Casas abandonadas, jóvenes y viejos confinados en tugurios... las pandillas o "maras" siembran terror en El Salvador, se disputan los barrios a sangre y fuego y amenazan a familias enteras cuya única escapatoria es el exilio.
El callejón del diablo, camino en apariencia bucólico con el majestuoso volcán Chinchontepec al fondo, no es más que maleza y casas en ruinas devoradas por la vegetación tropical.
Los pandilleros de la mara que reina en este sector de Soyapango, en los suburbios de San Salvador, vaciaron el lugar. Forzados a desplazarse, sus habitantes ahora viven amontonados en casuchas de zinc y madera.
“No les conviene que la gente les vea. Los acosaron, hasta que se vayan”, explica a la AFP uno de los dos policías, fuertemente armados, que patrullan la zona con miedo.
Surgidas en los años ochenta y noventa y con tentáculos en la región y Europa, la Mara Salvatrucha (MS) y la Barrio 18 cuentan con cerca de 70.000 pandilleros en El Salvador, que se concentran por cientos en algunos barrios, según estimaciones oficiales.
Cada banda tiene sus propios territorios. Los maras son “una autoridad local, que ejerce control por medio de la amenaza”, explica Noah Bullock, director de Cristosal.
Según esta ONG defensora de derechos humanos, los desplazamientos forzados por la inseguridad afectan a “aproximadamente 230.000 personas” en este pequeño país de 6,2 millones de habitantes, de los cuales el 33% son pobres.
A lo largo del callejón del diablo, los muros verdosos por la humedad están cubiertos de grafitis: la 18 es la que manda aquí. Sus hombres también emplean el estrecho paso para escabullirse de la persecución.
Las recientes pinturas en honor a “Chicky” o “Kiko”, abatidos por la policía, disuaden a quien quiera adentrarse en él.
Otros barrios de Soyapango sobreviven bajo el yugo de la MS. Es el caso de Las Margaritas, el más poblado, con cerca de 80.000 habitantes.
Una barrera de color amarillo encendido limita su entrada: con las pupilas dilatadas por la marihuana, un pandillero la levanta tras obtener luz verde de su jefe por celular.
A pesar de ser época de vacaciones escolares, el estadio de fútbol de Las Margaritas está desierto. Cortinas opacas tapan las ventanas del lugar. De vez en cuando afloran miradas desconfiadas. Los adultos hablan de la pandilla a regañadientes, sin siquiera pronunciar su nombre ni las siglas, la identifican simplemente como “las letras”.
Enumeran un rosario de dificultades: falta de centros médicos, de recolección de basura, calles destruidas y, sobre todo, dificultades en la movilidad hacia sectores controlados por otros maras.
“Solo el hecho de venir de una colonia u otra (…) de salir a buscar trabajo es un delito”, se queja José Martín Alas de 55 años, en silla de ruedas desde que cayó de un techo hace cerca de 20 años.
Sus tres hijas de 35, 29 y 27 años migraron a Estados Unidos, donde sobreviven “limpiando casas, lavando baños, lavando trastes”. Sus seis nietos están allá. “No están viviendo bien, pero están seguros”, estima Alas.
“Entre las colonias, hay como fronteras invisibles”, precisa un estudiante de antropología de 23 años, quien calla su nombre. Los pandilleros “reclutan a la fuerza o te insultan, te golpean, te roban y hasta peor, solo por venir de otro barrio“, agrega su amigo desempleado.
“Para quedar con vida, hay que salir de este gueto. Para siempre”, murmura.
Los habitantes de Las Margaritas ni siquiera se atreven a aventurarse hasta el hospital situado a menos de dos kilómetros, en un barrio controlado por la 18. Entonces, una vez por semana, esperan a la brigada de Médicos Sin Fronteras (MSF), en un modesto complejo deportivo.
La ONG organiza consultas semanales en estos barrios donde “el acceso a la salud no siempre está garantizado”, debido a la “conflictividad social”, explica Marça Roca, coordinador del programa “Fronteras invisibles” de MSF.
La brigada dispone de ambulancias para ir a buscar enfermos, heridos y embarazadas en sectores donde los taxistas no se arriesgan.
Sus sicólogos tratan la depresión, recurrente debido a las amenazas de las pandillas. Hay “en los más pequeños, una tendencia a relacionarse, a expresarse con violencia”, agrega Roca.
Brazo armado del crimen organizado y reyes de todo tipo de tráfico, los maras se financian también con la extorsión. Pocos comercios y servicios se libran de pagar, ni siquiera los conductores de bus o los distribuidores de garrafones de agua. El botín anual se estima en cientos de millones de dólares.
Si antes los pandilleros se distinguían por sus espectaculares tatuajes y mudas amplias, “han ido mutando, han ido cambiando. Es una estrategia para infiltrarse” por todas partes y lavar su dinero por medio de empresas fantasmas, precisa Vladimir Cáceres, vocero de la policía.
Desde enero se han registrado 2.926 homicidios, 15% menos que en el mismo periodo de 2017.
“El muertómetro sube y baja (…) pero la tasa de homicidios sigue siendo alta”, lamenta Benjamín Cuéllar, del Grupo de Monitoreo Independiente de El Salvador (GMIES) sobre la impunidad.
La tasa de homicidios es una de las más altas del mundo: 45,5 por cada 100.000 habitantes, un promedio de 9,2 casos por día, según las más recientes datos de la policía.
A esto también se suman las desapariciones de testigos incómodos o de quienes se atreven a denunciar. “Hay entre 1.000 y 1.500 personas desaparecidas año por año”, precisa Bullock.
En la deteriorada comisaría de Ilopango, otra zona “roja” limítrofe de Soyapango, solo los maras más viejos llevan todavía las letras MS grabadas en la piel.
Encerrados en grupos de a 12 en una suerte de jaula de 5m2 que sirve de celda, durmiendo en el piso de cemento, esperan a ser juzgados. La mirada cruel o aturdida por el aburrimiento, algunos están allí desde hace un año, a falta de espacio en las cárceles del Salvador.
Con información de: Florence PANOUSSIAN