La caravana, que salió de Honduras el pasado 13 de octubre, está conformada por más de 7.000 migrantes, según la ONU. Organizaciones humanitarias calculan que 25% son bebés y niños. Para muchos de ellos, es difícil entender qué están haciendo y lo que está en juego.
Huyendo de la violencia y pobreza de su país, muchos de ellos debieron atravesar junto a sus padres el caudaloso río Suchiate en rudimentarias balsas y participar en una estampida en la frontera con Guatemala para ingresar a México, esquivando el trámite migratorio.
Y caminar y caminar hasta tener llagas en los pies. La mayoría lleva diez días caminando y casi 800 km recorridos.
Gran parte de las madres no pasan de los 20 años y todas coinciden en algo: huyen de Honduras para que los pandilleros no maten o recluten a sus hijos, o secuestren y violen a sus hijas, como les sucedió a algunas de ellas.
Como muchos de los niños, los hijos de Jennifer Molina -de cinco y tres años- tienen fiebre un día sí y otro no.
“Sé que es peligroso, sé que además me los pueden robar, pero no tenemos otra opción. A mi esposo los ‘mareros’ (pandilleros) querían obligarlo a transportar droga y como se negó, amenazaron con matarnos a todos”, comenta esta mujer, ama de casa de 23 años.
Cuando no están llorando confundidos por la infinita cantidad de personas que los rodean o por ver a sus padres suplicar por comida, los niños improvisan juegos.
Los de Jennifer juegan a que el futuro con el que sueñan sus padres, es realidad.
Ellos, describe con los ojos enrojecidos, “se ponen a jugar a que ya están allá, en Estados Unidos, a que su abuela ya les compró un auto, que tienen esto, que tienen lo otro, porque su abuela los está esperando allá”.
El primer temor que enfrentan estas familias es perder a un hijo en la marea humana.
“¡Ayúdenme a agarrar a este niño!”, pedía a la multitud una de las voluntarias que acompaña a la caravana.
Sostenía fuertemente a un niño de unos 10 años que intentaba correr al mismo tiempo que buscaba a gritos desgarrados a su madre, a quien acababa de perder de vista cuando la columna humana se dirigía desde Tapachula -en un trayecto de ocho horas a pie- a su segunda parada mexicana, Huixtla.
Ana Rivera, de 27 años, caminaba casi sin descanso con su hijo descalzo de dos años que sólo vestía un pañal. Buscaba a su otra hija en el improvisado campamento montado en un parque de esta empobrecida comunidad.
Cerca, una adolescente se acerca a una ambulancia para que vean a su hijo de tres años, casi desvanecido tras vomitar agua constantemente. Los paramédicos le dicen que vuelva más tarde, cuando la larga fila de enfermos disminuya.
Al llegar el viernes pasado al puente internacional que une Tecún Umán, Guatemala, con Ciudad Hidalgo, México, una inmensa multitud embistió la puerta fronteriza y la consiguió abrir pese a que había sido sellada por autoridades mexicanas.
Después de enfrentarse a las autoridades, policías antimotines lograron replegar a los migrantes, que quedaron amontonados y con la cara embarrada en los barrotes. Había muchos niños y bebés que horrorizados veían a sus padres suplicar a los funcionarios mexicanos que abrieran la reja.
“Nosotros estábamos hasta adelante, en la reja, y cuando la policía aventó bombas de gas lacrimógeno, el niño se me dobló en los brazos”, relata Oscar Rodríguez, de 22 años, mientras su esposa, Ruth Fuentes, de 18, trata de calmar el llanto de Jasser, de un año y nueve meses.
Muchos optaron por cruzar el río Suchiate en improvisadas balsas hechas de cámaras de neumáticos amarradas y una tabla encima.
Una de ellos fue Guadalupe Del Carmen, de 29 años, que viaja con su hijo de 9 años.
“Se me puso mal porque no nos dieron la pasada de México como nosotros ya la teníamos pensado, y nos cruzamos por las lanchas y ahí él sí se afectó de los nervios”, comenzó a llorar y a decir “‘Mami, me voy dar la vuelta’, ‘Mami, ya no quiero’, fue un momento muy tenso”, recuerda.
El hijo de Guadalupe, de piernas delgadas y grandes ojos negros, escucha serio la narración de su madre.
“Ya quería que nos fuéramos otra vez a Honduras, pero yo volví a hablar con él y le expliqué que no podíamos regresar, que la situación en nuestro país no está nada fácil, que tenemos que huir para salir un poco adelante”, dice en voz baja Guadalupe. Por cuidar a su hijo, no duerme profundamente desde que salieron de Honduras.
Para distraerlo del horror, los dos juegan a hacerse cosquillas, olvidándose de que están rodeados de cientos de otros migrantes que duermen en el piso sobre pedazos de cartones sucios y mojados, con los pies ensangrentados.
Con información de: © Agence France-Presse