Era lo más parecido a la Luna que había visto, si es que la Luna realmente es algo así como un páramo desolador. A falta de referencias conocidas, mi cabeza buscaba imágenes vistas en libros o por televisión.
La ceniza y las piedras de varias toneladas que habían descendido horas antes por la ladera del volcán de Fuego, en Guatemala, habían sepultado San Miguel Los Lotes, un poblado en el que ni se sabe cuántas personas vivían, y difícilmente se podrá determinar con exactitud cuántas murieron, narra el periodista de la AFP David García, uno de los comunicadores que llegó al lugar de la tragedia, pocas horas después de lo ocurrido aquel domingo 3 de junio.
La primera noticia que tuve sobre el volcán de Fuego (bravo por quien lo bautizó, pensé en ese momento) fue la mañana de lunes 4 de junio dice David García. Y horas más tarde recibía la llamada de la redactora jefe de América Latina de la AFP que lacónicamente me preguntó: “¿Puedes irte esta noche a Guatemala?”. “Claro”, contesté sin procesar la pregunta, más por una cuestión de disponibilidad que de voluntad, por lo que las preocupaciones no tardaron en llegar.
“Cuidado, allí hay mil maneras de morir”, me escribió un amigo desde España cuando le dije que me iba a cubrir la tragedia. No le faltaba razón al colega.
Guatemala tiene uno de los índices de homicidios más altos del mundo y en este país centroamericano los cuatro elementos de la naturaleza se ceban con furia, ya sea por los efectos de los fuertes aguaceros que caen entre mayo y noviembre, y que provocan deslaves y desbordamientos de ríos, por terremotos o incluso huracanes, aunque esta vez la tragedia la provocó un volcán.
Hace medio año dejé España para trabajar en la oficina de la AFP en Uruguay, por lo que mis conocimientos sobre desastres naturales, y de vulcanología especialmente, son bastantes limitados. Lo más desastroso que había visto hasta entonces sucedió en agosto del año pasado en el centro de Barcelona y fue obra del ser humano, con un ataque yihadista, narra David García.
En un intento por prepararme para la tragedia del volcán de Fuego estudié mapas de la zona y traté de descifrar qué es el flujo piroclástico y cómo es posible que hubiese sepultado la vida de decenas de personas. En mis búsquedas apareció el Vesubio y quedé absorto leyendo sobre Pompeya. Una lectura que paradójicamente me hizo olvidar el volcán de Fuego.
Aterricé el martes (5 de junio) con la misión de llegar a la zona cero y hablar con los afectados, pensando que lo primero sería más fácil que lo segundo. Pero Guatemala se apresuró a desmontar mi idea preconcebida.
Tardé casi un día en recorrer en taxi, junto al compañero Henry Morales, oriundo y buen conocedor de la zona, los 60 kilómetros que separan la capital y San Miguel Los Lotes, al pie del volcán.
El cielo guatemalteco se encapota casi cada día con puntualidad británica entre mayo y noviembre sobre la 13 o las 14 horas. Poco después comienza el aguacero.
La lluvia de ese día arrastró material piroclástico aún caliente hasta un río cercano y la enorme columna de humo que produjo y, sobre todo las fake news en las redes sociales, desataron el pánico entre los pueblos que horas antes se libraron por poco de la fuerza del volcán. Miles de vecinos recogieron sus bártulos y salieron de sus casas, muchos sin destino premeditado y colapsaron la precaria red de carreteras.
Las autoridades cerraron la autopista e intentamos llegar por una ruta destartalada, sinuosa y con tramos en los que la pendiente podía superar fácilmente el 15%. No era difícil prever que aquello no iba a ninguna parte. Habíamos recorrido 50 kilómetros en cuatro horas cuando ya no avanzamos más. Dimos media vuelta para volver a la autopista, a la que horas antes nos prohibieron entrar, y con un convincente “prensa internacional” el policía de turno nos dejó pasar, pero sus compañeros no nos dejaron salir. La lluvia y la actividad volcánica aumentaban el peligro de una nueva tragedia.
Al día siguiente partimos a las cinco de la mañana y vi por primera vez el impresionante skyline de casi 4.000metros de altitud que conforman el volcán de Fuego, coronado perennemente por una nube de ceniza, y el Acatenango, más manso que su gemelo.
Las autoridades habían cerrado el paso a la zona cero.
El primer control policial, a unos 12 kilómetros de la zona devastada, lo pasamos en auto casi sin problemas; el segundo, a 1.500 metros, a pie, pero en el último ya nos prohibieron el paso; una liturgia que se repitió cada mañana. Cuando nos retirábamos resignados para trabajar en El Rodeo, un pueblo que se salvó por poco de la devastación, unos compañeros nos indicaron un sendero alternativo.
El camino pasaba por un bosque frondoso y pequeños cafetales recubiertos de ceniza. El agua de los riachuelos que bajaba de la montaña ardía. A medida que avanzábamos el manto de ceniza aún caliente era más espeso y el calor asfixiante.
Había que pisar con cuidado, me advirtieron, evitar las zonas blandas, más cuando abandonamos el sendero y fuimos campo a través dirección al poblado. Un videasta de la AFP tuvo que abandonar horas antes el trabajo porque la ceniza ardiente le entró dentro de la zapatilla y le quemó los pies.
Subimos un par de lomas hasta que dimos con los restos del poblado arrasado. El hedor a azufre era insoportable. El silencio, tan abrumador que dolía. Los cadáveres de gallinas, perros y vacas y los restos de algunas casas parecían flotar en la capa de ceniza, que en algunos puntos tenía 15 metros de profundidad. Unos cuantos bomberos revisaban la zona y un grupo de sobrevivientes que pudieron escapar de la tragedia se acercaban hasta lo que hasta el domingo fue su hogar, en busca de sus parientes.
Algunos andaban casi 15 kilómetros para tratar de recuperar los cuerpos para darles “santa sepultura”. Tres, cuatro, cinco y hasta seis días después de la tragedia, otros pensaban que había desaparecidos que sobrevivieron a la tragedia. Mientras otros se conformaban con recuperar algún sofá lleno de ceniza, colchones viejos o utensilios de cocina.
Las autoridades pedían a los vecinos que estaban cerca de la zona cero que abandonaran las casas que se salvaron de la lengua de ceniza y piedras. Pero pocos querían dejar sus posesiones a la suerte de los ladrones, ya fuera una mesa, unas sillas, un televisor y algo de ropa vieja, como comprobé en una casa. Muchos no han conocido otro sitio para vivir y con los años aprendieron a convivir con la presencia amenazante del volcán.
Era difícil reconstruir historias. La mayoría pasaba el trance de hablar con un periodista con respuestas lacónicas. Habían perdido familiares, muchos a hijos, padres, abuelos, tíos… las pocas posesiones que tenían se las había tragado la furia del volcán y sus medios de vida se fueron al traste.
Pasé siete días hablando con decenas de afectados, con la sensación recurrente de que invadíamos su duelo. Aun así, les emocionaba que alguien de España hubiera viajado hasta allí para contar su humilde historia. Su presente pasaba por la ayuda que recibían de donaciones privadas en los albergues. Vivían hacinados pero tenían sus necesidades básicas aseguradas, incluso los niños estallaron de alegría cuando en un albergue de Escuintla entraron bolsas llenas de dulces y juguetes.
El problema que temían es que la generosidad acabase y el foco mediático se apagara pronto por el incipiente Mundial de Rusia. Nada raro para un país con unas tasas de pobreza altísimas en el que un candidato presidencial llegó al balotaje con la promesa de clasificar por primera vez a Guatemala para una Copa del Mundo.
Era lunes, ya habían pasado ocho días desde la gran erupción y mi misión en Guatemala se acababa. El centenar de cámaras y fotógrafos que cada día pululaban por San Miguel Los Lotes se desvanecía día a día, ya no éramos más de una decena.
Vagaba por la zona cero y me crucé con varios afectados con los que ya había hablado. Mi estómago y mi cerebro me decían que ya no podía más, por lo que me alejé del poblado y comencé a subir por el río seco de material piroclástico que cayó por la ladera del volcán. Desde la distancia y la altura pude comprobar que además de la fuerza de la naturaleza, el azar tuvo mucho que ver en la tragedia. La lengua de ceniza y piedras no tenía más de 60 metros de ancho, lo justo para engullir el poblado y matar a más de cien personas (casi 200 siguen desaparecidas).
Descendí y me senté en una roca. Le hice un par de fotos con el teléfono a Carlos Renato Cortés, un hombre de 44 años que llevaba cavando una semana en busca de su mujer y tres hijos. Dejó su tarea y se acercó a mí. Charlamos, me explicó su historia y me preguntó por qué estaba allí. Le di la mano y me despedí sin saber qué contestar.