A la entrada de la oficina, en la parte de arriba de un estante de metal, se puede leer: "Al 31/12/2017: 1.735.362 archivos. Añadidos en los últimos cuatro meses: 1.111 nombres".
La habitación está repleta de archivadores. Las fichas en su interior contienen los nombres de Adolf Hitler, Joseph Goebbels, Adolf Eichmann y cientos de miles de criminales del régimen nazi: guardias, contadores, hombres, mujeres y a veces niños que hacían distintos trabajos en los campos de concentración.
Aunque hayan pasado 73 años desde la caída del Tercer Reich, Jens Rommel y su equipo agregan nuevas fichas cada mes.
El equipo de abogados está encargado de buscar nazis que aún estén vivos. El objetivo es llevarlos ante la justicia antes de que sea demasiado tarde. La mayoría tiene cerca de 100 años.
Estamos en la Oficina para el Esclarecimiento de los Crímenes Nazis en Luisburgo, cerca de la ciudad de Stuttgart.
El fiscal Jens Rommel es el encargado de esta institución desde hace tres años. Mis colegas y yo tenemos libertad para trabajar. Nuestra única obligación es abandonar las salas de archivo antes de las cuatro de la tarde, cuando se van los trabajadores.
Rommel responde a mis preguntas con paciencia. No esconde nada sobre la historia más oscura de Alemania.
Hace 17 años que vivo en Alemania. Hasta ahora he trabajado sobre el Holocausto y el nazismo principalmente desde el enfoque de las víctimas y los recuerdos. Jamás desde el punto de vista de los ejecutores.
Como estudiante, estuve en Auschwitz. Y luego de instalarme en Berlín estuve en Buchenwald. En 2015, cubrí la visita de la canciller alemana Angela Merkel al campo de concentración de Dachau, en el marco de la celebración de los 70 años de su liberación.
Cuando vives en Alemania, el Holocausto siempre está presente. Todo el tiempo y en todos lados. En Berlín, basta con tomar el metro S-Bahn hasta la terminal Oranienburg y luego un ómnibus hasta el campo de concentración de Sachsenhausen.
Esta tarde de primavera, Rommel abre los cajones de los archivos.
Luego, se detallan todas las funciones ocupadas por uno de los principales organizadores del Holocausto. Termina con la condena a muerte de Eichmann y su ejecución en Israel en 1962, tras ser detenido por agentes de la Mossad en mayo de 1960 en Argentina.
En la ficha no dice nada sobre las personas muertas en manos de los nazis, los golpes a las puertas de los apartamentos, las personas reunidas en las calles, en los trenes, en las cámaras de gas.
Sin embargo, al leerlas nos sumergimos en el horror de una historia que ya conocemos. La cantidad de fichas archivadas en la sala -cientos de miles en cada armario de metal- nos muestra la escala del crimen.
Mientras mis colegas de fotografía y video se ocupan de arreglar temas de iluminación con Rommel, aprovecho para inspeccionar el resto de la habitación. También me paseo por otra sala donde se almacenan las declaraciones de los testigos, los informes de los juicios y las actas de acusación que se dictaron cuando los alemanes comenzaron a mirar para atrás y pedir explicaciones a las generaciones anteriores.
No me resisto y examino discretamente cajón por cajón. Almacenan nombres completamente desconocidos. Seguramente eran subordinados del régimen nazi.
Miro para todos lados. Leo nombres y lugares. Me invade un profundo malestar. Más de un millón de fichas que me hacen tomar conciencia de la “banalidad del mal” que Hannah Arendt describió en The New Yorker, cuando cubrió el juicio de Eichmann en Jerusalén.
Cada nombre es un eslabón de la cadena burocrática de comando. Eichmann era un mediocre funcionario. ¿Cuántas fichas llevan el nombre de personajes mediocres que rechazaron reflexionar sobre su implicación moral en el genocidio?
La oficina de Luisburgo se encuentra en un lugar tranquilo donde florecen las magnolias y la gente es muy frugal. Las casas tienen patios delanteros muy prolijos y los niños van a la escuela en bicicleta, mientras las amas de casa pasean a sus hijos en cochecito.
El lugar encarna a la perfección esta Alemania que salió de la guerra avergonzada y destrozada. Este país que se remangó para recuperarse, al punto de convertirse en una potencia económica rica, organizada y confiable. Esta Alemania que buscaba ser una democracia ejemplar. Al menos hasta que volvieron los viejos demonios.
En las últimas elecciones legislativas, más de 60 diputados de extrema derecha de Alternativa para Alemania (AfD) alcanzaron un lugar en el Parlamento. Son anti-refugiados, anti-islam y anti-Merkel. Nada parece detenerlos.
Lo cierto es que algo cambió en Alemania, como se pudo ver el 27 de enero. Ese día es el aniversario de la liberación de Auschwitz. Tradicionalmente, los diputados invitan a una o un sobreviviente del Holocausto para a hablar en público.
Este año fue el turno de Anita Lasker-Wallfisch, nacida en 1925. Entró a la sala del brazo del presidente de la República, Frank-Walter Steinmeier.
En un discurso con una fuerza increíble recordó que el “odio es un veneno”. Habló de los países que mantuvieron las puertas herméticamente cerradas cuando los judíos se escaparon de Alemania en 1933. Y agradeció a Alemania por su gesto tan generoso en 2015 cuando abrió sus puertas para recibir a un millón de refugiados, muchos provenientes de Siria.
Tras su intervención, 700 diputados, Merkel y todos los miembros de su gobierno se pusieron de pie y aplaudieron durante varios minutos. Esta anciana deportada de Auschwitz se salvó gracias al amor por el violín que le permitió unirse a la orquesta del campo de concentración. Sus padres fueron asesinados en la cámara de gas en 1942.
Sin embargo, uno de esos diputados, Hansjörg Müller de AfD, quedó sentado solo. Terminó levantándose pero no aplaudió. Me hizo pensar en lo que una vez me dijo una una colega alemana de la AFP: “Algunas de las afirmaciones de la AfD jamás habrían ocurrido hace unos años atrás”. Ahora las cosas han cambiado y hay actitudes que vuelven a permitirse.
Rommel es de mi generación. La generación que no conoció los horrores del Holocausto y cuyos padres tampoco los vivieron. Dice que “no tiene vínculo biográfico” con las víctimas o los victimarios. Pero quiso hacerse cargo de esta institución para examinar antes de que sea demasiado tarde “lo que todavía la ley puede hacer” para juzgar a los criminales.
Rommel evoca el “deber político y moral del Estado alemán de aclarar” los crímenes nazis “por las víctimas”.
La verdad es que siguiendo los últimos juicios de los criminales nazis, me he preguntado varias veces si tenía sentido juzgar a estos ancianos que en la época eran jóvenes subalternos. Se presentan ante los jueces 70 años después. Es ridículo verlos ahí, ante los tribunales, en sillas de ruedas.
En realidad siempre tuve dudas con la justicia tardía. Pero me parece que estas fichas de cartón guardadas en armarios de hierro nos recuerdan algo esencial: somos responsables de nuestros actos. Estos ancianos nunca pensaron que hicieron algo malo. Nunca se sintieron culpables.
Recuerdo una entrevista que hice en noviembre a un refugiado sirio en Alemania.
Se llama Yazan Awad. Tiene 30 años. Forma parte de un grupo de sirios que denunció en Alemania los crímenes cometidos en Siria por Bashar al Asad.
Awad fue torturado en una cárcel de cerca de Damasco, por haber reclamado libertad y democracia en voz alta.
Fue golpeado con cables y palos llenos de clavos. Fue colgado de sus muñecas al techo de la celda. Le fracturaron la mandíbula.
Recuerdo sus palabras durante la entrevista: “Escucho los gritos de dolor” de los otros detenidos “y el sonido de los golpes sobre sus cuerpos”.
No habló más. Temblaba, le faltaba el aire. Y yo estaba ahí, con mi grabadora, mi lapicera y mi existencia en un país libre y en paz. Le ofrecí un vaso con agua y le propuse suspender la entrevista. Tuve ganas de poner mi mano sobre la de él. Como si ese gesto, ínfimo, pudiera aliviar su calvario.
En los últimos años me he topado con numerosos refugiados sirios en Alemania. Unos 700.000 se han instalado aquí desde 2011.
Todos, ya sean opositores activos o simples jóvenes que se han fugado de la pesadilla siria, viven con un gran sentimiento de impunidad. Ningún dirigente sirio rindió cuentas ante la Justicia por lo que les hicieron.
Al regresar de Luisburgo, volví a pensar en Yazan Awad. Espero que un día, quizás en 10 años o más, exista una ficha con el nombre, apellido y dirección de uno de sus carceleros.
Rommel está convencido de que tiene sentido juzgar a los criminales, sin importar el tiempo que haya pasado. Creo que hoy, pensando en los sirios, comparto su punto de vista.