Los peces que Juan Maurice atrapa son tan pequeños que solo pueden comerse fritos. Empobrecido por la crisis venezolana, este albañil prueba suerte con la atarraya en las contaminadas aguas del Lago de Maracaibo para llevarse algo a la boca.
Pesaba 75 kilos y en los dos últimos años dice haber perdido 16. Por necesidad se aventura con su tío Alfredo a lanzar una vieja red que ambos arrastran unos 100 metros, batallando con una superficie fangosa.
“Hoy podemos estar aquí y mañana podemos estar en el monte buscando conejos o iguanas”, relata a AFP Juan, de 35 años, durante la faena. Su rostro demacrado lo hace ver mayor.
Sacó 20 crías de “carpeta”, pez que puede alcanzar los 30 centímetros, pero los suyos apenas miden ocho. También capturaron un pequeño cangrejo azul y tres peces agujones raquíticos, cuyo consumo es inusual.
Juan vivía holgado con su salario como albañil y soldador en esta región petrolera, que antaño nadó en riqueza. “Antes mi sueldo daba para comer, para guardar, para hacerle arreglitos a mi casa, daba para todo”, relata mientras desenreda los peces.
Pero con una economía reducida a la mitad desde 2014 y una inflación proyectada por el FMI en 10.000.000% para este año, el empleo escasea y no hay bolsillo que aguante.
Por eso depende de “marañitas” (trabajos ocasionales) para llevar comida a sus siete hijos, “todos flaquitos”, cuenta.
Juan y su familia pescan en San Francisco, municipio vecino de Maracaibo, cuyas costas son cubiertas por constantes derrames de crudo, el oro negro que abunda en Venezuela como en ningún otro país.
“No sabemos si eso (los peces agujones) se comía o no, pero debido a la situación, arriesgándonos, o para solventar algo, lo comemos”, dice sobre la especie de cuerpo alargado y filoso pico.
En una playa cercana un grupo de niños y jóvenes aprendices también pesca. La caza de palomas, conejos, báquiros o venados, antes una diversión, se realiza ahora ante la imposibilidad de visitar las carnicerías por los altos precios, cuentan pobladores.
Marcy Chirinos camina entre calles desoladas del centro de Maracaibo, días después del apagón del 7 de marzo, el peor que haya vivido Venezuela. Cinco días de oscuridad sembraron un caos en el que medio millar de negocios fueron saqueados en el estado Zulia (oeste).
“Ahora no tengo nada para comer”, se queja Marcy, quien cubre su cabeza con un trapo viejo para protegerse del lacerante sol de esta región donde las fallas eléctricas suman una década.
Como barrendera de la oficialista alcaldía de Maracaibo gana el sueldo mínimo, equivalente a seis dólares que alcanzan para dos kilos de carne. “No es posible que uno viva así, me tengo que poner la ropa sucia porque no tengo agua y no me alcanza para comprar detergente”, se queja.
Pero su mayor agobio es la falta de comida. Muy delgada, trata de ayudar con la alimentación de sus cinco nietos, una labor casi imposible.
“Si están vendiendo algo, es carísimo, el arroz, la harina, entonces ahora quieren venderlo por dólares, no puede ser, ¿dónde voy a encontrar dólares?”, se pregunta Marcy vestida con ropa maloliente.
Los saqueos empeoraron las dificultades que ya padecía, pues la mayoría de los comercios siguen cerrados.
“La ropa ya no me queda”, cuenta, con un ancho y desgastado pantalón. “Lo que medio rapiñamos (conseguimos) es para los carajitos (niños). Me acuesto pensando en que Dios nos haga un milagro”.
“El hambre me da dolor de cabeza”
Ana Angulo contempla una hilera de comercios cerrados en el otrora pujante corazón comercial de Maracaibo. De cabello blanco, cuesta escucharla por la suavidad de su voz.
“Mira esta soledad, esto es para morirse”, exclama con mirada triste que apunta hacia las calles donde antes costaba caminar sin tropezarse. A sus 77 años no recuerda una precariedad semejante. “El hambre me da dolor de cabeza”.
Cuando Hugo Chávez, quien presidió el país entre 1999 y 2013, vivía, dice, “no se veía esto”. “Chávez nos daba, Chávez era muy bueno”, asegura al quejarse del hambre que padece su familia por una crisis recrudecida durante el actual gobierno de Nicolás Maduro.
“El hambre lo tumba a uno”, dice con voz apagada.
En otro punto Jaime Romero, de 31 años, arrastra a su madre en una vieja silla de ruedas en busca de que alguien les dé un bocado. “Tenemos que salir a buscar quién nos regale comida”, dice.
Antes de caer la noche Juan Maurice volverá a una playa llena de basura y restos de petróleo para tratar de conseguir peces más grandes o camarones. “Me siento mal porque nunca me había visto en esto, todo está caótico”.
Con información de: AFP