Después de años de permanecer en prisión varios expandilleros de la Mara Salvatrucha tratan de escapar de su pasado, pero los tatuajes se lo impiden.
Su piel es un lienzo con innumerables e intrincados tatuajes: son expandilleros de El Salvador que aseguran estar dispuestos a someterse al doloroso y largo proceso de borrar con láser esas marcas, vistas como un “error de juventud”.
Santa Ana, El Salvador | AFP
por Carlos Mario MARQUEZ
Su piel es un lienzo con innumerables e intrincados tatuajes: son expandilleros de El Salvador que aseguran estar dispuestos a someterse al doloroso y largo proceso de borrar con láser esas marcas, vistas como un “error de juventud”.
En el sector Uno del Penal de Apanteos, una prisión de mediana seguridad en Santa Ana, 60 kilómetros al oeste de San Salvador, hay 239 hombres presos, en su mayoría de las pandillas Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18, que aseguran haber dejado el submundo de las “maras”.
Con edades de entre 24 y 48 años, purgan condenas por homicidio, tráfico de drogas y extorsión con sentencias de seis a más de 80 años de prisión, aunque la condena máxima es de 60 años en El Salvador.
“Mi ilusión es quitarme todas estas letras que llevo, estoy todo manchado en la espalda, abdomen”, cuenta a la AFP Carlos Ruballo, otrora miembro de la MS-13, que a sus 41 años ha cumplido 15 de los 36 años a los que fue condenado por homicidio agravado.
Al igual que la mayoría de expandilleros arrepentidos, en un intento por desvincularse de la pandilla Ruballo se tapó los tatuajes relacionados con la MS-13 con más tatuajes. Con el resultado de grandes manchas de tinta negra en varias zonas de su cuerpo.
Nacidas en calles de la ciudad estadounidense de Los Ángeles a principio de la década de 1980, la MS-13 y Barrio 18 siembran el terror en comunidades salvadoreñas, donde reclutan a jóvenes por la fuerza a sus filas para extorsionar y traficar con drogas.
Las pandillas en El Salvador tienen unos 70.000 miembros, de los cuales casi 17.000 están encarcelados.
Ruballo tiene en su rostro, cuello y brazos una distorsión de las imágenes que se estampó desde los 13 años cuando ingresó a la mara, y él sabe que ahora será más compleja la tarea de sacarlas.
Quitar un tatuaje se hace con equipo láser en varias sesiones, y si una persona los lleva en todo el cuerpo “puede llevar años”, explica a la AFP la doctora Mayde Ramírez, quien dirige en San Salvador una clínica gubernamental para borrar esas marcas de quienes gozan de libertad.
Pagar una clínica privada resulta oneroso e inalcanzable para un expandillero.
Los expandilleros en Apanteos aprenden oficios en el marco del programa penitenciario “Yo Cambio”, que los prepara para la reinserción social.
La capacitación es para que al finalizar la condena “tengan cómo ganarse la vida y no vuelvan a caer en estructuras” delictivas como las pandillas, dice el subdirector técnico del penal, el abogado Mario Ortiz.
Con tinta negra, el tatuaje extravagante alusivo a las pandillas fue hasta hace algunos años una impronta de lealtad a la banda.
“El tatuaje en la pandilla es un elemento de identidad, de filiación simbólica que representa parte de su subcultura”, explica la investigadora social Jannette Aguilar.
Los pandilleros también llevan tatuajes “alusivos a su historia de vida, a personas significativas y también a la muerte, debido a su trayectoria de violencia”, agregó la experta en temas de seguridad ciudadana.
Una lágrima simboliza un asesinato cometido, una cruz es el luto por algún compañero caído, mientras que el rostro de cabellera larga es una “jaina” (novia) y una payasita recuerda un momento divertido.
En los últimos años el tatuaje dejó de ser un requisito en las maras, en un afán de evadir la persecución derivada de la política gubernamental de mano dura contra las pandillas, dice Aguilar.
Sin ser una prueba científica, los tatuajes pandilleros son para la policía “una evidencia de culpabilidad”, explica la experta.
Un pandillero retirado también busca borrar sus tatuajes para pasar desapercibido ante la mara rival y para reinsertarse en una sociedad que lo estigmatiza y le cierra las puertas por su pasado de violencia.
Nelson Maximiliano Argueta, de 41 años, es otro exmiembro de la MS-13 que lleva preso 20 años por homicidio. Sabe que “algún día” saldrá de la cárcel y debe estar preparado para reincorporarse a la sociedad. Pero para ello debe eliminar los tatuajes que lo expondrían al peligro.
“Me siento mal por andar con estas cosas porque ya no soy parte de esto, estos son errores de la juventud”, reflexiona Argueta.
En su rostro, el contorno de los ojos y los labios son los únicos espacios libres de tinta, mientras en el resto se observa una sola mancha negra. En su cuerpo se identifican esqueletos difusos, rostros de mujeres y telarañas.
Después de entrar a la mara en 1999, Argueta comenzó a tatuarse hasta cubrir su piel con símbolos de ese grupo, en el que permaneció hasta 2013.
En el presidio, Argueta descubrió su habilidad para confeccionar hamacas y otras artesanías, por lo que una vez cumpla su sentencia espera instalar un taller para “ganarse la vida” y enseñar el oficio a jóvenes.
El director del centro Penal de Apanteos, José Cartagena, celebra el deseo de los reclusos por retirarse los tatuajes porque refleja un “altísimo compromiso para salir de la sombra de su pasado”.
Cartagena dice que “está tocando puertas” para que algún organismo internacional u otra instancia les facilite un equipo láser para borrar tatuajes.
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