hicieron fue fusionarlas en una sola“, me dice, poniendo como ejemplo la presencia en este templo de una estatua de la Virgen María.
Y aunque pocos dioses mayas sobrevivieron a la conquista, varios estudiosos creen que San Simón heredó las características de muchas de esas deidades perdidas.
Consecuentemente, hay una miríada de interpretaciones sobre su carácter, pero la mayoría de sus devotos parecen creer que es un dios que concede deseos.
Para hacerse una idea del tipo de favores que la gente le pide a San Simón, leo algunos de los mensajes de agradecimiento que llenan las paredes del templo. Algunos están escritos en simples pedazos de papel, otros grabados en placas de bronce o mármol.
“Gratitud al hermanito San Simón por haberme salvado de haber ido mucho tiempo ala (sic) cárcel”, dice uno de esos mensajes.
Y no es la única placa que agradece por una salida pronta de la prisión, aunque la mayoría de los mensajes parecen celebrar a San Simón por la concesión de bienes materiales, como autos y casas, mensajes que en cierta forma contrastan con los que expresan gratitud por haber sanado a un pariente enfermo.
Hablo con uno de los devotos, que se identifica como Byron. Lo acompañan 12 miembros de su familia, incluyendo dos niños pequeños.
“Venimos a agradecerle a San Simón porque nos ayudó a encontrar trabajo“, me dice Byron, quien en lugar de cigarros y alcohol le lleva flores a la imagen. “Manejamos dos horas para llegar aquí. Venimos todos lo años”, agrega.
El altiplano de Guatemala es la casa espiritual de San Simón. Pero en la mayoría de las aldeas donde se le adora, su efigie va de casa en casa. Según Ayala, el templo de San Simón en San Andrés Itzapa es su único santuario permanente.
Y San Simón tiene reputación de travieso. Según una leyenda, un grupo de pescadores una vez le pidió que evitara que sus mujeres les fueran infieles cuando se iban a trabajar.
Dependiendo de a quién se le pregunte, San Simón fue o bien un saboteador exitoso o un bandido que se aprovechó de su posición para acostarse con las esposas de los pescadores.
Estos mitos han ayudado a rodear el personaje de San Simón de ambigüedad, y hoy en día existe en una zona moral indefinida, lo que lo hace un santo popular para aquellos que viven del lado equivocado de la ley.
Es en esta ambigüedad moral que operan los brujos especialistas en magia negra del templo. Trabajando en un patio lleno de basura al lado de la iglesia, se ganan la vida vendiendo hechizos y brujerías.
“Puede ser un hechizo para que alguien se enamore de ti o una maldición contra tus enemigos“, explica Ayala.
Y en el patio nos encontramos con John, a quien los magos le pagan para enterrar las botellas de vidrio con los hechizos junto a las fotografías de sus destinatarios, para ligarlas. John tiene 12 años.
“Lo hago los fines de semana”, nos dice, mientras se apoya en una pala. “Y con el dinero que consigo, compro cosas para la escuela”.
No podemos entretenernos con él porque está por empezar un ritual mágico, que parece involucrar el tirar latas de sardinas al fuego y no quiero verme salpicado por aceite oloroso a pescado.
“Cuando las latas explotan, es que una maldición se acaba de anular”, me explica Ayala, y, justo en ese momento, una lata explota.
El altiplano de Guatemala está marcado por la pobreza y muchos de los habitantes de la zona, y de otros lugares, buscan algo de ayuda en San Simón.
Una de esas personas es Chaguita, una vendedora ambulante de 62 años, que vende recuerdos como llaveros y collares fuera del templo.
“Los he estado vendiendo durante más de 30 años“, dice, su pequeño cuerpo inclinado bajo el peso de la mercadería.
“Sufrí un derrame, pero todos los días camino una hora para llegar aquí”, cuenta.
Chaguita le rezó a San Simón desde la cama del hospital y cree que él le dio la fuerza necesaria para tener éxito con su venta de recuerdos.
“Le pido a San Simón que me ayude a vender mis cosas“, me dice mientras le compró un llavero con la imagen del santo bigotón. “Todo lo que vendo es una bendición de San Simón”.
Y diciendo esto se va a ofrecer sus productos a los peregrinos, mientras el estacionamiento continua ardiendo.
Puedes leer el artículo original (en inglés) en BBC Travel haciendo clic aquí.