Director, pedagogo inigualable, compositor de originalidad y agudeza únicas, su música es el reflejo más fiel de su propia vida. Todos los idiomas musicales en uno. Lo radical, sin conflicto alguno o haciendo del conflicto su propia materia, junto a lo chic. "El Príncipe de la izquierda chic".
Leonard Bernstein fue un compositor, pianista y director de orquesta estadounidense. Fue el primer director de orquesta nacido en los Estados Unidos que obtuvo fama mundial. 25 de agosto de 1918, Lawrence, Massachusetts, Estados Unidos. Falleció el 14 de octubre de 1990 en el Edificio Dakota de Nueva York, Estados Unidos.
“A las 2, o a las 3, o a las 4 de la mañana, en algún lugar cercano, el 25 de agosto de 1966, de hecho su cumpleaños 48, Leonard Bernstein se despertó en la oscuridad con una salvaje sensación de peligro. Ya había pasado antes. Era una de las formas en que hablaba el insomnio. Así que él hizo lo usual. Se levantó y caminó alrededor.” Así empieza Tom Wolfe uno de sus reportajes más famosos. Aquel que bautizó con una sentencia que acabó patentando toda una tipología social: “Radical chic“. “Gauche caviar”, como se la llamó en Francia, o “izquierda exquisita” según la traducción al castellano de aquel artículo que se publicó originariamente en The New Yorker, y donde Wolfe contaba la fiesta ofrecida en el duplex de Bernstein, en Park Avenue, con el fin de recaudar fondos para los Panteras negras. Y, en el centro de fastos que van desde la reedición de toda su discografía, un homenaje y una exposición en el Lincoln Center, el anuncio de dos biopics e, incluso, el próximo estreno de su opereta Candide en el Teatro Coliseo de Buenos Aires (con producción del Teatro Argentino de La Plata), hoy se cumplen cien años del nacimiento del “príncipe de la izquierda chic“.
En aras del “nuevo periodismo”, Tom Wolfe no dejaba nada sin ridiculizar, desde los arrolladitos de roquefort y nuez y la dama que decía, orgullosa, “es la primera vez que veo a un pantera negra”, hasta el hecho de que el personal de servicio fuera blanco, “para no ofender”. La asistencia estaba a tono con sus anfitriones, Lenny y su mujer, la costarricense Felicia Montealegre, a cuyos contactos con la comunidad “latina” se les atribuía el haber podido contratar servidumbre blanca y barata: la escritora Lillian Hellman, el cineasta Mike Nichols (director de El graduado), los compositores Aaron Copland y la pareja de Samuel Barber y Gian Carlo Menotti, el coreógrafo Jerome Robbins, Steven Sondheim. Pero lo más importante pasaba desapercibido.
Bernstein había contado a Wolfe su “visión” en la noche de insomnio. Se había visto a sí mismo entrando en el escenario con corbata y traje blancos y frente a una gran orquesta. “A un lado del podio del director estaba el piano y en el otro una silla con una guitarra esperando”, contaba Wolfe el relato de Bernstein. “Él se sentó en la silla y tomó la guitarra. ¡Una guitarra! (…) Pero había una razón. Había un mensaje anti belicista para darle a toda esa audiencia de cuellos blancos. Y él les anunciaba: ‘Yo amo’.” Al nuevo periodista la escena le resulta ridícula, obviamente. Pero si se la asocia con las lecciones que el músico impartía en la televisión pública y, sobre todo, con la Misa –subtitulada “Pieza teatral para cantantes, actores y bailarines”– que en 1971 inauguró el Kennedy Center, por encargo de Jacqueline Kennedy, no es otra cosa que la explicitación de su estética y de una concepción musical en la cual los papeles de compositor e intérprete y las distancias entre “culturas altas” y “bajas” no cuentan.
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A los 21 años, recién recibido en Harvard, Bernstein decía: “No sé qué es lo que voy a hacer: dirigir, tocar el piano, orquestar, producir. Yo soy todo eso en uno solo”. Cuarenta años después, en septiembre de 1979, afirmaba: “Ya no soy un director de orquesta; soy un músico a tiempo completo para quien dirigir, componer, enseñar y tocar el piano son una misma actividad”. Entre uno y otro momento, Bernstein había compuesto tres sinfonías, una opereta sobre Voltaire y, entre muchas otras obras, una misa en la que se hablaba de los problemas de la fe y una comedia musical a la que siempre pensó como una ópera y que revolucionó para siempre el ordenado campo de los géneros musicales.
En West Side Story, en todo caso, como antes en On the Town, el músico no sólo componía algunas de las canciones “clásicas” más populares (y más bellas) de todos los tiempos sino que sintonizaba, como nadie, con los temas más álgidos de la época. On the Town, de 1944, situaba su acción ese mismo año: tres marineros próximos a embarcar, rumbo a la guerra. Todo lo que para ellos sucedía por primera vez –el descubrimiento de la ciudad– podía ser también una visión postrera. La canción “Some Other Time” –que Tony Bennett cantó años después en una inolvidable grabación con el pianista Bill Evans– lo resumía con ironía. “¿Dónde se ha ido el tiempo transcurrido/ no hemos hecho ni la mitad de lo que queríamos/ Bueno, ya lo haremos en algún otro momento”, cantaba alguien que, precisamente, no sabía si habrá algún otro momento.
En West Side Story, estrenada en Broadway en 1957, y, en su versión fílmica, cuatro años después, el proceso de trabajo junto a Steven Sondheim, el libretista, fue largo. Siempre fue una adaptación de Romeo y Julieta de Shakespeare. Pero primero pensaron en un conflicto religioso y después en uno entre ricos y pobres. La genialidad, para el momento en que fue compuesta, fue abordar aquello de lo que no se hablaba: la lucha entre pobres y pobres, la tensión entre bandas de inmigrantes de primera o segunda generación, en el submundo situado bajo las autopistas, en los inquilinatos atestados y en los gimnasios públicos. Y, claro, canciones como “Somewhere”, “Maria” o “Tonight” y momentos musicales deslumbrantes como aquel en que la misma canción de amor con la que Tony y Maria sellaron su amor pensando en la noche por venir, se enlaza con lo que esperan para ese mismo momento las dos bandas (los Jets y los Sharks) y, a partir de determinado momento, a la manera de los concertantes en las óperas de Mozart o Rossini, se superponen en un fresco magistral.
El crítico Edward Seckerson recuerda, en la revista especializada inglesa Gramophone, una conversación en la que Bernstein, ya cerca de su muerte, le había hablado de su proyecto de componer una ópera multilingüística cuyo tema fueran las vidas de sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. La multiplicidad de lenguas, eventualmente, fue una de sus obsesiones y, si se piensa en el estilo de sus composiciones, su marca de fábrica.
“Poco más que kitsch a la moda”, fue la opinión de The New York Times , firmada por el crítico Harold Schonberg, acerca del estreno de la Misa, una obra donde coexisten el atonalismo, la canción pop, la comedia musical, el soul y el jazz y que bien puede considerarse su obra de tesis. La misa de un judío, al fin y al cabo, que más que acatar, pregunta e interpela y que toma, además de los textos de la liturgia católica, otros escritos por él mismo y un conjunto de libretistas que incluyó a Paul Simon.
La crítica del diario neoyorquino no representó un juicio homogéneo. Paul Hume escribió en el Washington Post, por ejemplo, que la composición presentaba “una rica amalgama de artes escénicas” y que se trataba de “la música más grande que Bernstein escribió jamás”. Los otros críticos que tallaron en la cuestión fueron los del FBI, que desaconsejaron la asistencia de Richard Nixon al estreno por tratarse de una composición “irreverente y antibélica”. Las conversaciones del presidente con sus asesores de la Oficina Federal de Investigaciones están registradas en cintas donde se evalúa –y se desestima– el escándalo por no asistir a la inauguración del Kennedy Center, propiciada por la propia Jackie. El estreno fue el 8 de septiembre y 20 días después Bernstein aseguró a la prensa que Nixon no había ido debido su vinculación con los hermanos Berrigan (dos conocidos militantes pacifistas). La conclusión de Nixon, en la cinta grabada ese mismo día, es tajante: “eso es una mierda: Bernstein es un hijo de puta”.
En el tono de la Misa resonaban las misas populares surgidas en la década de 1960 a partir de la apertura del papado de Juan XXIII, en particular la Missa Luba del Congo y la notable Misa Criolla creada por Ariel Ramírez, y musicales como Hair, de James Rado y Gerome Ragni, que se había estrenado en 1967. Pero, sobre todo, compartía un espíritu de época –una época signada por Vietnam, los ecos del Mayo Francés y el advenimiento de la cultura Pop– con Jesus Christ Superstar, que había sido publicado como álbum conceptual en 1970. Incidentalmente su versión escénica vio la luz apenas dos meses después del estreno de la Misa pero, tanto en un caso como el otro –también en La Biblia, el álbum que ese mismo año grabó el grupo argentino Vox Dei– primaba la apelación a un Dios más cercano al amor que a las batallas.
Con información de Infobae, Diego Fischerman