Oscar murió a los 17 años arrollado por un vehículo en México cuando huía de la miseria en las caravanas de hondureños que marchan a Estado Unidos.
Devastado por el dolor de perder a su hijo, Wilfredo Cruz, de 52 años, vive en una covacha paupérrima de zinc y paredes de nailon negro, en la aldea El Caimito del puerto de San Lorenzo en el Pacífico, 70 km al sur de Tegucigalpa.
Según la cancillería hondureña, siete personas han perecido por “diversas causas” en las caravanas, incluyendo a Oscar, quien fue atropellado por un vehículo en México, cuyo conductor se fugó.
“Nos han prometido que en dos semanas lo traen para enterrarlo aquí“, cuenta Wilfredo, frente a su endeble construcción, con piso de más arena que cemento, conformada por una pieza, donde cuelgan tres hamacas en las que duerme junto con tres nietas, a falta de camas.
El hombre de mediana estatura, delgado y fino bigote, deplora las condiciones de pobreza en que vive, con dificultades para alimentar a sus tres nietas de doce, ocho y dos años que le dejó su hija Luz Marina (28), quien partió en la caravana junto a Oscar.
Cuenta que trabaja por temporadas de hasta ocho meses al año en fincas de caña de azúcar donde le pagan diez dólares por día, y cuando consigue trabajo como jornalero percibe solo seis.
Intentó sembrar una milpa pero la perdió por la falta de lluvia, como a todos los productores del llamado Corredor Seco, donde el gobierno en agosto pasado decretó una emergencia alimentaria para 170.000 familias.
En el polvoriento patio trasero de su vivienda, donde están los restos de un frigorífico que sirve de pila para almacenar agua, Wilfredo muestra la foto de su hijo Oscar, un joven delgado, de mediana estatura y tez clara que se aventuró junto a su hermana embarazada en una caravana para dirigirse a Estados Unidos.
El grupo, de unas 1.500 personas, partió del sur de Honduras el 17 de octubre, cuatro días después de una caravana inicial que salió desde San Pedro Sula, al norte.
Unos 5.000 migrantes, en su mayoría hondureños, esperan hacinados en un albergue en la ciudad mexicana de Tijuana, mientras miles de militares desplegados por el gobierno de Estados Unidos en la frontera con México les cierra el paso.
Los hondureños huyen de la pobreza y la violencia desde diferentes departamentos del país, lo que ha provocado la irritación del presidente estadounidense Donald Trump.
“Papá, sale otra caravana… si paso (la frontera de Estados Unidos) le voy a ayudar”, le prometió Oscar antes de salir.
“Solo a fracasar fue”, dice Wilfredo con dolor.
La vivienda de Wilfredo se levanta en un terreno de unos doce metros cuadrados, en una planicie árida, de zacate reseco, árboles de clima casi desértico y un calor húmedo, a dos kilómetros del litoral Pacífico.
A unos cien metros está la chabola que era de su hija en condiciones más deplorables que la suya, entre un camino y la cerca de alambre de púas de un potrero.
Del impacto de ver morir a su hermano en la caravana, Luz Marina estuvo a punto de abortar y se encuentra internada en un hospital en México.
Es una construcción de unos cuatro metros cuadrados, sin electricidad y agua potable, con paredes armadas con láminas de zinc, techo de nailon y el piso de tierra donde persisten huellas de pisadas de vacas que estaban antes de la construcción.
“Ella (la hija) pasaba en mi casa, solo venía a dormir aquí”, dice Wilfredo con dolor, aunque agrega que el gobierno le ha prometido hacer su casa con un programa de compensación social llamado ‘Vida mejor’.
Su nieta niña mayor, de 12 años, pide entre lágrimas, el regreso de su mamá. Ella terminó su sexto grado y no tiene esperanzas de continuar sus estudios. “Necesitamos que nos ayuden, somos muy pobres”, clama angustiada la menor.
Con información de: Noe LEIVA © Agence France-Presse