A diario sortean la pobreza y el peligro de vivir entre pandillas, lo que además de exponerlos a la muerte los estigmatiza y aleja sus posibilidades de estudiar o encontrar trabajo para salir de la miseria que los rodea.
Son los jóvenes que pueblan los barrios marginales de Centroamérica, muchos de los cuales sueñan con emigrar a otro país para alejarse de la violencia y acceder a servicios elementales de salud y enseñanza.
Allí para muchos es normal que un amigo o familiar muera asesinado, se incorpore a una pandilla o emprenda a cualquier riesgo el viaje a Estados Unidos.
Según el estudio “Centroamérica desgarrada” de la Universidad de Costa Rica, que documentó mediante una encuesta la realidad de esta población en comunidades pobres de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, cerca de la mitad de estos jóvenes de entre 14 y 24 años no estudian (56% de ellas y 44% de ellos).
Y más de la mitad dijo querer irse del país, con cifras más altas entre los salvadoreños (76%) y los hondureños (60%).
Los siguientes son testimonios de jóvenes radicados en tres de las cinco comunidades incluidas en el estudio.
Con casas abandonadas y solitarias calles en las que apenas circula el transporte público, la colonia Popotlán es un símbolo de la violencia y la desigualdad en la periferia urbana de San Salvador, donde los jóvenes dicen no tener futuro.
“Vivir aquí es como que alguien te ponga un límite, es decir: ‘Vos hasta aquí vas a llegar'”, dice a la AFP Marvin Alexander Orellana, de 19 años, un vecino de este barrio en las afueras de la capital salvadoreña cuyos pobladores tienen restringida su libertad de movilización por la presencia de las pandillas.
El menor de cinco hermanos, Marvin dice que los jóvenes que quieren progresar encuentran “un límite de hecho por la economía familiar o por el peligro” al que se exponen por el temor a que los confundan con pandilleros de un bando rival.
Los jóvenes de Popotlán que no tienen relación con las llamadas maras salen poco de sus casas, porque son constantes los enfrentamientos y homicidios entre las que controlan la comunidad: la Mara Salvatrucha, dos facciones de la Barrio 18, la Revolucionarios y la Sureños.
“La frustración más grande es la discriminación social, ya sea por cómo se viste uno o por la economía. Si vamos a buscar trabajo afuera no nos dan empleo porque somos de Valle Verde o de Popotlán, que son zonas conflictivas”, resume Marvin.
Como ocurre en otras comunidades marginales centroamericanas, Marvin encontró en una organización religiosa, el Movimiento Juvenil Ángel de la Guarda, el espacio para realizarse y recibir capacitación.
En el interior de la casa de la juventud Marvin confiesa: “Aquí el día se vive tranquilo, afuera tenemos un problema grande”.
Alexandra es el nombre ficticio con el que se identificó esta joven de 20 años que reside en un pequeño rancho de Nueva Capital, en las serranías pedregosas del suroeste de Tegucigalpa, junto a su esposo, un guarda de seguridad desempleado, y el pequeño hijo de ambos.
“Aquí vivimos con miedo de que nos pueda pasar algo”, cuenta Alexandra, hablando con el rostro cubierto con un pasamontañas para no ser identificada. “Me gustaría que hubiera un cambio con la violencia y la salud, porque los niños más pequeños sufren. Mi niño se me enfermó de un virus y no hay un centro de salud cerca”.
Nueva Capital está formada por covachas de madera, láminas de zinc y algunas de cemento, levantadas por personas que llegaron en busca de un lugar tras el paso devastador del huracán Mitch en 1998.
Veinte años después, la población vive sin esperanzas de un futuro mejor, sin empleo ni centros de estudio y acosada por las pandillas que buscan jóvenes para reclutarlos.
Para Alexandra resulta difícil vivir sin servicio de agua y alcantarillado, y desearía tener un centro de salud cercano para su hijo y para ella, que sufre de asma. También quisiera tener un empleo que le garantice el dinero para pagar sus alimentos y el transporte.
“A veces me rebusco en un molino de maíz, echando tortillas”, dice en referencia a sus intentos esporádicos de generar un ingreso con un oficio en el que puede ganarse 50 lempiras, unos dos dólares, por una jornada de 12 horas de trabajo.
Atemorizada por los delincuentes que operan en el barrio, Alexandra tiene miedo hasta de salir de casa porque pueden robarle sus pocas pertenencias, como ya le ha ocurrido. La idea de emigrar al exterior la tienta.
“Sí me gustaría irme de aquí, para ganar dinero más que todo. En este país no hay trabajo”, lamenta.
No lo ha hecho porque no tiene recursos para financiar el viaje hasta Estados Unidos, el destino con el que sueñan muchos centroamericanos pobres. “Los ‘coyotes’ cobran caro y no lo dejan ni cerca, sino a mitad del camino”, cuenta.
Cuando ingresó hace 10 años en la Universidad de Costa Rica, a Mario de León le daba vergüenza decir que vivía en La Carpio, la comunidad binacional más grande de Centroamérica, cuyos 25.000 habitantes se dividen casi en partes iguales entre costarricenses y migrantes nicaragüenses.
Levantado sobre un antiguo vertedero de basura, La Carpio se consolidó como un barrio en el oeste de San José, bordeado por los cañones de los ríos Torres y Virilla, cargados de basura y aguas negras de la capital.
“Mis compañeros de la U vivían en casas grandes, los papás los apoyaban, y uno con costos tenía pan y café para comer”, cuenta el joven de 29 años, el mayor de los cinco hijos de Reina Urbina (49).
“Después uno agarra confianza y dice: ‘Ese es mi barrio, no lo voy a balear'”, comenta sobre la fama de la comunidad de ser un reducto de narcotraficantes y asaltantes.
Mario nació en Guatemala en 1988 cuando su madre salió por primera vez de Nicaragua en busca de mejores oportunidades, y en 1994 llegó a Costa Rica. Dos años después la familia se instaló en La Carpio, que por entonces comenzaba como una invasión de terrenos públicos.
“La casa era un ranchito chiquitito de paredes de lata y sacos con piso de tierra. Había una cama donde dormíamos mi mamá, mi padrastro, mis cuatro hermanos y yo. Había un fogón de leña que llenaba la casa de humo cuando cocinábamos”, recuerda.
Su madre trabajaba como cajera en un supermercado del barrio con horario de 7 de la mañana a 9 de la noche por un salario mínimo con el cual sustentaba a sus cinco hijos.
En sus primeros años, Mario iba a la universidad con solo pan y café en la barriga, y no comía nada más hasta que volvía a la casa muchas horas después para volver a comer pan y café.
“Yo pasaba con hambre, la gastritis me provocaba dolores terribles y así es muy difícil estudiar. Muchas veces pensé en desistir, me sentía un parásito por estudiar y no aportar a la casa”, comenta.
Con mucho sacrificio, se graduó de enseñanza de matemática en la UCR, da clases en dos universidades y continúa sus estudios en matemática pura.
Pero la fama de La Carpio no ha cambiado, sigue siendo un lugar estigmatizado porque tiene “mucho nica”, como se les llama despectivamente a los nicaragüenses, y “maleantes”.
Pero Mario ha comenzado a contactar a los universitarios de La Carpio, ya ubicó a unos 70, y los quiere organizar “para ver cómo podemos ser agentes de cambio”.
Con información de: © Agence France-Presse